Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun

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Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun HarperCollins

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ahora, esto…

      La casa de su hermano seguía sumida en el sueño cuando salió a la calle. Aún no había amanecido y el sol era apenas una promesa, pero llevaba horas despierta y había empezado a notar cada arruga de la sábana, cada protuberancia en el colchón.

      Su sombra se fue haciendo más patente conforme regresaba a la casa de su madre. A su casa, en realidad. Marcela había nacido allí y vivió entre esas cuatro gruesas paredes hasta que se marchó a Ávila, a la Academia de Policía, con veintitrés años, nada más terminar la carrera de Psicología. Es cierto que mientras estuvo en la universidad de Zaragoza no vivía propiamente en aquella casa, pero Biescas seguía siendo su punto de referencia, el lugar al que regresaba casi cada fin de semana, al que se refería cuando anunciaba que volvía a casa.

      Todo cambió cuando llegó a Ávila. La distancia, la exigencia de la preparación, los nuevos colegas, aficiones recién descubiertas… Luego vinieron las prácticas, el primer destino, y el segundo, siempre lejos de casa, hasta que su hogar sólo fue un ente indefinido, indeterminado, difuso en la memoria, una casa vieja con una mujer mayor y un hermano sonriente en su interior.

      La de su madre era una casa grande, esquinada, muy cerca del río Gállego. Recordaba que, siendo niña, se dormía en verano con la ventana abierta para poder escuchar el murmullo del agua golpeando contra los guijarros de la orilla.

      La enorme fachada de piedra estaba horadada por dos enormes balcones de madera, uno en cada planta, perfectamente ubicados en el centro exacto sobre la gran puerta ovalada; la segunda fachada encaraba la carretera que llevaba al río. En ella, una hilera de tres ventanas por piso y un pequeño balcón en la esquina contrarrestaban la dureza de la mole grisácea.

      Se detuvo en la acera de enfrente y contempló el pétreo y consistente edificio. Era consciente de que estaba vacía, por supuesto. Nunca había sido una mujer fantasiosa ni creía en los milagros ni en los espíritus. Allí dentro no había nadie y, sin embargo, habría jurado que el visillo de una de las ventanas se acababa de mover, como cuando volvía de Zaragoza y su madre esperaba tras el cristal a que se bajara del autobús para salir a recibirla. Antes incluso de que consiguiera sacar las llaves del bolso, su madre estaba en la puerta, sonriente y lista para plantarle dos sonoros y apretados besos en las mejillas.

      Hoy no habría ruido de cerrajas, ni besos, ni pellizcos en la cintura para comprobar si había adelgazado desde la última vez, ni alegres exclamaciones, ni «dame la maleta, anda, que pareces cansada; te he preparado una cena capaz de resucitar a un muerto».

      Abrió la puerta con una sola vuelta de la llave. Con las prisas de la noche anterior nadie se había acordado de asegurar la entrada. Este era un pueblo tranquilo, pero, aun así, bien sabía ella que la maldad y la violencia podían aparecer incluso en los lugares más recónditos, bucólicos y supuestamente pacíficos.

      Entró, cerró la puerta a su espalda y respiró en la oscuridad.

      Se quedó en el vestíbulo, tan congelada como aquellos muros. Giró sobre sí misma en el recibidor de la casa vacía, observó las paredes llenas de fotos y los bodegones de flores que a su madre tanto le gustaban. Intentó dar un paso adelante, pero no pudo. Era como profanar un cadáver. La casa estaba muerta. Su madre era el corazón de ese lugar, y había dejado de latir. Allí no había nada que ver ni que sentir, salvo dolor, y de eso tenía más que suficiente.

      Abrió de nuevo la puerta, salió a la luminosa mañana y se encendió un pitillo. La calle ya era un hervidero de personas que iban y venían, niños camino del colegio, señoras con el carro de la compra y jubilados que balanceaban el bastón dispuestos a vigilar un día más el cauce del río. El agua nunca era la misma, como el aire que respiraban.

      También en casa de su hermano estaban todos levantados. Sus sobrinos no irían hoy a clase. Sus padres habían decidido tomarse las cosas con calma y disfrutar de un día en familia para hablar de lo sucedido. Por las explicaciones de Juan, Marcela dedujo que, básicamente, no les iba a quedar más remedio que desdecirse y rectificar todas las pequeñas mentiras piadosas que les habían contado desde pequeños cada vez que la muerte salía a relucir.

      —Vais a quedar como unos mentirosos, lo sabes, ¿no?

      —No, si se lo explicamos bien —se defendió su hermano.

      —No hay forma de evitar el dolor. La abuela ya no está, ahora ocupa un agujero en el cementerio. No volverán a verla, ni ahora, ni nunca.

      —Les hablaremos del cielo…

      —… ¿y del infierno?

      —Qué graciosa eres. Se trata de minimizar el dolor en lo posible, sin más. Sólo son niños…

      —Vamos, Juan, sabes tan bien como yo que mamá nunca habría aceptado los paños calientes que les queréis aplicar. Ella les contaría la verdad, y punto. No tienes por qué regodearte en la parte macabra, pero tampoco mentir.

      —Si tú lo dices…

      —La muerte es parte de la vida.

      —El final —replicó él.

      —Sí, pero ineludible. No les mientas. Ahora, o dentro de unos años, vais a quedar fatal, y vuestras mentiras de hoy no les evitarán el dolor de mañana. Al revés, lo multiplicará, porque no estarán preparados. Les hacéis vivir en el país de las hadas y los superhéroes hasta que la magia se desvanece de golpe y llega la cruda vida real. —Bajó un poco la voz, consciente de la presencia de su cuñada en la habitación—. Y, por favor, no los animéis a que pongan el nombre de mamá a una estrella y le hablen cuando la echen de menos…

      La rápida mirada que Juan le echó a Paula y la boca abierta de ella le dejó bien claro que esa idea no sólo se les había pasado por la cabeza, sino que formaba parte del plan.

      —Vamos a desayunar —propuso su hermano para cambiar de tema. Los tres chicos llevaban un rato armando jaleo en la cocina, excitados ante la idea de no ir a clase.

      —Me han llamado de Jefatura —mintió. No quería seguir allí ni un minuto más. Empezaba a sentirse incómoda de verdad—. Tengo que marcharme.

      —¿Ahora?

      —Cuanto antes, sí.

      —Eso no era en lo que habíamos quedado.

      —Lo sé, pero al comisario mis planes le importan una mierda. Incluso el hecho de que no haga ni veinticuatro horas que enterré a mi madre se la trae al pairo.

      —Eres funcionaria, tienes unos derechos, un sindicato…

      —Sí, eso está muy bien sobre el papel, pero cuando ocurre algo gordo no hay horario, ni festivos, ni permisos, ni nada de nada. Sólo la obligación de acudir, y punto. Lo siento mucho —añadió ante la mirada compungida de su hermano. Para su sorpresa, no se sentía mal por mentirle, sino aliviada ante la puerta de escape que se había abierto inesperadamente ante ella y que pensaba cruzar a toda velocidad—. Te prometo que vendré el primer fin de semana que tenga libre.

      Se llevó los dedos índices cruzados a los labios, como cuando eran niños, y logró exprimir una sonrisa de su circunspecto hermano. Qué poco quedaba en él del niño que la seguía como un perrillo faldero y al que hacía cosquillas hasta que le dolía la tripa de reírse. Tampoco él encontraría mucho en ella de la niña que fue, pensó. En el capítulo de las decepciones estaban empatados.

      Desayunó

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