La implementación de políticas públicas y la paz: reflexiones y estudios de casos en Colombia. Jenny Elisa López Rodríguez

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Así, lo que se planteó desde arriba (Washington D. C.) no necesariamente se cumple en la parte final de la cadena de implementación (Oakland). Por supuesto, el problema de la implementación se complica aún más si la política en cuestión es incompatible con otros compromisos previos, si hay diferencias legales o si, a pesar de que los participantes estén de acuerdo, no hay recursos suficientes.

      Otros autores, como Paul Sabatier y Donald Mazmanian (2003), también trataron de acercarse al estudio de la implementación pensando en cómo controlar dicho proceso. En su intento por impulsar un desarrollo más científico del tema, Sabatier y Mazmanian se preocuparon por analizar el conjunto de variables que podían influir en el grado de éxito de la implementación. En un primer ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian se refieren a la tratabilidad (tractability) de los problemas públicos, que se refiere a que hay ciertos problemas que son más sencillos de atender que otros, que están definidos con mayor claridad que otros, que se originan en comportamientos más complejos que otros, etc. En clave de implementación, esto implica que algunos temas serán más tratables y, por consiguiente, que su proceso de implementación será más sencillo. En un segundo ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian consideraron la importancia de las leyes o decretos ejecutivos que definen los alcances, objetivos, teorías causales y demás elementos del programa o política pública a implementar.

      En este punto, que refuerza la idea pionera que ya aparecía en Pressman y Wildavsky sobre el vínculo diseño-implementación, Sabatier y Mazmanian argumentan que el marco normativo estructurará y organizará (o no) de forma coherente su propio proceso de implementación. Finalmente, en un tercer ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian subsumieron diversas variables externas que pueden condicionar la implementación: transformaciones sociales, económicas y tecnológicas, atención de los medios de comunicación, involucramiento de grupos ciudadanos afectados, y liderazgo ejercido por quienes son responsables de cumplir (implementar) los objetivos de las políticas y los programas. A partir de estos tres ámbitos, Sabatier y Mazmanian sugerirían algunas hipótesis sobre las condiciones que podrían facilitar los procesos de implementación.

      Más o menos al mismo tiempo en el que se desarrollaron estos estudios pioneros (Aguilar, 2003a), en el Reino Unido también se publicaron algunas reflexiones iniciales sobre el tema, con énfasis similares respecto al problema del control. Christopher Hood (1976), por ejemplo, planteó que las administraciones públicas necesariamente se enfrentan con una serie de límites que vuelven difícil su funcionamiento óptimo y, con ello, una implementación siempre exitosa. Para Hood, un sistema administrativo perfecto tendría que ser unitario (como un gran ejército con una línea de mando indiscutible), con reglas e indicaciones aplicadas con uniformidad, con la obediencia absoluta de los subordinados, sin presiones temporales y con flujos de información y comunicación igualmente perfectos. Como lo mencionó Hood, este tipo de condiciones nunca existe en la práctica. Por el contrario, las administraciones públicas siempre se enfrentan con límites externos –como la falta de recursos, decisiones que son costosas en términos políticos o cambios en el diseño de las políticas para hacerlos aceptables–, o límites internos –como problemas de coordinación (lo que él denomina sub-optimización multi-organizacional), problemas de control en la aplicación de los principios/criterios de política pública, problemas de categorización o problemas de tiempos limitados y errores por prisas–.

      Poco después, Brian Hogwood y Lewis Gunn (1984; 2018) retomarían las ideas de Hood y plantearían de forma ilustrativa, y con una clara orientación práctica, por qué la implementación perfecta es algo imposible de alcanzar (Cairney, 2018; Dussauge, 2011). De acuerdo con ellos, para que un proceso pudiera ser exitoso tendría que cumplirse una multiplicidad de condiciones poco realistas: que las circunstancias externas a la institución responsable de la implementación no le impongan restricciones que le impidan actuar; que el programa por implementar cuente con suficientes recursos temporales y de otros tipos; que la combinación de recursos requerida esté disponible en el momento en el que sea necesario; que las relaciones entre causa y efecto sean directas, y que existan pocos (si es que algún) vínculo intermedio; que las relaciones de dependencia entre los actores participantes sean mínimas; que exista acuerdo y plena comprensión respecto de los objetivos por alcanzar; y que las tareas estén completamente especificadas y estructuradas en una secuencia correcta, entre otros.

      Como puede notarse, los textos anteriores partían de una visión más bien tradicional de la ap, en la cual la implementación de las políticas y los programas debía pensarse desde la alta jerarquía burocrática. Por consiguiente, las preguntas que se planteaban estos y otros autores tenían mucho que ver con cómo preservar el control sobre el proceso implementador. O, dicho en términos inversos, sobre cómo diseñar desde el inicio las condiciones adecuadas para evitar que el control se diluyera conforme la implementación fuera avanzando. Por supuesto, estas cuestiones siguen siendo centrales en el estudio de los procesos de implementación y siguen estando en la mente de cualquier formulador de política pública. Sin embargo, otro grupo de estudiosos habría de mostrar que el control absoluto no solo es imposible de lograr, sino que la implementación adquiere un sentido radicalmente distinto cuando se le piensa desde la perspectiva opuesta: el nivel de la calle.

      La visión desde el nivel de la calle

      Una segunda forma de entender la implementación de políticas públicas tuvo como punto de partida los escritos de Michael Lipsky (2010; 2018), enfocados en estudiar el trabajo de los que él llamaría burócratas en el nivel de la calle (street-level bureaucrats). A diferencia de la literatura ya reseñada, Lipsky enfocó su atención en los actores y en los espacios directamente involucrados en la implementación cotidiana de los programas públicos: los policías y sus decisiones sobre a quiénes detener o no; los maestros en los salones de clase y sus definiciones sobre posibles contenidos educativos o acciones disciplinarias; los jueces y sus determinaciones respecto de las sentencias judiciales. Así, a Lipsky le preocupaba menos entender por qué las cosas se salían de control, que comprender cómo y por qué las decisiones de los servidores públicos en el nivel de la calle tenían necesariamente que realizarse de forma discrecional.

      De acuerdo con Lipsky, a pesar de las enormes diferencias que existen entre estos grupos de servidores públicos, todos ellos comparten contextos laborales similares y, por lo tanto, retos y presiones también similares. Al encontrarse al nivel de la calle, estos servidores públicos deben enfrentarse a diario con las necesidades, exigencias y preocupaciones específicas de cada usuario. Para la perspectiva de arriba hacia abajo, resulta complejo controlar las interacciones de quienes participan en el proceso de implementación. Por ello es que se desarrollan reglas generales e instrucciones detalladas lo más claras posibles. Sin embargo, en el nivel de la calle las particularidades son tantas que es imposible encontrar siempre en los planes originales la salida adecuada. Por el contrario, los servidores públicos que tratan de forma directa con el público (estudiantes, acusados, enfermos, beneficiarios) deben tomar decisiones caso por caso. Así, los burócratas en el nivel de la calle se encuentran entre la pared de sus circunstancias laborales y la espada de las exigencias particulares de cada ciudadano.

      La consecuencia natural de todo esto es la discrecionalidad, factor que necesariamente acompaña los procesos decisionales de este tipo de servidores públicos. De tan generales que son, los objetivos y reglas de los programas públicos a veces resultan poco útiles para la operación cotidiana. Por consiguiente, los servidores públicos en el nivel de la calle deben decidir con base en su criterio. Por supuesto, detrás de ello siempre hay regulaciones, instrucciones de los superiores y lineamientos operativos. Pero son los servidores públicos quienes, en última instancia y con base en sus experiencias previas y los estereotipos que han desarrollado, deciden si atienden primero a una u otra persona, si multan o no a los infractores de tránsito, si imparten una materia educativa primero o después, si priorizan ciertos casos sobre otros, etc. Así, la implementación de abajo hacia arriba (bottom-up) es un asunto profundamente discrecional porque, de otra forma, sería casi imposible implementar los programas públicos.

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