La implementación de políticas públicas y la paz: reflexiones y estudios de casos en Colombia. Jenny Elisa López Rodríguez
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En otros casos, la literatura sobre burocracias en el nivel de la calle ha estudiado cómo los servidores públicos desempeñan sus actividades frente a escenarios de enorme ambigüedad. Por ejemplo, Heather Hill (2018) ha mostrado que, en algunas ocasiones, quienes deben implementar los programas públicos no cuentan con información suficiente para cumplir con sus actividades. En ciertas áreas de política pública en las que no existen precedentes, las nuevas leyes o propuestas de acción pueden ser demasiado vagas. Por lo tanto, los burócratas deben recurrir a expertos externos (consultores, académicos, organizaciones sociales) para allegarse de recursos intelectuales y recomendaciones prácticas. Por su parte, Peter Hupe y Aurélien Buffat (2018) han planteado el concepto de brecha del servicio público (public service gap) para resaltar que las condiciones que enfrentan los servidores públicos de nivel de la calle pueden volverse aún más complejas si las exigencias (obligaciones legales, públicos a atender) aumentan y los recursos a su disposición (presupuestos, tiempos) siguen en el mismo nivel o, peor aún, si disminuyen por posibles políticas de austeridad o reestructuraciones administrativas.
Finalmente, algunos otros estudios han tratado de comprender el tipo de influencia que llegan a tener los burócratas en el nivel de la calle sobre los alcances de las políticas públicas. Peter May y Søren Winter (2018) han mostrado que, con base en sus conocimientos, disposición y experiencia previa, estos servidores públicos pueden influir favorablemente en la implementación de programas, incluso más que sus superiores jerárquicos (políticos o gerentes públicos). Con ello, logran que se alcancen los objetivos mayores de la política pública. En otros casos, según la investigación de Anat Gofen (2018), los servidores públicos pueden resistirse a cumplir los objetivos establecidos por considerarlos inadecuados. Por ejemplo, que las familias deban pagar en hospitales públicos por las vacunas de sus hijos, lo que puede reducir la eficacia de los programas de vacunación; o que en las escuelas públicas se deban implementar nuevos planes de estudio que, de acuerdo con experiencias previas, parezcan poco realistas. Con ello, los servidores públicos introducen una divergencia entre sus acciones y los objetivos formales de los programas. Esto puede ser negativo en el corto plazo, pues se desvía el proceso de implementación originalmente planeado, pero puede llegar a ser positivo en el largo plazo si contribuye a cambiar un diseño erróneo o inadecuado del programa en cuestión.
Con discusiones como estas y muchas otras, la literatura sobre los burócratas en el nivel de la calle ha dejado en claro que los procesos de implementación son todavía más complejos de lo que había sugerido la perspectiva de arriba hacia abajo. Al centrarse en comprender las características en el punto final de la implementación, es decir en las condiciones y momentos de interacción de los servidores públicos y los ciudadanos, la perspectiva de abajo hacia arriba (bottom-up) nos ofrece una imagen distinta: la de un grupo de servidores públicos que toman decisiones discrecionales para responder a las presiones de sus puestos, a las exigencias de los ciudadanos y a las generalidades/vaguedades de las regulaciones y objetivos públicos. Como consecuencia de todo esto, se presenta la imagen de un proceso en el que los servidores públicos en el nivel de la calle no solo son los implementadores por excelencia, sino que también son activos re-formuladores de políticas: sus decisiones dan contenido a normas ambiguas, interpretan los objetivos implícitos de los programas y priorizan públicos y acciones en función de sus criterios personales. Así, se obtiene una descripción del objeto de estudio más realista, que al mismo tiempo deja abiertas preguntas sobre las implicaciones que esto tiene en materia de rendición de cuentas (Hill y Hupe, 2014; Brodkin, 2018), así como sobre la capacidad que los gobiernos realmente poseen para gestionar de forma estratégica y coherente sus procesos de implementación.
Los intentos por construir una tercera generación
Aunque los estudios de las perspectivas de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en realidad se desarrollaron en paralelo –los primeros estudios de Lipsky, como el de Pressman y Wildavsky, son de los años setenta–, en algunos textos se les ha denominado estudios de primera y segunda generación, respectivamente. Ahora bien, a partir de los años ochenta, diversos autores comenzaron a hablar del surgimiento de una posible tercera generación en el análisis académico de la implementación (Pülzl y Treib, 2007; Hill y Hupe, 2014). Las propuestas han sido variadas en sus objetivos y alcances, pero tuvieron como base la idea de impulsar propuestas analíticas más sofisticadas, tanto en términos teóricos como metodológicos (Sætren, 2018).
Quizás el autor más claramente vinculado al tema fue Malcolm Goggin (1986). De acuerdo con Goggin, la literatura previa se había enfocado demasiado en el estudio de casos de implementación. Esto había dado como resultado un número cada vez más grande de variables de interés y, por lo tanto, había vuelto casi imposible la tarea de construir teorías parsimoniosas, capaces de explicar los éxitos o fracasos de las experiencias de implementación. Al mismo tiempo, el énfasis puesto en los estudios cualitativos volvía casi imposible elaborar análisis estadísticos para valorar y, en su caso, comprobar o refutar diversas hipótesis de trabajo. Finalmente, Goggin resaltó que la dificultad de construir teorías en el campo de la implementación tenía que ver, además, con la poca atención que se había puesto en desarrollar análisis comparados y estudios longitudinales. A partir de estas y otras críticas, Goggin planteó una agenda teórico-metodológica: las investigaciones deberían guiarse por planteamientos teóricos y no por análisis empíricos, debería recurrirse a un mayor uso de herramientas estadísticas y datos cuantitativos para complementar las visiones cualitativas, deberían impulsarse las comparaciones entre distintas unidades de análisis y sectores de política pública, y deberían producirse estudios con periodos de análisis más extendidos.
Además de estos cuestionamientos de corte general, en el marco de esta tercera generación surgieron algunas propuestas interesantes, si bien no menos debatibles que las elaboradas previamente. Paul Sabatier (1986), por ejemplo, analizó las aportaciones y las limitaciones de los enfoques top-down y bottom-up para plantear un nuevo marco de análisis capaz de combinar ambas visiones. El resultado fue su ahora famoso enfoque de coaliciones promotoras de intereses (advocacy coalitions framework), que propone pensar los procesos de diseño-implementación como algo necesariamente imbricado. Ahora bien, en su esfuerzo por construir un marco teórico más robusto, la propuesta de Sabatier (1986; Sabatier y Jenkins-Smith, 1993) en realidad acabó alejándose del tema de la implementación para centrarse en comprender las dinámicas de cambio y aprendizaje en las políticas públicas.
Por otra parte, Richard Matland (1995) también intentó desarrollar un nuevo modelo de implementación a partir de dos variables: el grado de ambigüedad y el nivel de conflicto. De acuerdo con su propuesta, cuando existen poca ambigüedad y poco nivel de conflicto estamos frente a casos de implementación administrativa; cuando el grado de ambigüedad es alto pero el nivel de conflicto es bajo, estamos frente a casos de implementación experimental; cuando, a la inversa, el grado de ambigüedad es bajo pero el nivel de conflicto es alto, entonces estamos ante casos de implementación política; y, finalmente, cuando