Amor a prueba. Elizabeth Duke
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A Roxy le empezaron a temblar las manos cuando divisó la casa. La gran casa de piedra situada en medio de la naturaleza parecía incluso más imponente que la última vez que la había visto, con la nueva ala para invitados, que Hamish había empezado a construir, ya terminada. Mientras conducía por el camino de gravilla al lado de la casa echó un vistazo a la pista de tenis y a la piscina de la parte de atrás, rodeada de árboles y espesos arbustos.
Una casa ideal para tener una familia. ¿Cómo podía competir su piso de dos habitaciones con una casa como aquella, con semejante lujo?
Sacando del coche la bolsa y el oso de peluche gigante que había comprado para la niña en el aeropuerto de Los Ángeles, siguió un camino de piedra hasta la puerta lateral evitando la entrada principal frente a los acantilados.
Esperaba que fuera la asistenta, o incluso Mary, la niñera, quien abriera la puerta, pero fue Cam.
Durante un segundo permaneció mirándolo incapaz de hablar. Tenía un aspecto diferente al que recordaba. Las otras dos veces que lo había visto antes iba vestido de punta en blanco: con un traje de etiqueta en la boda de Serena y en el bautizo de Emma con un traje gris, camisa blanca y corbata roja de seda.
En ambas ocasiones llevaba el cabello espeso y oscuro engominado hacia atrás, la cara bien afeitada y la espalda amplia resaltada por el impecable corte de la chaqueta.
Aquel día vestía unos pantalones cortos y una camiseta desteñida con manchas de comida. Llevaba barba de un día, estaba sin peinar, como si se acabara de levantar de la cama, e iba descalzo.
Por primera vez le pareció que casi iba demasiado vestida con los vaqueros desgastados, la camisa blanca de manga larga atada a la cintura y las deportivas muy usadas.
Aun así, tenía un aspecto increíblemente seductor.
Como dándose cuenta de que lo estaban sometiendo a un examen, en la boca de Cam se dibujó una sonrisa en parte burlona en parte triste.
–Aún no he tenido tiempo de afeitarme, aunque me he dado una ducha rápida después de que la niña me vomitara encima. La comida fue interesante también… –se disculpó sacudiéndose la camiseta–. Esta camiseta estaba limpia hasta que Emma dejó claro que no le gusta el puré de calabaza. Estoy solo este fin de semana –explicó–. Le di a Mary unos días libres para que visitara a su familia y Philomena no viene los fines de semana.
Philomena era la asistenta. Como no iba los fines de semana, difícilmente podía ser uno de sus ligues.
–¿Te está dando mucha lata nuestra sobrina? –preguntó esperanzada. Si ya se estaba quejando, no resultaría difícil persuadirlo para que se la cediera.
–Incluso a las mejores madres sus hijos les parecen una lata a veces –replicó con sequedad–. Entra, Roxy, te enseñaré tu habitación. Verás a Emma más tarde. Está dormida y no quiero despertarla sin necesidad.
Roxy se mordió la lengua, tentada de protestar. Hacía bien en no despertar a la niña, aunque su motivo resultara un poco sospechoso.
Mientras cerraba la puerta tras ella Cam examinó su rostro durante unos segundos desconcertantes. Contuvo el aliento mientras le agarraba la barbilla con sus dedos fuertes y tibios para levantarle la cara.
–Es cierto que hicieron un buen trabajo –afirmó con sarcasmo, sin un atisbo de compasión–. Aunque no sé por qué demonios preferiste hacerte la cirugía estética en lugar de estar aquí consolando a tu padre y a la hija de tu hermana. Estoy desconcertado y, sinceramente, disgustado.
–¿Crees que…?
–De acuerdo, estuviste en el hospital por un virus, pero no niegues que aprovechaste la oportunidad para hacerte algunos retoques mientras te recuperabas en aquel hospital de Los Ángeles.
–¿Quién te dijo eso? –consiguió preguntar con la respiración agitada por la furia.
–Tu padre… No, fue Blanche. Blanche interrumpiendo al pobre George, como siempre –contestó. Opinaba lo mismo que ella sobre Blanche–. Me explicó con claridad que te estabas haciendo la cirugía en la cara.
–No me hice la cirugía estética en la cara –protestó malhumorada–. Me hicieron microcirugía para cerrar una herida. Era de esperar que Blanche lo tergiversara todo.
–¿Microcirugía? ¿Una herida? ¿Dónde? –preguntó levantando una ceja. Otra vez tuvo que sufrir su examen.
–En la boca, en el labio inferior. Tropecé con el bordillo de la acera al salir corriendo de un coche para entrar deprisa en una tienda en Los Ángeles. Me caí de cabeza sobre un macetero de hormigón.
–¿Estabas de compras en Los Ángeles después de saber que tu hermana había muerto? –preguntó moviendo la cabeza con una mirada gélida–. Tu padre te envió un fax urgente mientras estabas en el norte de México. ¡Seguramente no tenías ninguna prisa por volver a tu casa!
–¡Recibí el fax de mi padre tres semanas después de que lo mandara! Estaba en un campamento en una zona remota del norte de México en aquel momento. El correo no funciona muy bien en esa parte del mundo. Para entonces ya había sido el funeral. Estaba desolada por no haber podido asistir.
Cam la miró con escepticismo.
–Como total ya te lo habías perdido, decidiste que no había prisa –atacó con un tono hiriente que cortaba como un cuchillo.
–Tenía prisa, ¡ese fue el problema! Un estadounidense de nuestro equipo se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto de Los Ángeles. Íbamos de camino hacia allí cuando se me ocurrió parar para comprarle un muñeco a Emma –explicó. Cuando Cam miró el oso de peluche ella meneó la cabeza–. Este lo compré ayer en el aeropuerto de Los Ángeles. Después de mi estúpida caída terminé en el hospital operada de un corte en el labio. Y dos días después me atacó un virus que debía de haber agarrado de México.
Mientras se detenía para respirar advirtió que los ojos de Cam habían perdido el brillo gélido, aunque no del todo. El que hubiera estado fuera tanto tiempo obviamente actuaba en su contra.
–¿Fue tan grave que tuviste que quedarte en el hospital otras tres semanas?
–¡Sí! Me dejó completamente fuera de combate. Tuve una fiebre atroz, estuve delirando durante días y me quedé muy débil durante más tiempo. Y además, por culpa de la operación no podía ni hablar.
–Tus cirujanos son dignos de recomendación –afirmó observándole la boca–. No queda ni rastro de un arañazo o un hematoma. Se diría que nunca te ha pasado nada.
Frunció el ceño. ¿Seguía sin creerla?
–Me operaron por dentro de la boca, por eso no queda ninguna