Maureen. Angy Skay

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Maureen - Angy Skay Saga Anam Celtic

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el humo de su garganta, le pasó el cigarro y lo miró de nuevo a través de sus pestañas con unos ojos nada amigables.

      —Es un regalo muy especial. No obstante, creo que eso no te incumbe. —Chascó su lengua—. Se acabaron las explicaciones. Andando —sentenció, apuntándole con el arma de nuevo.

      Anduvo dirigido por ella durante más de media hora por las calles de Dublín, dando rodeos para que no los encontraran Frank y el resto de la banda. Algo que le daba que pensar, ya que todo eso quería decir que Taragh tenía un plan secreto que nadie sabía…

      Hacía dos días, Mick traicionó a la que llevaba siendo su familia más de diez años y, por ello, estaba seguro de que pagaría las consecuencias de una manera muy cara…

      —¿Qué te ha llevado a hacer todo esto, Mick? —se interesó ella cuando se subieron a su Ferrari Desierto blanco, un coche que muy pocas personas podrían permitirse, lo cual afirmaba, más si cabía, la fortuna que amansaba su marido Cathal.

      Ató las manos a la espalda y cerró la puerta con una sonrisa deslumbrante. Bordeó el vehículo de manera sensual, dejando que su gran figura se posara en los ojos del hombre más de lo debido. El vestido rojo se ceñía a sus curvas a la perfección, parecía una segunda piel, y sus altos tacones negros dejaban ver unas espléndidas y fuertes piernas cuidadas al máximo.

      —¿Vas a contestarme? ¿O piensas observarme hasta desmayarte…? —ironizó.

      —Supongo que la avaricia —contestó Mick, un poco avergonzado por su osadía. Nunca se habría atrevido, pero ella le daba esa confianza que quizá con Cathal, o incluso con Frank, le faltaba hacía dos días.

      —Sí, es lo más coherente, ya que robar cuatro millones de euros a un narco no es lo más sensato.

      —Lo dices como si no te importara, Taragh… —añadió con sumo cuidado.

      —Y no me importa…, de momento. Pero lo hará.

      Salieron de Dublín en dirección a Malahide, uno de los pueblos en los que la riqueza abundaba en cada esquina. Le extrañó que no se dirigieran a otro sitio, ya que en esa ciudad era donde ella y su marido residían durante casi todo el año. Pero no preguntó. Si era para bien o para mal, su vida estaba vendida al mejor postor, igualmente.

      Llegaron a una impresionante villa a las afueras de Malahide, en medio del bosque, donde nadie podía oírlos ni saber de su existencia. La música sonaba atroz desde la vivienda, la gente salía y entraba con copas en la mano, riendo y hablando con las diversas personas que se encontraban en el lugar. Nadie se percató de las muñecas atadas de Mick, y si lo vieron, lo ignoraron.

      —Por aquí.

      El tono seco y mordaz de Taragh lo guio hasta unas puertas dobles blancas en un lateral del hall de la casa. Al entrar la música dejó de sonar, para dar paso a un silencio sepulcral, en el que solo se escuchaban sus respiraciones, sobro todo la de Mick, ya que, en cierto modo, estaba aterrado por lo que pudiera llegar a ocurrirle esa noche.

      —Siéntate, Mick…

      Taragh caminó hacia la vitrina con elegancia en lo alto de sus tacones, cogió dos vasos redondos con media altura y los llenó de hielos, para después verter un poco de líquido amarillento. El hombre supuso que sería el whiskey más caro que habría probado en su vida.

      Ella se sentó con delicadeza y cruzó sus finas y moldeadas piernas, dejando entrever más de lo debido su piel. En el muslo izquierdo pudo divisar un tatuaje que le rodeaba el mismo. Era una bella y fina tira de diferentes símbolos celtas, unidos por un nudo en una trenza de tres hilos. Pudo distinguir uno de ellos, el primero: La Espiral.

      —Bonito tatuaje.

      Pegó un sorbo a su bebida bajo su atenta mirada. Ella no hablaba, solo lo penetraba con sus profundos ojos verdes tan impactantes y bonitos como los prados de Irlanda. Se atrevió a preguntar de nuevo. No supo por qué, algo en ella le llamaba la atención desde hacía mucho tiempo.

      —¿Qué significa?

      —La vida eterna. —Mick miró a ambos lados sin saber qué contestar y, antes de que pudiera decir nada más, ella continúo—: La Espiral no tiene principio… ni fin… —dejó en el aire las dos últimas palabras.

      Mick no lo entendió. Esperó paciente a que hablara, a que le dijera el motivo de salvarle del propio Frank, que podría haber sido mandado a la perfección por ella misma. Taragh dio un sorbo a su vaso y, levantándose de su asiento, le dijo alto y claro:

      —Hace un tiempo estuve con tu hijo.

      La cara de él fue de un asombro inigualable, ¿su… hijo?

      —¿Aidan? —Arqueó una ceja.

      Ella sonrió de manera vulgar.

      —Sí, el mismo. Un poco joven para mí, pero he de reconocer que sabía moverse en la cama.

      Su cuerpo se paralizó, incluso todos sus sentidos. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué decir. No por el hecho de que Mick quisiera a su hijo por encima de todo, que no era así, pero tampoco se esperaba algo como esto.

      —¿Por… por qué? —balbuceó como un imbécil.

      Se puso ante él, inclinó su cuerpo hacia delante y dejó unas espléndidas vistas de los pechos ante sus ojos. Apoyó sus manos en los brazos del sillón de terciopelo en el que se encontraba sentado y clavó sus ojos en los de Mick.

      —Si haces lo que tengo pensado para ti… Necesito que alguien cobre tu deuda, si no, cantará demasiado. Ya sabes, tengo que ser discreta…

      —¿Vas a usarlo?

      —No, querido… Vas a usarlo tú. Porque gracias a tu traición, nosotros vamos a tener que cobrar a tu hijo todo el dinero que has robado…

      —No te entiendo… —Estaba empezando a confundirlo de verdad.

      Suspiró un par de veces, hasta que ella se irguió por completo.

      —Vas a quedarte con un amplio cargamento de droga, y vas a ir a la cárcel durante un tiempo. Esto no saldrá de aquí, ni nadie más lo sabrá. Cuando salgas, hablaremos del trato que tenemos pendiente. Yo agilizaré todos los trámites para que no cumplas la condena completa.

      Él abrió los ojos en su máxima expansión.

      —¿Quieres usarme de cebo? —se ofendió.

      —No me hables en ese tono —su voz sonó amenazante y él no dijo ni media palabra más—. Te preguntarás qué ganas con todo esto. Es muy sencillo. —La miró durante un segundo, sus ojos en realidad intimidaban y era difícil mantenerle la mirada—. Tu vida. Tu libertad.

      —¿Mi libertad entre rejas? —preguntó él con ironía.

      —Las rejas son solo durante un tiempo. Si te quedas en la calle, Cathal te matará.

      —¿Y qué ganas tú con todo esto?

      —Matar a Cathal O’Kennedy.

      En

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