Maureen. Angy Skay

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Maureen - Angy Skay Saga Anam Celtic

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tu hermano mayor vive ahora con nosotros. Vaya, ahora sí que somos familia numerosa. —Sonrió. Su nerviosismo no cesaba.

      John era mi hermano por parte de padre, de una relación anterior a la de mi madre. Tenía dieciséis años, y no sabía que vivía con ellos. La última vez que lo vi fue en la boda de mi padre con Alison, como a toda la familia. Tenía recuerdos de él, como de todos, por fotografías.

      —¿Y él duerme aquí arriba también?

      —Sí. Vaya. El desván va a ser zona adolescente. —Volvió a sonreír.

      Aquella mujer estaba siendo muy amable conmigo y no sabía qué reacción debía tener yo con ella. Era una niña algo desconfiada, pero me estaba siendo algo incómodo no agradecerle aquella atención. Sonreí con timidez sin dejar de mirar toda la habitación. Me acerqué a la mesa de escritorio y vi dos folios con dibujos.

      —Jake y Molly quisieron hacerte un dibujo de bienvenida.

      —Son muy bonitos, gracias —lo agradecí con sinceridad.

      —Bien, será mejor que bajemos al pub y saludemos al resto de la familia. Tu padre está abajo también y estoy segura de que tu abuelo querrá verte.

      —¿Y la abuela? ¿Está abajo también? —me interesé.

      Tenía buen recuerdo de ella, todo el buen recuerdo que puede tener una nieta que se siente querida por su abuela que viene desde tan lejos para jugar con ella. Mi abuela Herminia se llevaba a las mil maravillas con ella y, más de una vez, las había visto conversar animadas de sus cosas. Tenía su imagen grabada a la perfección en mi memoria y solía aparecer en las fotos que mi padre me mandaba. Mi padre siempre me dijo que, aparte de tener su mismo nombre, ya de pequeña apuntaba maneras para tener su mismo carácter.

      —Claro que sí —contestó con obviedad.

      Aquello me alegró. Fue la primera buena noticia que sentí desde que llegué a Cork y tenía ganas de bajar.

      —¿Dónde está el baño? —pregunté algo cortada.

      —Es esta puerta de al lado. La de enfrente es la de John —me indicó Alison—. Bien. Entonces te esperamos abajo. Ya has visto donde está la puerta que comunica con el pub.

      —Sí, gracias. Enseguida bajo.

      Entré en aquel minúsculo baño, pero que para dos personas era suficiente. Una taza, un lavabo, un armario y un plato de ducha. ¿Qué más se podía pedir?

      Mentí al decir que necesitaba ir al baño. Era para estar sola y acabar de asimilar todo aquello. Me senté en la taza del váter y hundí mi cara entre mis rodillas. «¡Dios! Dame fuerzas para afrontar todo esto». En aquel momento noté cómo una corriente de aire me envolvía los tobillos. Miré las paredes y no había ninguna rejilla. Supuse que vendría de debajo de la puerta. Volví a suspirar apoyando mi espalda a la pared y oí como un susurro lejano. Era una voz que decía algo que no podía entender, deduje que sería la música que tendrían abajo o algún tono de un teléfono móvil.

      En el recibidor de casa había una puerta de madera vieja abatible, con cristales opacos, y que comunicaba con el pub. Al abrirse, el olor que recordaba de mi infancia se hizo presente. Aquella mezcla de cerveza, whiskey y madera vieja me hizo recular en el tiempo. La ley de la prohibición del tabaco dentro de los lugares públicos hizo que me faltara ese aroma. No recordaba muy bien la decoración ni la distribución de la casa, pero el olor de allí dentro era inconfundible.

      El pub también había cambiado. La gran barra en el medio, los bancos y los sofás de alrededor del local los veía más grande. Suponía que, al tener cinco años la última vez que estuve allí, hizo que no tuviera la distribución demasiado definida.

      Al primero que vi fue a mi padre hablando con un hombre en la esquina de la barra, junto a él estaba mi abuelo Eoin (Owen), mi tío Brannagh (Brana), y deduje que el chico que atendía una mesa era mi hermano John. No vi a mi abuela, a la que busqué entre los allí reunidos. Me sentí algo extraña al ser saludada por tanta gente desconocida para mí. Parte de la familia de mi padre de la que apenas guardaba un vago recuerdo había venido a recibirme.

      Me giré y la vi. Era mi abuela. Pelo canoso —que antaño había sido pelirrojo, como el mío— ojos verdes, nariz respingona y maquillada de la manera más coqueta posible.

      —Nana —susurré y me alegré, aunque aquella emoción impidió que me moviera.

      —Teacht anseo, leanbh (ven aquí, querida). Fáilte abhaile (bienvenida a casa) —me dijo en irlandés y me abrió los brazos.

      Me abracé a ella y sentí aquel olor a violetas que tanto me gustaba. Respondió a mi abrazo y me acarició el pelo. En aquel momento, mi cabeza se apoyó en el colgante que llevaba siempre colgado en el cuello. Noté un cosquilleo y mi cuerpo sintió un hormigueo acompañado de un calor que, a día de hoy, todavía me cuesta describir.

      —Estás preciosa —me apartó cogiéndome por los hombros y me repasó de arriba abajo.

      —¡Dios santo! —exclamó mi abuelo—. Tiene el mismo parecido a ti cuando te conocí.

      —¡No digas tonterías, Eoin! —le regañó ella—. Maureen es más hermosa, y la mezcla española e irlandesa la hace más especial. Pero el encanto celta lo sigue manteniendo en sus venas —se enorgulleció.

      No había cosa en el mundo que le enorgulleciera más a mi abuela que la cultura celta. Ella nació en el norte de Irlanda, en Blacksod, en el condado de Mayo. Cuando mi padre se casó, recuerdo haber pasado allí unos días con ella y mi abuelo. Me contaron que, en cuanto mi abuela supo que la familia de mi madre era asturiana por muchas generaciones, no cabía en sí de alegría. Aquella tarde estaba tan guapa… Estaba tal y como la recordaba. Incluso su inseparable colgante de «hada» adornaba su esbelto cuello.

      —Bienvenida —se acercó John tímido, haciéndose paso entre la gente.

      —Gracias —le agradecí.

      No sabía lo que era tener un hermano. Me había criado sola toda mi vida, con apenas la compañía de mi abuela y su hermana soltera. Y, de repente, tenía una enorme familia: padre, madrastra, hermanastros, abuelos, tíos, primos…

      —Llevan días preparando tu llegada —me confesó en un rincón.

      —A muchos no los conozco. —Observé a la multitud.

      —Yo tampoco los conocía, pero los verás muy a menudo por aquí. Este es el centro de reuniones de la familia y de la zona.

      Las pintas de cerveza comenzaron a correr y la puerta no dejaba de abrir y cerrarse. Aquel ajetreo, pronto me daría cuenta, era la cosa más normal y formaría parte de mi monotonía diaria.

      —¿Cómo es? —le pregunté a John en la escalera, en un momento en que conseguimos estar a solas.

      —¿Cómo es quién?

      —Eh… —me costaba pronunciar la palabra, pero debía acostumbrarme—, papá.

      —Es… —pensó y se sentó a mi lado— reservado,

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