Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Por último, estas leyes cambiarán tu visión de tu potencial, pues te harán consciente de la existencia de un elevado yo ideal en tu interior que querrás sacar a relucir.
Podría afirmarse que los seres humanos tenemos dos lados opuestos dentro de nosotros: uno inferior y otro superior. El inferior tiende a ser más fuerte. Sus impulsos nos orillan a reacciones emocionales y posturas defensivas, lo cual nos hace sentir mojigatos y mejores que los demás. Esto nos induce a sumarnos a placeres y distracciones inmediatos, siguiendo siempre el camino de menor resistencia, lo que a su vez nos lleva a adoptar lo que piensan los demás y perdernos en el grupo.
Sentimos los impulsos del lado superior cuando salimos de nosotros con el deseo de unirnos más a los demás, abstraernos en el trabajo, pensar en lugar de reaccionar, seguir nuestro camino en la vida y descubrir lo que nos hace únicos. El inferior es el lado animal y reactivo de nuestra naturaleza, en el que caemos con facilidad. El superior es nuestro lado verdaderamente humano, el que nos vuelve conscientes y considerados. Y como el impulso superior es más débil, ponernos en contacto con él requiere esfuerzo y discernimiento.
Sacar a relucir ese lado ideal en nosotros es lo que todos realmente queremos, porque sólo si desarrollamos esa vertiente los seres humanos nos sentimos realizados. Este libro te ayudará a lograr eso, ya que te dará a conocer los elementos potencialmente positivos y negativos que cada ley contiene.
El conocimiento de nuestra propensión a la irracionalidad te enseñará que tus emociones tiñen tu pensamiento (capítulo 1), lo que te dará capacidad para ignorarlas y ser racional de verdad. El conocimiento de que nuestra actitud en la vida genera lo que nos ocurre y de que nuestra mente tiende por naturaleza a cerrarse por temor (capítulo 8) te enseñará a forjar una actitud optimista y arrojada. El conocimiento de que sueles compararte con los demás (capítulo 10) te dará un incentivo para destacar en la sociedad con tu trabajo superior, admirar a quienes tienen grandes logros y desear emularlos. Obrarás esta magia en cada una de las cualidades primordiales; usarás tu rico conocimiento de nuestra naturaleza para resistir la influencia degradante de tu lado inferior.
Concibe este libro de esta manera: estás a punto de convertirte en un aprendiz de la naturaleza humana. Desarrollarás algunas habilidades: las de observar y medir el carácter de tus semejantes y sumergirte en tus propias honduras. Te empeñarás en sacar a relucir tu lado superior. Y con la práctica emergerás como un maestro de este arte, capaz de frustrar lo peor que te hagan los demás y de convertirte en un individuo más racional, consciente y productivo.
Un hombre será mejor solamente cuando le hagas ver cómo es en realidad.
—ANTÓN CHÉJOV
1
DOMINA TU LADO EMOCIONAL
LA LEY DE LA IRRACIONALIDAD
Te gusta imaginar que tienes el control de tu destino, que planeas conscientemente el curso de tu vida. Pero ignoras que tus emociones te dominan en alto grado. Hacen que adoptes ideas que satisfacen tu ego, que busques evidencias confirmatorias de lo que quieres creer, que veas lo que tu estado de ánimo desea ver, y esto te desconecta de la realidad y es la fuente de la malas decisiones y patrones negativos que te atormentan. La racionalidad es la aptitud para contrarrestar esos efectos emocionales, pensar en lugar de reaccionar, abrir tu mente a lo que en verdad ocurre en contraste con lo que sientes. Esto no sucede sin esfuerzo; es un poder que debemos cultivar, y al hacerlo realizamos nuestro máximo potencial.
LA ATENEA INTERIOR
Un día de fines de 432 a. C., los habitantes de Atenas recibieron una noticia perturbadora: representantes de la ciudad-Estado de Esparta se encontraban en la ciudad y habían presentado al consejo de gobierno ateniense nuevas condiciones de paz. Si Atenas no las aceptaba, Esparta le declararía la guerra. Esta última era la archienemiga de aquélla, diametralmente opuesta en muchos sentidos. Atenas dirigía una liga de Estados democráticos en la región, mientras que Esparta encabezaba una confederación de oligarquías llamada la Liga del Peloponeso. La primera dependía de su marina y su riqueza; era la potencia comercial más eminente del Mediterráneo. La segunda dependía de su ejército; era un Estado eminentemente militar. Hasta entonces, ambas potencias habían evitado una guerra directa porque las consecuencias serían devastadoras; el bando derrotado no sólo podría perder su influencia en la región, sino también su modo de vida, la democracia y la riqueza en el caso de Atenas. Ahora, sin embargo, la guerra parecía ineludible y una sensación de inminente fatalidad se asentó rápidamente en la urbe.
Días más tarde, la asamblea ateniense se reunió en la colina Pnyx que daba a la Acrópolis para debatir el ultimátum espartano y decidir qué hacer. La asamblea estaba abierta a todos los ciudadanos varones y ese día cerca de diez mil de ellos abarrotaron la colina para participar en el debate. Los más intransigentes entre ellos se hallaban en un estado de gran agitación; Atenas debía tomar la iniciativa y atacar Esparta primero, decían. Otros les recordaron que en una batalla terrestre las fuerzas espartanas eran casi invencibles. Atacar a Esparta de ese modo sería hacerle el juego. Todos los moderados estaban a favor de aceptar las condiciones de paz, aunque, como muchos señalaron, eso exhibiría temor y envalentonaría a los espartanos, les daría más tiempo para hacer crecer su ejército. El debate era cada vez más acalorado, la gente gritaba y no había una solución satisfactoria a la vista.
Hacia el fin de esa tarde, la multitud calló de pronto cuando una conocida figura pasó al frente para dirigirse a la asamblea. Era Pericles, el anciano estadista ateniense, ya mayor de sesenta años. Sumamente querido, su opinión importaba más que la de cualquiera; pero pese a lo mucho que se le respetaba, se le consideraba un líder peculiar, más filósofo que político. Para quienes tenían edad suficiente para recordar el inicio de su carrera, era sorprendente lo poderoso y exitoso que había llegado a ser. No hacía nada de la manera habitual.
En los primeros años de la democracia, antes de que Pericles apareciera en escena, los atenienses habían preferido en sus líderes cierto tipo de personalidad: hombres capaces de pronunciar discursos estimulantes y persuasivos, y con dotes para el dramatismo. En el campo de batalla, estos hombres corrían riesgos; a menudo promovían campañas militares que pudieran dirigir, lo que les daba la oportunidad de obtener gloria y atención. Alentaban su carrera representando alguna facción en la asamblea —terratenientes, soldados, aristócratas— y haciendo cuanto podían por promover sus intereses. Esto producía una política demasiado disgregadora. Los líderes subían y caían en ciclos de unos cuantos años, aunque esto era bueno para los atenienses: desconfiaban de quien duraba mucho tiempo en el poder.
Pericles entró en la vida pública en 463 a. C. y la política ateniense jamás volvió a ser la misma. Su primer acto fue de lo más inusual. Pese a que procedía de una ilustre familia aristocrática, se alió con las crecientes clases baja y media de la ciudad: agricultores, remeros de la marina, los artesanos que eran el orgullo de Atenas. Se esmeró en darles más voz en la asamblea y más poder en la democracia. Así, pasó a dirigir no una pequeña facción, sino a la mayoría de los ciudadanos. Parecía imposible controlar a una muchedumbre tan rebelde y numerosa, con sus muy variados intereses, pero él se consagró de tal forma a incrementar el poder de aquella que se ganó poco a poco su confianza y respaldo.
Cuando su influencia aumentó, empezó a imponerse