Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Las emociones se originan como una excitación física diseñada para llamar nuestra atención y que tomemos nota de algo a nuestro alrededor. Comienzan como reacciones y sensaciones químicas que deben traducirse después en palabras para intentar comprenderlas. Pero como se procesan en una parte del cerebro diferente a la del lenguaje y el pensamiento, esa traducción suele ser ambigua e inexacta. Por ejemplo, sentimos cólera contra la persona X cuando de hecho la verdadera fuente de esa sensación podría ser la envidia; bajo el nivel de la mente consciente nos sentimos inferiores a X y queremos algo que ella tiene. Sin embargo, la envidia no es un sentimiento con el que estemos a gusto siempre, así que con frecuencia la traducimos en algo más aceptable: cólera, disgusto, rencor. O supongamos que un día sentimos frustración e impaciencia; la persona Y se cruza en nuestro camino en el momento equivocado y estallamos, sin saber que esa ira es provocada por un estado de ánimo distinto y que resulta desproporcionada con las acciones de Y. O digamos que estamos muy enfadados con la persona Z pero que ese enojo se encuentra en nuestro interior, causado por alguien que nos lastimó en el pasado, quizás uno de nuestros padres. Dirigimos tal enojo contra Z porque nos recuerda a esa otra persona.
En otras palabras, no tenemos acceso consciente a los orígenes de nuestras emociones y los humores que generan. Una vez que las sentimos, todo lo que podemos hacer es tratar de interpretarlas, traducirlas en lenguaje. Pero muchas veces lo hacemos mal. Nos metemos en la cabeza interpretaciones simples que nos convienen, o nos quedamos atónitos. No sabemos por qué estamos deprimidos, por ejemplo. Este aspecto inconsciente de las emociones significa asimismo que nos resulta muy difícil aprender de ellas, detener o prevenir una conducta compulsiva. Los hijos que se sintieron abandonados por sus padres tienden a crear patrones de abandono en la edad adulta, sin ver el motivo de éstos. (Véase “Disparadores en la infancia temprana” en la página 48.)
La función comunicativa de las emociones, un factor crítico de los animales sociales, también se vuelve complicada para nosotros. Comunicamos enfado cuando lo que sentimos es otra cosa, o respecto a otra persona, pero el otro no puede ver esto y reacciona como si se le atacara personalmente, lo cual puede crear una cascada de malentendidos.
Las emociones evolucionaron por una razón diferente a la cognición. Estas dos formas de relacionarse con el mundo no están finamente enlazadas en nuestro cerebro. En los animales, sin la carga de tener que traducir las sensaciones físicas en lenguaje abstracto, las emociones operan sin contratiempos, como deberían hacerlo. Para nosotros, la división entre emoción y cognición es una fuente de constante fricción interna, ya que involucra un segundo lado emocional que opera más allá de nuestra voluntad. Los animales sienten miedo un instante y desaparece después. Nuestros temores son duraderos, los intensificamos y los prolongamos mucho más allá del momento de peligro, al punto incluso de sentir constante ansiedad.
Podría pensarse que ya dominamos ese lado emocional gracias a nuestro enorme progreso intelectual y tecnológico; después de todo, no somos tan violentos, apasionados o supersticiosos como nuestros antepasados. Pero es una ilusión. El progreso y la tecnología no nos han reprogramado; sólo han alterado la forma de nuestras emociones y la clase de irracionalidad que las acompaña. Por ejemplo, nuevas modalidades mediáticas han mejorado la proverbial capacidad de los políticos y otros sujetos de explotar nuestras emociones de manera más sutil y sofisticada. Los anunciantes nos bombardean con muy eficaces mensajes subliminales. Nuestro permanente enlace con las redes sociales nos expone a nuevas versiones de efectos virales emocionales. Esos medios no fueron diseñados para una reflexión serena. Su presencia constante reduce cada vez más nuestro espacio mental para retroceder y pensar. Como a los atenienses en la asamblea, nos asedian las emociones y un drama innecesario, porque la naturaleza humana no ha cambiado.
Es obvio que las palabras racional e irracional pueden estar muy cargadas de sentido. La gente tilda siempre de “irracionales” a quienes discrepan de ella. Necesitamos una definición sencilla que pueda aplicarse a juzgar, lo más atinadamente posible, la diferencia entre esos términos. Éste podría ser nuestro termómetro: las emociones que sentimos todo el tiempo contagian nuestro pensamiento y nos hacen adoptar ideas que nos agradan y satisfacen nuestro ego. Es imposible que nuestras inclinaciones y sensaciones no se involucren en lo que pensamos. Las personas racionales están conscientes de esto y mediante la introspección y el esfuerzo son relativamente capaces de sacar las emociones de su pensamiento y contrarrestar su efecto. Las personas irracionales no tienen conciencia de ello; se precipitan a actuar sin considerar las ramificaciones y consecuencias.
Podemos advertir esa diferencia en las decisiones y acciones de la gente y sus efectos. Con el paso del tiempo, las personas racionales demuestran ser capaces de terminar un proyecto, cumplir sus metas, trabajar eficientemente en equipo y crear algo perdurable. Las personas irracionales revelan en su vida patrones negativos: errores que no cesan de repetir, conflictos innecesarios que las siguen por doquier, sueños y proyectos que jamás se hacen realidad, enojo y deseos de cambio que nunca se traducen en acciones concretas. Son impulsivas y reactivas y no están conscientes de ello. Todos podemos tomar decisiones irracionales, algunas de ellas debido a circunstancias que escapan a nuestro control. E incluso los sujetos impulsivos pueden tener grandes ideas o triunfar de momento gracias a su osadía. Resulta importante entonces juzgar con el paso del tiempo si una persona es racional o irracional. ¿Es capaz de un éxito permanente y de hallar buenas estrategias? ¿Puede adaptarse y aprender de sus fracasos?
También podemos ver la diferencia entre una persona racional e irracional en situaciones particulares, cuando se trata de calcular efectos a largo plazo y ver lo que de verdad importa. Por ejemplo, en un proceso de divorcio con problemas de custodia de los hijos, las personas racionales consiguen dejar de lado su encono y prejuicios y deducir qué beneficiará más a sus hijos a la larga. En cambio, las personas irracionales se desgastan en una lucha de poder y permiten que rencores y deseos de venganza guíen furtivamente sus decisiones. Esto deriva en una prolongada batalla que perjudica a sus hijos.
Cuando se trata de contratar a un asistente o socio, las personas racionales usan la aptitud como termómetro: ¿este individuo podrá hacer bien el trabajo? Una persona irracional cae con facilidad bajo el hechizo de sujetos encantadores, que saben cómo alimentar la inseguridad ajena o que representan un leve desafío o amenaza, y los contratan sin saber por qué. Esto conduce a errores e ineficiencias de los que la persona irracional culpará a otros. Cuando se trata de decisiones profesionales, las personas racionales buscan puestos acordes con sus metas a largo plazo. Las irracionales deciden con base en cuánto dinero ganarán de inmediato, lo que creen merecer en la vida (muy poco a veces), cuánto podrán holgazanear en el trabajo o cuánta atención les atraerá el puesto. Esto lleva a callejones sin salida.
En todos los casos, el grado de conciencia representa la diferencia. Las personas racionales admiten con facilidad sus tendencias irracionales y la necesidad de estar alerta. Las irracionales se alteran cuando alguien objeta las raíces emocionales de sus decisiones. Son incapaces de introspección y aprendizaje. Sus errores las hacen ponerse cada vez más a la defensiva.
Es importante comprender que la racionalidad no es un medio para trascender la emoción. Pericles valoraba la acción audaz y arriesgada. Amaba el espíritu de Atenea y la inspiración que procuraba. Quería que los atenienses sintieran amor por su ciudad y empatía por sus conciudadanos. Imaginaba un estado de equilibrio: una clara comprensión de por qué sentimos lo que sentimos, conscientes de nuestros impulsos, a fin de que pudiéramos pensar sin que nuestras emociones nos guiaran en secreto. Quería que la energía de los impulsos y las emociones sirviera a nuestro lado pensante. Ésa era su visión de la racionalidad, y debería ser nuestro