Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Sesgo de superioridad
Soy diferente. Soy más racional que los demás, y más ético también
Pocos dirían esto en una conversación, dado que suena arrogante. Pero en numerosos estudios y encuestas de opinión, cuando a las personas se les pide compararse con los demás suelen expresar esta idea, aunque con algunas variantes. Es el equivalente de una ilusión óptica: no podemos ver nuestras faltas e irracionalidades, sólo las ajenas. Así, por ejemplo, creemos que los miembros de otro partido político no basaron sus opiniones en principios racionales, a diferencia de quienes están en nuestro bando. En el frente ético, pocos de nosotros admitimos que hemos recurrido a un engaño o manipulación en nuestro trabajo o que hemos sido astutos y estratégicos en el desarrollo profesional. Todo lo que tenemos, o al menos eso pensamos, es fruto de nuestro talento natural y arduo trabajo. A los demás les atribuimos en cambio toda suerte de tácticas maquiavélicas. Esto nos permite justificar lo que hacemos, sean cuales fueren los resultados.
Nos sentimos muy presionados a imaginar que somos individuos racionales, decentes y éticos. Estas cualidades son altamente estimadas en la cultura moderna. Dar muestras de lo contrario nos expone a la reprobación. Pero si todo eso fuera cierto —si la gente fuese racional y moralmente superior—, el mundo estaría impregnado de bondad y paz. El hecho es que sabemos la verdad, así que sencillamente algunas personas, quizá todas, se engañan a sí mismas. La racionalidad y las cualidades éticas sólo se alcanzan por medio de la conciencia y el esfuerzo. No son naturales, pasan por un proceso de maduración.
Paso dos: ten cuidado con los factores explosivos
Las emociones de grado inferior afectan continuamente nuestro pensamiento y se originan en nuestros impulsos, como el deseo de tener pensamientos agradables y reconfortantes. La emoción de grado superior, en cambio, llega en cierto momento, adquiere un tono explosivo y se origina por lo general en algo externo: una persona que nos exaspera o circunstancias particulares. En este caso, el nivel de excitación es más alto y atrapa por completo nuestra atención. Cuanto más pensamos en la emoción, más fuerte se vuelve, lo que nos lleva a concentrarnos más en ella, y así sucesivamente. Nuestra mente se embebe en la emoción y todo nos recuerda nuestra cólera o entusiasmo. Nos volvemos reactivos. Como somos incapaces de soportar la tensión que esto provoca, la emoción de grado superior suele culminar en un acto precipitado de consecuencias desastrosas. En medio de un arranque así, nos sentimos poseídos, como si un segundo ser límbico se apoderara de nosotros.
Más vale que tomes conciencia de estos factores, para que evites que tu mente se abstraiga y prevengas una acción liberadora que acabarás por lamentar. Percibe también la irracionalidad de grado superior en los demás, a fin de hacerte a un lado o ayudarles a regresar a la realidad.
Disparadores en la infancia temprana
En nuestra infancia temprana éramos muy sensibles y vulnerables. La relación con nuestros padres tiene más impacto en nosotros entre más retrocedemos en el tiempo. Lo mismo podría decirse de cualquier otra experiencia temprana intensa. Estas vulnerabilidades y heridas permanecen ocultas en lo profundo de nuestra mente. En ocasiones intentamos reprimir el recuerdo de esas influencias, si fueron negativas, grandes temores o humillaciones. Otras se asocian con emociones positivas, experiencias de amor y atención que deseamos revivir. En un momento posterior de nuestra vida, una persona o suceso desencadena un recuerdo de esa experiencia positiva o negativa, y con él la liberación de las potentes sustancias químicas u hormonas consecuentes.
Piensa, por ejemplo, en un joven cuya madre fue distante y narcisista. Él experimentó de niño esa frialdad como abandono, lo que debe significar que no era digno de su amor. O bien, un nuevo hermano en la escena causó que su madre le concediera menos atención, lo que él experimentó igualmente como abandono. Más tarde, en el marco de una relación, una mujer podría insinuar el repudio de algún rasgo o acto de este joven, como parte de una relación sana. Pero esto activará en él un disparador: imagina que, como ella ha advertido sus defectos, lo abandonará. Experimenta una avalancha de emociones, una sensación de inminente traición. No ve la fuente de esto, está más allá de su control. Adopta una reacción exagerada, acusa, se aparta, todo lo cual desemboca justo en lo que temía: el abandono. Reaccionó a un reflejo en su mente, no a la realidad. Éste es el colmo de la irracionalidad.
Para reconocer esto en ti y en los demás, presta atención a una conducta de intensidad repentinamente infantil y aparentemente impropia de la persona. Esa conducta podría centrarse en una emoción clave. Podría ser temor: a perder el control, al fracaso. En estas condiciones reaccionamos apartándonos de la situación y de los demás, como un niño cuando se hace un ovillo. Una enfermedad súbita, provocada por ese temor intenso, nos obligará convenientemente a dejar la escena. O bien, tal emoción podría ser amor: la impaciencia de recrear en el presente una estrecha relación con un padre o hermano, detonada por alguien que nos recuerda vagamente ese paraíso perdido. O podría ser desconfianza extrema, originada en una figura de autoridad que nos defraudó o traicionó en nuestra infancia temprana, generalmente el padre. Esto desencadena con frecuencia una actitud rebelde.
El gran peligro aquí es que la mala interpretación del presente y la reacción a algo en el pasado generan conflicto, desilusión y desconfianza, lo que no hace sino abrir más la herida. En cierto sentido, estamos programados para repetir en el presente la experiencia remota. Nuestra única defensa es la conciencia de que esto ocurre. Reconoceremos un disparador si experimentamos emociones atípicamente primarias, más incontrolables de lo normal. Ellas provocan lágrimas, una honda depresión o demasiada esperanza. Las personas bajo el influjo de esas emociones suelen tener un tono de voz y un lenguaje corporal distintos, como si revivieran físicamente un momento de las primeras etapas de su vida.
En medio de un arrebato de esta índole, debemos distanciarnos y contemplar su fuente posible —una herida en la infancia temprana—, así como los patrones en que nos ha encerrado. Esta comprensión de nosotros y nuestras vulnerabilidades es un paso clave hacia la racionalidad.
Victorias o derrotas repentinas
Los éxitos o triunfos súbitos pueden ser muy peligrosos. Neurológicamente, las sustancias químicas que entonces se liberan en el cerebro nos propinan una fuerte sacudida de energía y excitación, lo que nos induce a repetir esa experiencia. Éste puede ser el inicio de una adicción o comportamiento obsesivo de cualquier clase. Asimismo, cuando conseguimos una victoria rápida, tendemos a ignorar que, para que sea duradero, el éxito debe ser producto del trabajo empeñoso; no tomamos en cuenta el papel que la suerte desempeña en esas repentinas victorias. Intentamos recuperar una y otra vez la viva emoción que nos produjo haber ganado tanto dinero o recibido tal atención. Nos volvemos presuntuosos. No hacemos caso a quien trata de prevenirnos: “No entiende”, nos decimos. Pero como ese estado es insostenible, experimentamos una caída inevitable y demasiado dolorosa, lo que nos conduce a la parte de decepción del ciclo. Pese a que esto es propio de los apostadores, se aplica por igual a personas de negocios durante burbujas económicas y a quienes reciben una inesperada atención del público.
Derrotas imprevistas o una cadena de ellas crean por igual reacciones irracionales. Imaginamos que estamos condenados a la mala suerte y que esto continuará de forma indefinida. Nos volvemos medrosos y vacilantes, lo que suele llevar a más errores o fracasos. En los deportes, esto puede causar lo que se conoce como asfixia, cuando fallas y derrotas previas pesan en la mente y la paralizan.