Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene страница 13

Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene Biblioteca Robert Greene

Скачать книгу

Él imaginó que la diosa Atenea encarnaba todas las facultades prácticas de la racionalidad. Adoraba y amaba a esa diosa sobre todos los demás. Aunque nosotros ya no la veneremos como deidad, apreciaremos más a quienes promueven la racionalidad en el mundo e interiorizaremos lo más posible su poder.

      “¡Confía en tus sentimientos!” Pero éstos no son algo último ni original; detrás de ellos hay juicios y evaluaciones que heredamos bajo la forma de […] inclinaciones o aversiones. […] La inspiración que nace de un sentimiento es nieta de un juicio —¡a menudo un juicio falso!—, ¡y en todo caso, no de uno propio! Confiar en los sentimientos propios significa prestar más obediencia a nuestro abuelo y nuestra abuela, y a los abuelos de éstos, que a los dioses que residen en nosotros: nuestra razón y experiencia.

      —FRIEDRICH NIETZSCHE

      2

      TRANSFORMA EL AMOR PROPIO EN EMPATÍA

      LA LEY DEL NARCISISMO

      Todos poseemos por naturaleza la herramienta más notable para relacionarnos con los demás y obtener poder social: la empatía. Cuando ésta se cultiva y se utiliza de la forma apropiada, nos permite entrar en el humor y la mente de otros, con lo que nos brinda el poder de anticipar sus acciones y reducir con cortesía su resistencia. Este instrumento, sin embargo, es mitigado por nuestro ensimismamiento habitual. Todos somos narcisistas, algunos más sumergidos en el espectro que otros. Nuestra misión en la vida es aceptar ese amor propio y aprender a dirigir nuestra sensibilidad al exterior, hacia los demás, no hacia dentro. Al mismo tiempo, debemos reconocer a los narcisistas tóxicos entre nosotros, a fin de no vernos enredados en sus dramas y contaminados por su envidia.

      EL ESPECTRO NARCISISTA

      Desde que nacemos, los seres humanos sentimos una inagotable necesidad de atención. Somos animales sociales hasta la médula. Nuestra supervivencia y felicidad dependen de los lazos que establecemos con los demás. Si no nos prestan atención, no podemos relacionarnos con ellos en ningún nivel. Una parte de esto es puramente física, debemos conseguir que la gente repare en nosotros para sentirnos vivos. Como pueden testimoniar quienes han pasado por largos periodos de aislamiento, sin contacto visual acabamos por dudar de nuestra existencia y caemos en una profunda depresión. Pero esa necesidad es también netamente psicológica: la calidad de la atención que recibimos de los demás hace que nos sintamos reconocidos y apreciados por lo que somos. Nuestra dignidad depende de ello. Como esto es tan importante para el animal humano, la gente hace casi cualquier cosa para recibir atención, incluso cometer un delito o intentar suicidarse. Escudriña casi cualquier acto y verás esta necesidad como una de sus motivaciones primarias.

      Por tratar de satisfacer nuestra ansia de atención, sin embargo, enfrentamos un problema ineludible: la atención existe en cantidades limitadas. En la familia, tenemos que competir por ella con nuestros hermanos; en la escuela, con nuestros compañeros; en el trabajo, con los colegas. Los momentos en los que nos sentimos reconocidos y apreciados son fugaces. La gente puede ser en gran medida indiferente a nuestro destino, ya que debe lidiar con sus propios problemas. Incluso hay quienes son sumamente hostiles e irrespetuosos con nosotros. ¿Cómo manejamos las situaciones en que nos sentimos psicológicamente solos, o incluso abandonados? Redoblamos nuestros esfuerzos por atraer atención, aunque esto puede agotar nuestra energía y suele tener el efecto contrario: quienes se esmeran demasiado dan la impresión de estar desesperados y ahuyentan la atención que desean. No podemos depender de la constante validación de los demás, pese a que la anhelamos.

      Frente a este dilema, la mayoría de nosotros ideamos desde la infancia temprana una solución que funciona muy bien: creamos un yo, una imagen de nosotros mismos que nos reconforta y nos hace sentir validados desde dentro. Este yo se compone de nuestros gustos y opiniones, de cómo vemos el mundo y qué valoramos. Cuando formamos este concepto de nosotros, acentuamos las cualidades y justificamos nuestros defectos. Así no podemos llegar muy lejos, porque si el concepto de nosotros mismos se divorcia demasiado de la realidad, los demás nos harán tomar conciencia de esa discrepancia y dudaremos de nosotros. Pero si lo hacemos en la forma apropiada, al final tendremos un yo que podremos amar y valorar. Nuestra energía se vuelca al interior. Somos el centro de atención. Cuando experimentamos esos inevitables momentos en los que estamos solos o no nos sentimos apreciados, nos replegamos en ese yo y nos serenamos. Si tenemos momentos de duda y depresión, nuestro amor propio nos levanta y hace que nos sintamos valiosos, e incluso superiores a los demás. Este concepto de nosotros mismos opera como un termostato y nos ayuda a regular nuestras dudas e inseguridades. Ya no dependemos por completo de la atención y reconocimiento de los demás. Poseemos autoestima.

      Esta idea podría parecer extraña. Por lo general, damos por sentado ese concepto de nosotros mismos, como el aire que respiramos. Opera en gran medida de modo inconsciente. No sentimos ni vemos el termostato cuando funciona. La mejor manera de visualizar esta dinámica es examinar a quienes carecen de una noción coherente de sí mismos, individuos a los que llamaremos narcisistas profundos.

      En la elaboración de un yo al que podamos atenernos y amar, el momento clave de su desarrollo ocurre entre los dos y los cinco años de edad. Conforme nos separamos de nuestra madre, enfrentamos un mundo en el que no podemos obtener una gratificación instantánea. También tomamos conciencia de que estamos solos, aun cuando nuestra supervivencia depende de nuestros padres. Nuestra reacción es identificarnos con sus cualidades —su fortaleza, su habilidad para calmarnos— e incorporarlas en nosotros. Si ellos alientan nuestros primeros esfuerzos de independencia, si validan la necesidad de que nos sintamos fuertes y reconocen nuestras cualidades únicas, el concepto de nosotros mismos echa raíces y podemos reforzarlo poco a poco. Los narcisistas profundos sufren una marcada fractura en este desarrollo temprano, así que nunca erigen una sensación congruente y realista de su yo.

      Su madre o su padre podría ser un narcisista profundo, demasiado ensimismado para reconocer al hijo y animar sus primeros intentos de independencia. O bien, los padres podrían ser entrometidos, involucrarse demasiado en la vida del hijo, abrumarlo con atenciones, aislarlo de los demás y validar con sus progresos su propia dignidad. No le conceden espacio para que establezca su yo. En los antecedentes de casi todos los narcisistas profundos hallamos abandono o intromisión. El resultado es que no tienen un yo en el cual replegarse, ningún fundamento de su autoestima, y dependen por entero de la atención que reciben de los demás para sentirse vivos y valiosos.

      Si estos narcisistas son extrovertidos en su niñez, pueden funcionar razonablemente bien, e incluso prosperar. Se vuelven expertos en llamar y monopolizar la atención. Pueden parecer vivaces e interesantes. En un niño, estas cualidades son una señal de futuro éxito social. Pero bajo la superficie, se vuelven peligrosamente adictos a los episodios de atención que ellos mismos provocan para sentirse sanos y valiosos. Si son introvertidos, se refugian en una vida imaginaria en la que su yo es muy superior a los demás. Dado que no obtienen de los demás una validación de este concepto de sí porque es muy poco realista, tienen momentos en los que dudan o hacen escarnio de ellos mismos. Son un dios o un gusano. A falta de un núcleo coherente, imaginan que son otro individuo, así que sus fantasías los hacen oscilar en tanto prueban nuevas personalidades.

      La pesadilla para los narcisistas profundos suele llegar entre los veinte y los treinta años. No han desarrollado ese termostato interno, una noción cohesionada de sí que puedan amar y atesorar. Los extrovertidos deben atraer constante atención para sentirse vivos y apreciados. Se vuelven teatrales, exhibicionistas y presuntuosos. Esto puede resultar tedioso y hasta patético. Tienen que cambiar de amigos y escenarios para disponer de un público nuevo. Los introvertidos se sumergen aún más en un yo imaginario. Como son socialmente torpes e irradian superioridad, alejan a los demás, lo que aumenta su peligroso aislamiento. En ambos casos, las drogas, el alcohol o cualquier otra forma de adicción podrían ser un apoyo necesario para mitigar los inevitables momentos de duda y depresión.

      Reconocerás

Скачать книгу