Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene

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Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene Biblioteca Robert Greene

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No obstante, al paso de los años y cuando su poder aumentó, dejó ver otro lado de su carácter. Su aparente amabilidad no era tan sencilla como parecía. Quizá la primera señal significativa de esto en su círculo íntimo fue el destino de Serguéi Kírov, poderoso miembro del Politburó, gran amigo y confidente de Stalin desde el suicidio de la esposa de éste, en 1932.

      Kírov era un entusiasta, un hombre sencillo que hacía amigos con facilidad y era capaz de reconfortar a Stalin, pero que empezó a volverse demasiado popular. En 1934, varios líderes regionales se acercaron a él para hacerle un ofrecimiento: ya no soportaban el trato brutal que confería Stalin a los campesinos; instigarían un golpe de Estado y deseaban que Kírov fuera el nuevo primer ministro. Éste no quebrantó su lealtad: le reveló el complot a Stalin, quien se lo agradeció mucho, pero desde entonces cambió de actitud hacia él, a una frialdad nunca antes vista.

      Kírov comprendió el predicamento en el que se hallaba: le había hecho saber a Stalin que no era tan popular como creía y que otro era más apreciado que él. Sintió el peligro en que se encontraba e hizo cuanto pudo para aplacar la inseguridad de Stalin. En apariciones públicas mencionaba su nombre más que nunca, sus elogios se volvieron más excesivos. Esto sólo acrecentó la desconfianza de Stalin, como si Kírov se empeñara demasiado en encubrir la verdad. Kírov recordó que en el pasado había hecho muchas bromas procaces a expensas de Stalin; en su momento, había sido una expresión de su proximidad, pero ahora Stalin veía esas bromas bajo una luz distinta. Kírov se sintió atrapado e indefenso.

      En diciembre de 1934, un pistolero solitario lo asesinó fuera de su oficina. Pese a que nadie pudo implicar directamente a Stalin, era casi indudable que esa muerte había tenido su aprobación tácita. En los años siguientes, todos los amigos de Stalin fueron arrestados, lo que condujo a la gran purga dentro del partido gobernante de fines de la década de 1930, en la que cientos de miles perdieron la vida. A casi todos sus principales lugartenientes se les arrancaron confesiones bajo tortura; Stalin escuchaba con atención los relatos de los torturadores sobre la desesperación que habían mostrado sus otrora valientes amigos. Él se reía cuando se enteraba de que algunos de ellos habían caído de rodillas y suplicado entre lágrimas que se les concediera una audiencia con el líder para pedir perdón por sus pecados y salvar su vida. Esta humillación parecía deleitarle.

      ¿Qué le había pasado? ¿Qué había hecho cambiar a ese hombre antes tan sociable? A sus amigos más próximos podía mostrarles todavía un afecto sincero, pero en un instante se volvía contra ellos y precipitaba su muerte. Otros rasgos extraños saltaban a la vista ahora. Stalin era por fuera sumamente modesto, la encarnación del proletariado. Si alguien sugería que se le rindiera tributo público, reaccionaba molesto; proclamaba que un individuo no debía ser objeto de tanta atención. Aun así, su nombre e imagen aparecían por todos lados. El periódico Pravda publicaba información de todo lo que hacía, lo que rayaba casi en el endiosamiento. En un desfile militar, un grupo de aviones voló en formación para componer el apellido del líder. Él negaba tener cualquier participación en ese creciente culto a su personalidad, pero no hacía nada para detenerlo.

      Ahora era común que hablara de sí mismo en tercera persona, como si se hubiera convertido en una fuerza revolucionaria impersonal, y por tanto infalible. Si en un discurso pronunciaba mal una palabra, todos los demás oradores debían pronunciarla así. “Si yo la hubiera dicho bien”, confesó uno de sus principales lugartenientes, “él habría pensado que lo corregía.” Y esto podía ser un acto suicida.

      Cuando fue un hecho que Hitler se preparaba para invadir la Unión Soviética, Stalin procedió a supervisar cada detalle del esfuerzo bélico. Reprendía una y otra vez a sus colaboradores por relajar sus afanes: “Soy el único que hace frente a todos estos problemas. […] ¡Me han dejado completamente solo!”, se quejó en una ocasión. Pronto, muchos de sus generales se sintieron en un dilema: si decían lo que pensaban, él podía ofenderse, pero si cedían a su opinión se encolerizaba. “¿Qué sentido tiene hablar con ustedes?”, reprochó una vez a un grupo de generales. “A todo lo que digo, contestan: ‘Sí, camarada Stalin; desde luego, camarada Stalin…es una sabia decisión, camarada Stalin’.” Enfurecido por sentirse solo en el esfuerzo bélico, despidió a sus generales más competentes y experimentados. Él mismo vigilaba cada detalle de la guerra, hasta la forma y el tamaño de las bayonetas.

      En poco tiempo se convirtió en cuestión de vida o muerte para sus lugartenientes descifrar con tino sus estados de ánimo y caprichos. Era decisivo no provocar su ansiedad, que lo volvía peligrosamente impredecible. Había que mirarlo a los ojos para que no diera la impresión de que se le ocultaba algo, pero si se le miraba demasiado tiempo se sentía nervioso y cohibido, una combinación muy arriesgada. Había que tomar notas cuando hablaba pero no escribir todo lo que decía, para no despertar sospechas. Algunos que eran francos con él corrían con suerte, mientras que otros iban a dar a la cárcel. Quizá la solución era saber cuándo introducir una pizca de franqueza sin dejar de ceder en casi todo momento. Deducir lo que pensaba se convirtió en una ciencia esotérica que sus allegados discutían entre sí.

      El peor de los destinos era ser invitado a cenar a su casa y a ver una película a altas horas de la noche. Resultaba imposible negarse a esa invitación, cada vez más frecuente después de la guerra. Por fuera, todo era igual que antes: una íntima y cordial fraternidad de revolucionarios. Pero por dentro era el terror. Ahí, en borracheras que duraban toda la noche (y en las que él consumía bebidas debidamente diluidas), no les quitaba los ojos de encima a sus principales lugartenientes. Los obligaba a beber de más para que perdieran el control. Se deleitaba en el aprieto en que los ponía para no decir o hacer nada que los incriminara.

      Lo más grave ocurría al final de la velada, cuando sacaba el gramófono, ponía música y les ordenaba a sus colaboradores que bailaran. Obligaba a Nikita Kruschev, su futuro sucesor como primer ministro, a que hiciera el gopak, una danza extenuante en la que se realiza un gran número de cuclillas y patadas, y que a menudo le provocaba vómito a Kruschev. A otros los hacía bailar juntos en medio de ruidosas carcajadas, a la vista de hombres adultos a los que forzaba a danzar como una pareja. Ésta era la forma última de control: el titiritero que coreografiaba cada uno de sus movimientos.

      Interpretación

      El gran enigma que plantea el tipo representado por José Stalin es cómo personas tan narcisistas pueden resultar simpáticas y ser influyentes. ¿Cómo pueden relacionarse con los demás cuando es evidente que son tan egocéntricas? ¿Cómo es posible que cautiven? La respuesta estriba en la primera parte de su carrera, antes de que se vuelvan crueles y paranoicas.

      Estos sujetos tienen más ambición y energía que el narcisista profundo promedio, y también más inseguridades. La única forma en que pueden moderarlas y satisfacer su ambición es obtener una ración inusitada de atención y validación, lo que sólo puede ocurrir si consiguen poder social en la política o los negocios, algo que suelen garantizarse en una etapa temprana de su vida. Como la mayoría de los narcisistas profundos, son hipersensibles a todo aquello que perciben como una muestra de desdén. Poseen finas antenas sintonizadas con los demás para sondear sus sentimientos y pensamientos; para detectar indicios de falta de respeto. En un momento dado, sin embargo, descubren que esa sensibilidad les permite sondear los deseos e inseguridades de quienes los rodean. Tan sensibles como son, escuchan atentamente, pueden falsear la empatía, aunque lo que los impulsa no es la necesidad de relacionarse, sino de controlar a la gente y manipularla. Escuchan y sondean a fin de descubrir debilidades por explotar.

      Su atención no es del todo falsa, pues de ser así no tendría efecto alguno. Sienten camaradería cuando rodean con su brazo el hombro de alguien, pero más tarde impiden que ese sentimiento florezca y se convierta en algo real o más profundo. Si no lo hicieran así, se arriesgarían a perder el control de sus emociones y se expondrían a ser lastimados. Luego de atraer con muestras de atención y afecto, atormentan con la inevitable frialdad subsecuente. ¿Hiciste o

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