Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Con el paso del tiempo, Shackleton afinó su percepción de los variables estados de ánimo de la tripulación. Alrededor de la fogata, se acercaba a conversar con cada miembro del equipo. Con los científicos hablaba de ciencia; con los dados a las artes hablaba de sus poetas y compositores favoritos. Adoptaba su espíritu particular y prestaba atención a los problemas que experimentaban. El cocinero se mostraba muy ofendido porque tendría que sacrificar a su gato, dado que ya no había con qué alimentarlo. Shackleton se ofreció a hacerlo en su lugar. El médico a bordo estaba agobiado por el trabajo pesado; en la noche cenaba despacio y suspiraba fatigosamente. Cuando Shackleton hablaba con él, sentía que cada día se deprimía más. Sin hacerle sentir que estaba rehuyendo las labores, Shackleton modificó la lista para asignarle tareas más ligeras pero igualmente relevantes.
Pronto advirtió algunos eslabones débiles en el grupo. El primero de ellos era Frank Hurley, el fotógrafo del barco. Era bueno en su trabajo y nunca se quejaba de tener que ejecutar otras tareas, pero era tan presuntuoso que necesitaba sentirse importante. Así, durante uno de los primeros días en el hielo Shackleton se esmeró en pedirle su opinión sobre todos los asuntos significativos, como las reservas de alimentos, y en elogiar sus ideas. Además, le pidió que se alojara con él en su tienda, lo que hizo que se sintiese más importante que los demás y le facilitó a Shackleton no perderlo de vista. El piloto, Huberht Hudson, reveló ser muy egoísta y un pésimo escucha que más bien requería permanente atención. Shackleton hablaba con él más que con los otros y también lo ubicó en su tienda. A los demás sospechosos de latente descontento los dispersó en varias tiendas, para diluir su posible influencia.
Conforme transcurría el invierno, redobló su atención. En ciertos momentos sentía la aburrición de sus compañeros por la forma en que se conducían y en el hecho de que cada vez hablaban menos entre sí. Para combatir esto, organizaba eventos deportivos en el hielo durante los días sin sol y diversiones en la noche: música, bromas, narración de historias. Se celebraban rigurosamente todas las festividades. Los interminables días a la deriva eran ocupados con momentos estelares y Shackleton distinguió pronto algo notable: su equipo estaba decididamente alegre e incluso parecía disfrutar de los desafíos de la vida en un témpano de hielo sin rumbo fijo.
Cuando el témpano en el que estaban se volvió peligrosamente pequeño, dispuso a sus compañeros en los tres pequeños botes salvavidas que habían rescatado del Endurance. Debían dirigirse a tierra. Mantuvo juntos los botes y, tras afrontar las feroces aguas, lograron desembarcar en la vecina isla Elefante, en una angosta playa. Mientras inspeccionaba ese día la isla, resultó claro que las condiciones eran hasta cierto punto peores que en el témpano. El tiempo estaba en su contra. Shackleton ordenó al instante que se preparara un bote para intentar llegar, por riesgoso que fuera, al más accesible y deshabitado tramo de tierra en el área: la isla Georgia del Sur, a mil trescientos kilómetros al noreste. Las posibilidades de llegar allá eran remotas, pero ellos no sobrevivirían mucho tiempo en la isla Elefante, expuestos al mar y con muy pocos animales que sacrificar.
Shackleton debió elegir con cuidado para este trayecto a los otros cinco tripulantes, aparte de él. La selección de Harry McNeish fue muy extraña. Era el carpintero del barco y el miembro de mayor edad de la tripulación, con cincuenta y siete años. Podía ser gruñón y se tomaba a mal el trabajo intenso. Aunque éste sería un viaje muy pesado en su pequeño bote, Shackleton temió dejarlo atrás; lo puso a cargo de acondicionar el bote para el recorrido. Con esta tarea se sentiría personalmente responsable de la seguridad del navío y en la travesía su mente estaría ocupada en las condiciones de navegación.
Durante el viaje, Shackleton notó que el espíritu de McNeish flaqueaba, y de repente, el hombre dejó de remar. Fue un momento peligroso: si le gritaba a McNeish o le ordenaba que siguiera remando, quizás éste se mostraría más rebelde aún, lo cual era poco recomendable con tan pocos hombres juntos por tantas semanas y con tan poca comida en su haber. Shackleton improvisó, detuvo el bote y ordenó que pusieran a hervir leche para todos. Aseguró que todos estaban cansados, incluso él, y que debían reanimarse. McNeish se libró de la vergüenza de que se le señalara y Shackleton repitió este truco tanto como fue necesario por el resto del trayecto.
A unos kilómetros de su destino, una súbita tormenta los obligó a retroceder. Mientras buscaban desesperadamente una nueva vía de aproximación a la isla, un pajarillo revoloteó encima de ellos con intención de aterrizar en el bote. Aunque se empeñó en mantener su acostumbrada serenidad, Shackleton la perdió de pronto: se puso en pie y se balanceó con violencia para tratar de ahuyentar al ave en medio de maldiciones. Casi de inmediato se avergonzó y se sentó de nuevo. Durante quince meses había tenido bajo control sus frustraciones, por el bien de su equipo y para mantener la moral. Había establecido el tono. No era momento ahora de tirar eso por la borda. Minutos después bromeó a sus expensas y se juró no repetir jamás esa conducta, por presionado que estuviera.
Luego de un viaje en pésimas condiciones marítimas, el minúsculo bote logró hacer tierra en la isla Georgia del Sur y varios meses después, con la ayuda de los balleneros que trabajaban ahí, todos los compañeros restantes en la isla Elefante fueron rescatados. Si se considera que todo estaba en su contra: el clima, el imposible terreno, los botes diminutos y sus magros recursos, éste es sin duda uno de los casos de supervivencia más notables de la historia. Poco a poco corrió la voz acerca del papel que el liderazgo de Shackleton había desempeñado. Como lo resumiría más tarde el explorador sir Edmund Hillary: “Para liderazgo científico, denme a Scott; para un viaje rápido y eficiente, a Amundsen; pero cuando se está en una situación sin remedio ni salida aparentes, no queda más que ponerse de rodillas y pedir la presencia de Shackleton”.
Interpretación
Cuando Shackleton comprendió que era responsable de la vida de tantos hombres en circunstancias desesperadas, advirtió dónde estaría la diferencia entre la vida y la muerte: la actitud de su equipo. Esto no es algo visible. Rara vez se estudia o analiza en los libros. No hay manuales de capacitación sobre el tema. Pero era el factor más importante de todos. Un ligero desliz en el espíritu colectivo, algunas grietas en su unidad y sería demasiado difícil tomar las decisiones correctas bajo tal presión. Un intento de abandonar el témpano nacido de la impaciencia o presión de unos cuantos habría conducido a la muerte. En esencia, Shackleton se hallaba en la condición más elemental y primaria del animal humano: un grupo en peligro, cuyos integrantes dependían unos de otros para su supervivencia. Fue justo en circunstancias como ésas que nuestros más distantes antepasados desarrollaron habilidades sociales superiores, la misteriosa capacidad humana para interpretar el estado de ánimo y la mente de los demás y cooperar. Y en los meses sin sol en aquel témpano, Shackleton redescubrió las antiguas habilidades empáticas que yacen latentes en todos nosotros, porque se vio forzado a hacerlo.
La forma en que emprendió esta tarea debería ser un modelo para todos. Primero, entendió que su actitud ejercería el rol principal. El líder contagia al grupo con su mentalidad. Gran parte de esto ocurre en el nivel no verbal, cuando la gente capta el lenguaje corporal y el tono de voz del líder. Shackleton se imbuyó de un aire de completa seguridad y optimismo, y observó cómo esto contagiaba el espíritu de sus compañeros.
Segundo, tuvo que dividir su atención en partes casi iguales entre los individuos y el grupo. De éste, monitoreaba los niveles de charla en las comidas, la cantidad de maldiciones que oía durante las labores, qué tan rápido se elevaba el ánimo cuando comenzaba una diversión. De los individuos interpretaba sus estados emocionales