Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Tercero, cuando detectaba negatividad o un descenso en el ánimo, tenía que ser amable. Si reprendía a sus compañeros, haría que se sintieran avergonzados y señalados, con los consecuentes efectos contagiosos. Era mejor conversar con ellos, entrar en su espíritu y buscar formas indirectas de elevar su ánimo o de aislarlos sin que se dieran cuenta de que lo hacía. A medida que practicaba esto, notó que mejoraba. Ya le bastaba con lanzar una veloz mirada cada mañana para anticipar cómo actuarían sus compañeros durante el día. Algunos miembros de su tripulación creían que era un psíquico.
Comprende: es la necesidad lo que hace que desarrollemos esas facultades empáticas. Si sentimos que nuestra supervivencia depende de lo bien que calculemos el estado de ánimo y mental de otros, hallaremos la concentración indispensable para hacerlo y utilizaremos sus poderes. Normalmente no sentimos tal necesidad. Creemos conocer muy bien a quienes tratamos. La vida puede ser ardua y tenemos muchas otras tareas que atender. Somos perezosos y preferimos depender de juicios simplificados. De hecho, sin embargo, sí se trata de una cuestión de vida o muerte y nuestro éxito depende del desarrollo de esas habilidades. No lo sabemos porque no vemos la relación entre nuestros problemas y la mala interpretación que hacemos de los ánimos e intenciones de la gente, ni percibimos que esto provoca que se acumulen muchas oportunidades perdidas.
El primer paso es entonces el más importante: darte cuenta de que posees un magnífica herramienta social que no cultivas. La mejor manera de notarlo es hacer la prueba. Abandona tu constante monólogo interior y presta más atención a las personas. Sintoniza con los variables estados de ánimo de los individuos y el grupo. Obtén una lectura de la particular psicología de cada persona y lo que la motiva. Intenta adoptar su punto de vista, entrar en su mundo y sistema de valores. Tomarás súbita conciencia de todo un mundo de conducta no verbal cuya existencia desconocías, como si tus ojos pudieran ver de pronto la luz ultravioleta. Una vez que percibas ese poder, sentirás su importancia y distinguirás nuevas posibilidades sociales.
No pregunto al herido lo que siente… Me convierto en el herido.
—WALT WHITMAN
3
VE MÁS ALLÁ DE LA MÁSCARA DE LA GENTE
LA LEY DEL JUEGO DE ROLES
La gente se pone la máscara que la haga verse mejor: de diligencia, seguridad, humildad. Dice las cosas correctas, sonríe y se muestra interesada en nuestras ideas. Aprende a ocultar su envidia e inseguridades. Si confundimos esta apariencia con la realidad, jamás conoceremos sus sentimientos verdaderos y en ocasiones su repentina resistencia, hostilidad y manipulaciones nos tomarán desprevenidos. Por fortuna, esas máscaras tienen grietas. Las personas dejan ver sin cesar sus verdaderos sentimientos y deseos inconscientes en señales no verbales, que no pueden controlar por completo: expresiones faciales, inflexiones de voz, tensión corporal y gestos nerviosos. Tú debes dominar este lenguaje y transformarte en un intérprete superior de hombres y mujeres. Armado de este conocimiento, tomarás las medidas defensivas apropiadas. Por otro lado, como la gente te juzga por tu apariencia, aprende a presentar tu mejor fachada y a desempeñar tu papel con gran efecto.
EL SEGUNDO LENGUAJE
Al despertar una mañana de agosto de 1919, Milton Erickson, el futuro pionero de la hipnoterapia y uno de los psicólogos más influyentes del siglo XX, quien tenía entonces diecisiete años de edad, descubrió que algunas partes de su cuerpo estaban paralizadas. En los días siguientes, la parálisis se extendió. Pronto se le diagnosticó polio, casi una epidemia en esa época. Acostado en su cama, oyó que su madre hablaba de su caso en otra habitación con dos especialistas que la familia había llamado. Bajo el supuesto de que Erickson dormía, uno de los médicos le dijo: “Su hijo no llegará a mañana”. La madre entró en la habitación e intentó disfrazar su dolor, sin saber que él había escuchado la conversación. Erickson le estuvo pidiendo que moviera el armario junto a su cama a un lado, luego al otro. Ella pensó que deliraba, pero él tenía sus razones: quería librarla de su angustia y que el espejo del armario quedara justo donde debía. Si él empezaba a perder la conciencia, podría concentrarse en el atardecer que se reflejaba en el espejo y conservar esta imagen lo más posible. El sol retornaba siempre; quizás él también lo haría y desmentiría a los médicos. Horas después cayó en coma.
Recuperó el conocimiento tres días más tarde. Aunque había burlado a la muerte, la parálisis cubría ya todo su cuerpo. Incluso sus labios permanecían inertes. No podía moverse ni gesticular, ni comunicarse con los demás por ningún otro medio. Las únicas partes de su cuerpo que podía mover eran los ojos, lo que le permitía examinar el reducido espacio de su recámara. Confinado en la granja de Wisconsin donde creció, su compañía se reducía a sus siete hermanas, su único hermano, sus padres y una enfermera privada. Para alguien con una mente tan activa, el tedio era insoportable. Un día escuchó a dos de sus hermanas conversar entre ellas y tomó conciencia de algo que no había notado antes. Mientras hablaban, sus rostros hacían toda suerte de movimientos y el tono de su voz parecía tener vida propia. Una le dijo a la otra: “Sí, ésa es una buena idea”, pero lo dijo con un tono uniforme y una sonrisita que al parecer significaban: “No creo que sea en absoluto una buena idea”. Un sí podía querer decir no.
Prestó atención entonces a ese juego estimulante. En el curso del día siguiente contó dieciséis formas distintas de no, que indicaban varios grados de severidad y se acompañaban en todos los casos por expresiones faciales diferentes. Una hermana respondió sí a algo mientras agitaba la cabeza en señal de no; esto fue muy sutil, pero él lo vio. Si la gente decía sí cuando en realidad quería decir no, parecía hacerse evidente en sus gestos y lenguaje corporal. En otra ocasión vio de reojo que una hermana le ofrecía una manzana a otra, cuando la tensión en su rostro y rigidez de sus brazos señalaban que ese acto se reducía a mera cortesía y que en realidad deseaba conservarla para sí. Pese a que la otra hermana no captó esa insinuación, fue muy clara para él.
Incapaz de participar en conversaciones, Erickson se descubrió absorto en los gestos de las manos de los demás, sus cejas elevadas, el timbre de su voz y su súbito cruzar de brazos. Notaba, por ejemplo, qué tan a menudo se hinchaban las venas del cuello de sus hermanas cuando se acercaban a él, lo que delataba el nerviosismo que sentían en su presencia. Sus patrones de respiración mientras hablaban le intrigaban y halló que ciertos ritmos indicaban hastío y eran seguidos con frecuencia por un bostezo. El cabello parecía cumplir una función especial en sus hermanas. Un movimiento muy deliberado para echar los mechones atrás señalaba impaciencia: “Ya oí suficiente, ahora cállate, por favor”. En cambio, un lance más rápido e inconsciente indicaba que estaban absortas.
Atrapado en su lecho, su oído se volvió más agudo. Ahora captaba conversaciones enteras de la otra habitación, donde la gente no intentaba montar un espectáculo agradable ante él. Pronto advirtió un patrón peculiar: rara vez los demás eran directos al hablar. Una hermana podía dedicar varios minutos a dar rodeos, insinuando a otra lo que en realidad quería, como pedirle prestada una prenda o que se le ofreciera una disculpa. Su deseo oculto era indicado claramente por su tono de voz, que hacía énfasis en ciertas palabras. Esperaba que la otra la entendiera y le proporcionara lo que quería, pero a menudo sus insinuaciones eran ignoradas y ella se veía forzada a decir expresamente lo que deseaba. Una conversación tras otra adoptaban este patrón recurrente. Muy pronto, se convirtió en un juego para él adivinar, en el menor tiempo posible, qué era lo que su hermana quería decir.
Era como si, en medio de su parálisis, hubiera cobrado repentina conciencia de un segundo canal de comunicación humana, un segundo lenguaje en el que las personas expresaban algo