Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene

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Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene Biblioteca Robert Greene

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posesión, sus pensamientos más íntimos y el milagro que le había ocurrido.

      A su muerte, en 1665, la cabeza de Jeanne de los Ángeles, como ya se le llamaba entonces, fue separada de su cuerpo, momificada y depositada en una caja de cristales y armazón de plata. Se le exhibió junto al hábito con ungüento en la casa de las ursulinas en Loudun hasta su desaparición, durante la Revolución francesa.

      Interpretación

      En sus primeros años, Jeanne de Belciel mostró un insaciable apetito de atención. Fastidió a sus padres, quienes se deshicieron de ella y la enviaron a un convento en Poitiers. Procedió entonces a enloquecer a las monjas con sus sarcasmos e increíble aire de superioridad. Despachada a Loudun, todo indica que decidió probar ahí un método distinto para obtener el reconocimiento que necesitaba desesperadamente. Luego de recibir libros de espiritualidad, resolvió aventajar a todas las demás en conocimientos y conducta piadosa. Hizo alarde de ambos propósitos y se ganó el favor de la priora. Pero como superiora se aburría y la atención que recibía era insuficiente. Sus sueños con Grandier eran una mezcla de invención y sugestión. Pronto llegaron los exorcistas, ella recibió un libro de demonología que devoró y, luego de empaparse de todo lo relativo a la posesión diabólica, se entregó a los rasgos más dramáticos, que los exorcistas tomaron como símbolos indudables de posesión. Jeanne pasó a ser así la estrella de aquel espectáculo público. Poseída, llegaba más lejos que ninguna en su degradación y su comportamiento lascivo.

      Tras la horrible ejecución de Grandier, que afectó mucho a las demás monjas, sin duda arrepentidas del papel que habían desempeñado en la muerte de un inocente, sólo Jeanne consideró insoportable la súbita falta de atención, elevó la apuesta y se negó a soltar sus demonios. Ya era experta en distinguir las debilidades y ocultos deseos de quienes la rodeaban: primero la priora, después los exorcistas, ahora el padre Surin. Él deseaba tanto ser quien la redimiera que se tragó el más simple de los milagros. En cuanto a los estigmas, más tarde se especuló que ella grababa los nombres con ácido o los trazaba con almidón coloreado. Curiosamente, sólo aparecían en su mano izquierda, donde era fácil que los escribiese. Se sabe que en condiciones de histeria extrema, la piel se vuelve muy sensible y basta una uña para conseguir ese efecto. Conocedora de la forma de preparar remedios con hierbas, le fue muy sencillo aplicar gotas fragantes. Una vez que la gente había creído en los estigmas, no cabía duda de la unción.

      Ni siquiera Surin estaba convencido de que fuera necesario recorrer Europa. Jeanne no podía disfrazar para entonces su apetito de atención. Años después ella escribió su autobiografía, en la que admitió el lado teatral de su personalidad. Todo el tiempo representaba un papel, si bien sostuvo que el milagro último había sido real. Muchas de sus compañeras que la habían tratado de manera cotidiana no se dejaron engañar por su fachada y la describieron como una actriz consumada adicta a la fama y la atención.

      Una de las extrañas paradojas del narcisismo profundo es que suele pasar inadvertido para los demás hasta que se vuelve demasiado extremoso para ser ignorado. La razón de esto es simple: los narcisistas profundos son maestros del disfraz. Se dan cuenta muy pronto de que si revelaran a los demás su verdadero ser —su necesidad de constante atención y de sentirse superiores—, repelerían a la gente. Usan en su beneficio su falta de un yo cohesionado. Ejercen muchos papeles; encubren su necesidad de atención con diversos recursos dramáticos; llegan más lejos que nadie en su apariencia moral y altruista. No se limitan a dar o a apoyar la causa correcta: hacen ostentación de ello. ¿Quién querría dudar de la sinceridad de ese despliegue ético? O bien, siguen la dirección contraria y se deleitan en su condición de víctimas, de alguien que sufre a manos de los demás o es desdeñado por el mundo. Es fácil caer en la trampa de esa teatralidad, sólo para sufrir después, cuando los narcisistas te agobian con sus necesidades o te utilizan para sus propósitos. Explotan tu empatía.

      La única solución es no dejarte engañar por el truco. Reconoce a las personas de este tipo por el hecho de que los reflectores siempre parecen estar sobre ellas y de que son superiores en supuesta bondad, sufrimiento o sordidez. Ve el continuo dramatismo y teatralidad de sus gestos. Todo lo que hacen o dicen es para consumo público. No permitas que te conviertan en un daño colateral de su drama.

      3. La pareja narcisista. En 1862, varios días antes de que León Tolstói, de entonces treinta y dos años, se casara con Sonya Behrs, de sólo dieciocho, él decidió repentinamente que no debía haber secretos entre ellos. Como parte de esta decisión le entregó sus diarios y, para su sorpresa, lo que ella leyó le arrancó lágrimas y furia por igual. En esas páginas él había escrito acerca de sus numerosas aventuras románticas, entre ellas su amor, aún vigente, por una campesina de los alrededores con la que había concebido un hijo. También se podía leer sobre los burdeles que frecuentaba, que había contraído gonorrea y que sentía pasión por los juegos de apuestas. Ella sintió celos e indignación al mismo tiempo. ¿Por qué la había hecho leer eso? Lo acusó de tener segundas intenciones, de que no la amaba de verdad. Desconcertado por esta reacción, él le lanzó iguales acusaciones. Había querido compartir sus antiguos hábitos para que ella entendiera que los abandonaba gustosamente a cambio de una nueva vida. ¿Por qué le reprochaba ese intento de sinceridad? Era obvio que no lo amaba como él creía. ¿Por qué a ella le dolía tanto despedirse de su familia? ¿La quería más que a él? Lograron reconciliarse y la boda se celebró, aunque esa experiencia impuso un patrón que persistiría cuarenta y ocho años.

      Pese a sus frecuentes discusiones, el matrimonio adoptó para Sonya un ritmo relativamente cómodo. Se convirtió en la asistente más confiable de Tolstói. Además de dar a luz a ocho hijos en doce años, cinco de los cuales sobrevivieron, transcribía cuidadosamente sus libros, entre ellos Guerra y paz y Anna Karenina, y se encargaba de gran parte del aspecto comercial de sus publicaciones. Todo parecía marchar bien: él era rico, gracias a las fincas familiares que había heredado y a la venta de sus libros. Tenía una familia numerosa que lo adoraba. Era famoso. Pero de repente, a los cincuenta años, se sintió muy infeliz y avergonzado de los libros que había escrito. Ya no sabía quién era. Pasó por una honda crisis espiritual y descubrió que la Iglesia ortodoxa era demasiado estricta y dogmática para ayudarlo. Su vida tenía que cambiar. No escribiría más novelas y en adelante viviría como un campesino. Dejaría sus propiedades y renunciaría a los derechos sobre sus libros. Y le pidió a su familia que lo acompañara en esa nueva vida dedicada a ayudar a los demás y a resolver cuestiones espirituales.

      Para su consternación, la familia, con Sonya a la cabeza, reaccionó con rabia. Les pedía abandonar su estilo de vida, comodidades y herencia. Sonya no creía indispensable hacer ningún cambio drástico en su vida y se molestó de que él la acusara de ser mala y materialista por rehusarse. Riñeron mucho; ninguno de los dos cedía. Ahora, cuando Tolstói miraba a su esposa, lo único que veía era a alguien que lo utilizaba por su fama y su dinero; ése era el motivo de que se hubiese casado con él. Y cuando ella lo miraba, veía a un consumado hipócrita. Aunque había renunciado a sus derechos de propiedad, vivía todavía como un caballero y le pedía dinero a ella para mantener sus costumbres. Vestía como campesino, pero si se enfermaba viajaba al sur en un lujoso vagón privado, a una villa en la que pudiera convalecer. Y pese a su nuevo voto de celibato, no cesaba de embarazarla.

      Tolstói anhelaba una vida sencilla y espiritual y ella era su principal obstáculo. Sentía como opresiva la presencia de Sonya en casa. Le escribió una carta que concluía así: “Atribuyes lo sucedido a todo menos a lo único verdadero: que eres, sin saberlo, la causa involuntaria de mis sufrimientos. Entre nosotros se ha declarado una guerra a muerte”. Movido por la creciente desazón que le causaban las inclinaciones materialistas de ella, escribió la noveleta La sonata de Kreutzer, basada visiblemente en su matrimonio y en la que la describía bajo la peor de las luces. Todo esto hizo que Sonya sintiera que perdía la razón y en 1894 no pudo más. Al igual que uno de los personajes de los cuentos de su marido, decidió suicidarse caminando en la nieve hasta morir congelada. Un miembro de la familia la

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