Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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Todo se reduce al control. Ellos controlan sus emociones y tus reacciones. En cierto momento, cuando están seguros de su poder, lamentan haber tenido que mostrarse sociables. ¿Por qué habrían de prestar atención a los demás cuando debería ser al revés? Es inevitable entonces que se vuelvan contra sus amigos y revelen el odio y la envidia que siempre estuvieron bajo la superficie. Controlan quién sube y quién baja, quién vive y quién muere. Como crean disyuntivas en las que nada de lo que digas o hagas los complacerá o en las que esto parece arbitrario, te aterrorizan con la inseguridad. Controlan tus emociones.
En un momento dado, incurren por completo en una actitud que se conoce como micromanagement: ¿en quién no pueden confiar ya? Las personas pasan a ser autómatas, entes incapaces de tomar decisiones, así que ellos deben supervisarlo todo. Si llegan a este extremo, acaban por destruirse a sí mismos, porque es imposible desconocer que el animal humano posee voluntad propia. La gente se rebela, aun la más cobarde. En sus últimos días, Stalin sufrió un derrame cerebral, pero ninguno de sus lugartenientes se atrevió a ayudarlo o llamar a un médico. Murió a causa de esta negligencia; todos habían terminado por temerle y aborrecerlo.
Es casi indudable que en tu vida tropezarás con esta clase de individuos, porque debido a su ambición tienden a ser jefes y directores generales, figuras políticas, líderes de sectas. El peligro que representan para ti se condensa en los inicios, cuando aplican su simpatía por primera vez. Ve más allá de ellos a través de tu empatía visceral. El interés que muestran en ti nunca es hondo ni perdurable y siempre le sigue la retirada de la coqueta. Si no te distrae el intento externo del encanto, percibirás esa frialdad y el grado en el que la atención debe dirigirse a ellos.
Examina su pasado. Notarás que jamás han sostenido una relación íntima y profunda en la que hayan expuesto sus vulnerabilidades. Busca indicios de una infancia traumática. El padre de Stalin lo golpeaba sin piedad y su madre era fría e indiferente. Escucha a quienes han visto su verdadera naturaleza y tratado de prevenir a los demás. El predecesor de Stalin, Vladímir Lenin, conoció su letalidad y en su lecho de muerte intentó comunicársela a otros, pero sus advertencias fueron desatendidas. Percibe la expresión de alarma de quienes sirven a diario a estos sujetos. Si sospechas que tratas con uno de ellos, guarda tu distancia. Son como los tigres: una vez que te acerques demasiado, no podrás alejarte y te devorarán.
2. El narcisista teatral. En 1627, la priora de las monjas ursulinas en Loudun, Francia, recibió en el convento a una nueva hermana, Jeanne de Belciel (1602-1665). Jeanne era una criatura extraña. Más bien diminuta, tenía un rostro hermoso y angelical, y una mirada maliciosa. En su convento anterior, sus insistentes sarcasmos le habían valido muchas enemigas. Para sorpresa de la priora, en esta nueva casa Jeanne se transformó. Era un verdadero ángel que ofrecía ayuda a la priora en todas sus tareas cotidianas. Además, tras recibir algunos libros sobre santa Teresa y el misticismo, se embebió en el tema; dedicaba largas horas a hablar de cuestiones espirituales con la priora y meses después era ya la experta de la casa en teología mística. Se le veía rezar y meditar durante periodos prolongados, más que cualquier otra hermana. Ese mismo año la priora fue transferida a otro convento; vivamente impresionada por la conducta de Jeanne y sin seguir el consejo de quienes no tenían tan elevada opinión de ella, la recomendó como su sucesora. De súbito, a los veinticinco años de edad, Jeanne de Belciel se vio convertida en superiora de las ursulinas de Loudun.
Varios meses después, las hermanas de Loudun se enteraron de que a Jeanne le acontecían las cosas más extrañas. Había tenido una serie de sueños en los que un párroco local, Urbain Grandier, la visitaba y abusaba físicamente de ella. Estos sueños eran cada vez más eróticos y violentos. Lo extraño era que justo antes de que comenzaran estos sueños, Jeanne había invitado a Grandier para que fungiera como director espiritual de las ursulinas, cargo que él había declinado cortésmente. En Loudun se consideraba a Grandier un seductor de damiselas. ¿Jeanne tan sólo se estaba entregando a sus propias fantasías? Era tan piadosa que resultaba difícil creer que lo hubiese inventado todo; los sueños parecían reales y muy gráficos. Poco después de que ella empezó a relatarlos, varias hermanas dijeron tener sueños similares. Un día el confesor del convento, el canónigo Mignon, oyó que una hermana contaba uno de ellos. Como tantos otros, Mignon despreciaba a Grandier desde tiempo atrás y vio en esos sueños la oportunidad de acabar con él. Convocó a algunos exorcistas para que se ocuparan de las monjas y pronto casi todas las hermanas reportaban visitas nocturnas de Grandier. Para los exorcistas el asunto era claro: las monjas habían sido poseídas por demonios bajo el control de Grandier.
Para edificación de la ciudadanía, Mignon y sus aliados permitieron que los exorcismos se realizaran en público, así que grandes contingentes llegados de muy lejos presenciaron una escena de lo más llamativa: las monjas rodaban por el suelo, se retorcían, mostraban las piernas y gritaban un sinfín de obscenidades. Entre todas ellas, Jeanne parecía la más poseída. Sus contorsiones eran más violentas, y los demonios que hablaban por su boca más estridentes en sus juramentos satánicos. Aquélla era una de las posesiones más fuertes de que se tuviera noticia y el público presenciaba los exorcismos de Jeanne con preferencia sobre todos los demás. Los exorcistas se persuadieron de que Grandier, pese a no haber puesto nunca un pie en el convento ni haberse reunido con Jeanne, había embrujado y pervertido a las buenas hermanas de Loudun. Pronto fue arrestado y acusado de hechicería.
Con base en las evidencias se le condenó a muerte y, previa tortura, fue quemado en la hoguera el 18 de agosto de 1634, ante una enorme multitud. Todo el asunto se olvidó en poco tiempo. Las monjas se vieron repentinamente libres de demonios, menos Jeanne; los espíritus no sólo se negaban a dejarla, sino que aumentaron su poder sobre ella. Enterados de esa infame posesión, los jesuitas decidieron hacerse cargo del problema y enviaron al padre Jean-Joseph Surin para que exorcizara a Jeanne de una vez por todas. Surin la juzgó un caso fascinante. Muy versada en demonología y obviamente abatida por su destino, no se resistía del todo a los demonios que la habitaban, a cuya influencia quizás había sucumbido.
Una cosa era cierta: cobró especial aprecio por Surin, con quien sostenía prolongadas conversaciones espirituales. Ya oraba y meditaba con más energía. Se deshizo de todos los lujos posibles: dormía en el suelo y pedía que sus alimentos se rociaran con pociones de ajenjo, que inducían el vómito. Informaba de sus progresos a Surin, a quien le confesó que “se había aproximado tanto a Dios que recibió […] un beso de su boca”.
Con la ayuda de Surin, un demonio tras otro huyeron de su cuerpo. Y más tarde tuvo lugar su primer milagro: en la palma de su mano izquierda podía leerse con toda claridad el nombre de José. Cuando se desvaneció días después, fue reemplazado por el de Jesús, y luego por el de María y otros más. Éstos eran estigmas, señal de la genuina gracia de Dios. Después de esto, Jeanne enfermó de gravedad y estuvo a punto de morir. Dijo que la había visitado un joven y hermoso ángel de largo cabello rubio y después el propio san José, quien la tocó en el costado, donde más le dolía, y la ungió con un aceite fragante. Tras recuperarse, el aceite dejó en su hábito una marca de cinco gotas. Los demonios se habían marchado ya, para gran alivio de Surin. Concluido el caso, Jeanne lo sorprendió con una insólita solicitud: quería recorrer Europa para mostrar esos milagros a todos. Sentía que era su deber hacerlo. Esto parecía sumamente contradictorio dado su carácter modesto y siempre tan poco mundano, pero Surin aceptó acompañarla.
En París, enormes multitudes llenaron las calles fuera de su hotel, deseosas de verla siquiera por un instante. Conoció al cardenal Richelieu, quien se mostró conmovido y besó el fragante hábito, ya estimado una reliquia sagrada. Ella enseñó sus estigmas a los reyes de Francia y prosiguió su recorrido. Se reunió con los mayores aristócratas y luminarias