¡Viva la libertad!. Alexandre Jollien

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¡Viva la libertad! - Alexandre Jollien

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disfrutar del derecho a una existencia tranquila, a unos mínimos para vivir! No encuentran más que obstáculos por doquier, estigmatización, puertas cerradas…

      Debatir acerca de la libertad interior, apelar al trabajo en uno mismo, no debe apartarnos de un sano compromiso por un mundo más justo, más equitativo, más generoso, tal y como tú has subrayado, Matthieu. Por el contrario, el desprenderse de uno mismo, un gozoso desapego, induce a una libertad que se despliega en el vínculo, en el don.

      Una vez desembarazados de nuestro fárrago pasional, podemos actuar para que cada cual disfrute de igualdad de oportunidades, de libertad política y social, de los recursos necesarios para dar inicio, de modo especial, al trabajo en uno mismo. Ciertamente, en último término todo hombre y toda mujer pueden alcanzar la paz interior. Pero, para ser honestos, si día y noche tienen que andar buscándose la vida, o si tienen que acarrear con una enfermedad grave sin ningún apoyo, es algo más complicado…

      En el Tratado de las pasiones, Descartes definió la generosidad como la conciencia de ser libre sumada al deseo de hacer buen uso de esa libertad. Hacer buen uso de la libertad es emanciparse de todo aquello que lastra, desprendernos de nuestras cadenas, tender la mano, respaldar al de al lado, vivir con los demás como compañeros de equipo. Así pues, ¡en marcha! Y en el trayecto, ¿no es el mismo Aristóteles quien nos manda una llamada de atención? «Quien ha arrojado una piedra, no puede ya recuperarla; y sin embargo, dependía de él arrojarla o dejarla caer al suelo, pues el movimiento inicial estaba en él. Algo similar sucede con el hombre injusto y con el depravado, pues uno y otro podían evitar, en el punto de partida, convertirse en tales: de ahí que lo sean voluntariamente; pero una vez que son lo que son, ya no pueden no serlo». Si queremos iniciar una ascesis, empecemos por detectar los destellos, las señales precursoras que anuncian la ira, las emociones que nos enajenan. Imaginemos a un hombre como Gulliver, atado al suelo. Si no deja de zarandearse de un lado para otro, hasta agotarse, no tendrá ninguna opción de liberarse. ¿Cuál es su única esperanza? Localizar, uno por uno, los hilos que le inmovilizan los miembros para ir cortándolos.

      EL SENTIMIENTO DE LIBERTAD

      Christophe: ¡Hay que tener en cuenta también la dimensión subjetiva de la libertad! En ocasiones, cuando contemplo mi vida en retrospectiva, experimento pequeños accesos de inquietud: me creo libre, me siento libre, pero ¿lo soy de verdad? ¿No seré como una vaca en un prado, o un gallo en un corral? Entonces, las reflexiones de los filósofos sobre el libre albedrío me tranquilizan, por su seca lucidez: «Los hombres se engañan creyéndose libres», dice Spinoza. En realidad, lo primordial es que nuestra ilusión de libertad —por cuanto es intrínsecamente incompleta y frágil— no nos disuada de trabajar sin descanso en nosotros mismos. Nuestro amigo común André Comte-Sponville reconoce de buen grado: «No nacemos libres, llegamos a serlo, ¡y el proceso no termina nunca!». Estamos permanentemente en el tajo, para trabajar ya sea por la protección de nuestras libertades o por la restitución de las mismas, tanto de las interiores (emancipación de nuestros miedos y nuestros hábitos adquiridos), como de las exteriores (liberación de nuestros apegos excesivos o de nuestras dependencias).

      La cuestión de saber si soy totalmente libre no me interesa tanto, al fin y al cabo: sé muy bien que jamás lo seré completamente (hasta donde yo alcanzo, al menos). Pero lo que me llena de gozo son todas las veces en que me doy cuenta de que me he liberado de una inquietud, de una dependencia, de un hábito adquirido. Puedo entonces observar las obligaciones y las cadenas que persisten y decirme que, en el caso de algunas, las he elegido libremente y las asumo, como sucede con determinados compromisos familiares o profesionales; en cuanto a otras sujeciones, ¡todavía tengo trabajo por delante! Pero por lo menos estoy al corriente y no me atormento demasiado con ellas. Cada cual debe seguir trabajando en sus libertades, conservar la lucidez con respecto a las zonas de no libertad (servidumbres y hábitos), ¡y no olvidar sentirse feliz de estar vivo!

      Alexandre: Chögyam Trungpa, maestro genial, es categórico: el itinerario espiritual no resistiría un viaje organizado. Ya podemos olvidarnos de hojas de ruta, guías y manuales de uso… El día a día nos invita a improvisar, a iniciar, a probar vías inéditas, a avanzar con los medios disponibles a bordo. Mil veces durante cada jornada, uno se da de bruces al avanzar, toma caminos transversales, tropieza, se desanima… ¿Cuál es el desafío? ¿Qué es lo esencial? Mantener el rumbo, atreverse con una actitud un punto contemplativa, a fin de observar y no permitir que los campos de batalla interiores nos desequilibren; identificar las fuerzas que nos tienen agarrados por el cuello, detectar el caos que nos invade, hacer de todo ello una especie de terreno de juego, una escuela de vida. ¿Por qué habría que asociar, como si de una fatalidad se tratara, la tarea de la liberación con un suplicio, o con un sacrificio, cuando se trata más bien de divertirse, de encontrar la alegría a lo largo del camino?

      Matthieu: El Dalai Lama decía que hay un buen número de personas, entre nosotros, que se creen libres, cuando más bien recuerdan a tornillos que giran en su agujero sin salir jamás de él. Aludía a la ilusión de libertad que alimentamos mientras proseguimos con nuestra rutina cotidiana sin intentar emanciparnos de nuestros condicionantes, ni liberarnos de las causas de nuestros sufrimientos, que se encuentran en estado más o menos larvario en nuestro espíritu. No podemos ser libres si no nos desprendemos de las brumas de la confusión mental y de la ignorancia que distorsionan la realidad.

      Christophe: Lo complicado con el concepto de libertad es que no resulta nada fácil trasladarlo al ámbito de nuestra cotidianeidad. Por supuesto, está el sentimiento de libertad que nos llena a veces: tenemos la impresión gozosa de que no existen restricciones ni cadenas ominosas en nuestra vida; o que nos falta, en otros momentos, cuando tomamos conciencia de todos nuestros deberes y servidumbres: trabajar para ganarnos la vida, ocuparnos de las personas frágiles que dependen de nosotros, solucionar los problemas y preservar nuestras condiciones de vida… Pero, aun en esos momentos, podemos seguir recordando que es posible vivir esas restricciones con una actitud diferente.

      Por poner un ejemplo, cuando vuelvo a casa del hospital, después de una jornada de trabajo agotadora atendiendo a los pacientes y sus padecimientos, si mi mujer me dice que tal persona me ha telefoneado, que le ha dicho que no se siente muy bien y que estaría bien que yo la llamara, mi primera reacción es resoplar y pensar que se me hace muy cuesta arriba. No me siento para nada libre de hacer lo que quiero: «No solo he estado atado a mi trabajo todo el día, sino que ahora además me veo atado a los que me rodean. Pues vaya una lata, hacer de psiquiatra día y noche…». No obstante, intento ver lo absurdo de la situación y pensar que no hay por qué sumar a mi falta de libertad exterior una falta de libertad interior. No se trata de sentirme «obligado», sino de elegir comprometerme de verdad con unos actos que tienen sentido, aunque yo no haya elegido propiamente esos actos.

      Hago entonces el esfuerzo contrarrestar la primera reacción con un segundo impulso, consistente en decirme a mí mismo: «Recuerda que esa persona te necesita; es importante para ella». Y en un tercer momento, concluyo, casi en un susurro: «Llámala, y muéstrate contento». Me aplico a infundir libertad y alegría a una situación en la que no he elegido implicarme libremente (las noches de hospital, lo que me gusta es estar tranquilo en mi casa sin que nadie me pida nada). Antes de hacer esa llamada, me digo: «Aunque la conversación no dure más de diez minutos, procura estar presente de verdad, entrégate».

      Lo mismo sucede con las sesiones de firma de libros para mis lectores: cada pequeño encuentro con ellos dura una media de uno a dos minutos, pero estoy completamente presente. Escucho con los cinco sentidos a cada uno de ellos, e intento meterme en lo que me está diciendo la persona que tengo delante, para darle consejos o decirle unas palabras de aliento: esa persona se ha desplazado para verme, me ha dado su confianza; le debo respeto, atención y afecto. Después de dos horas, me siento exhausto, y por este motivo nunca firmo libros antes de impartir una conferencia. Ciertamente soy «prisionero» de la firma de libros (no tengo tiempo ni para ir al

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