Pasión fugaz. Sally Wentworth
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Calum le dedicó una inquisitiva mirada a la vez que señalaba con un gesto de la cabeza las carpetas que Elaine llevaba en un brazo.
–¿Aún estás trabajando?
–Sólo quiero comprobar unas cosas.
–¿Sobre el bicentenario? ¿Puedo ayudarte? –preguntó él, señalando con una mano hacia la biblioteca.
–No –dijo Elaine rápidamente–. Es para otro trabajo que me espera en Inglaterra.
–Debes aprender a delegar responsabilidades en otros –dijo Calum con una encantadora sonrisa–. ¿Qué te parece si tomamos algo antes de retirarnos?
Elaine dudó, preocupada, preguntándose si Calum habría hecho ese ofrecimiento por mera educación o porque le apetecía. Pensó que tal vez no sería muy prudente aceptar; Calum no sólo era su jefe en aquellos momentos, sino que también era un hombre muy carismático. Esa tarde la había atrapado mirándolo y podría pensar que se sentía atraída por él. Era posible que intentara seducirla… Su mente se llenó de confusión y tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la calma. «¡Tonta!», se reprendió al instante. «Calum acaba de volver de llevar a otra mujer a casa y esta tarde estaba besando a Francesca».
–Gracias –dijo, en tono ligero–. Pero es muy tarde.
Calum le dedicó una lenta sonrisa y Elaine tuvo la sensación de que podía leer en ella como en un libro abierto. Un libro que había leído muchas veces y cuyo texto se sabía de memoria. ¿Tendría tanta experiencia con las mujeres como parecía?
–Por supuesto. E imagino que aún tendrás trabajo entre manos, ¿no?
Elaine creyó detectar cierta ironía en su voz y se despidió precipitadamente. Luego, fue rápidamente a su dormitorio. Cuando se sentó ante el escritorio y abrió las carpetas, comprobó que no era capaz de concentrarse. Fue hasta la ventana y miró el exterior de la casa. ¿Se habría ido Calum ya a la cama o estaría tomando una última copa? ¿Y en quién estaría pensando mientras sostenía la delicada copa de cristal entre sus largos y capaces dedos? ¿En ella o en Tiffany Dean?
Un coche pasó bajo su ventana en dirección al garaje y Elaine reconoció a Francesca al volante. Al parecer, todo el mundo estaba ocupado esa noche.
A la tarde siguiente iba a haber una fiesta para los empleados locales de la empresa Brodey en sus bodegas de Oporto. Elaine ya había estado allí una vez para decidir la distribución de la mesa, y pidió que hubiera un coche disponible para llevarla allí de nuevo al día siguiente por la mañana. A la hora acordada salió de la casa, con su vestimenta habitual de trabajo, pantalones con un jersey sobre una camisa de algodón y el pelo sujeto en un moño trasero, esperando encontrar a uno de los chóferes aguardándola. En su lugar, encontró a Calum junto a su coche y sin chófer.
Dedicándole su habitual y amable sonrisa, dijo:
–Yo también tengo que ir a la bodega y he pensado llevarte personalmente.
–Gracias –dijo Elaine–. Espero no haberte tenido esperando.
–En absoluto.
Calum abrió la puerta del coche para que ella pasara y luego ocupó su asiento tras el volante. Mientras se ponía las gafas de sol, Elaine notó que estar a solas con Calum le ponía un poco nerviosa, de manera que hizo un comentario intrascendente sobre el tiempo, logrando mantener una insustancial conversación hasta que llegaron a la ciudad, donde Calum tuvo que concentrarse debido al tráfico. Elaine observó con disimulo su duro perfil, los altos y prominentes pómulos, la voluntariosa mandíbula, tratando de captar la personalidad que había tras aquel rostro. Sin duda, era un hombre muy varonil, que no se andaba con tonterías y que probablemente tendría mucho mal genio si se enfadaba. Reconocía el tipo. Neil estaba en los Marines, y muchos de sus superiores eran así. Después de hablar con Calum varias veces por teléfono, Elaine había llegado a la conclusión de que era un hombre autoritario, pero al conocerlo personalmente se llevó una sorpresa; no esperaba encontrarse con un hombre tan joven y tan atractivo.
Elaine apenas había tenido alguna cita desde que murió Neil, aunque no le habían faltado oportunidades… oportunidades para mucho más que una mera cita. Su rostro adquirió una expresión de seriedad al recordar algunas de las ofertas que había recibido. Y varias, de los supuestos amigos de Neil.
–Ya estamos –mientras entraban en la explanada de la bodega, Calum miró a Elaine–. ¿Sucede algo?
–¿Qué? Oh, no. Estaba… pensando.
Calum frunció el ceño.
–Aquí debes sentirte muy sola. Debería haberlo tenido en cuenta.
–Oh, no… por favor –dijo Elaine, preocupada–. Estoy perfectamente. En serio.
Él la miró un momento y luego le dedicó una de sus encantadoras sonrisas.
Sin devolvérsela, Elaine salió rápidamente del coche para ocultar el rubor que tiñó sus mejillas.
Calum llamó a una de las chicas que atendía la sección de ventas y que hablaba inglés para que fuera su traductora, y Elaine se puso a trabajar de inmediato.
Calum estuvo en su despacho casi toda la mañana, pero fue a buscarla hacia las doce. La encontró ante las enormes puertas de la bodega, donde se cargaban y descargaban los barriles, supervisando la llegada de todas las sillas que había sido necesario alquilar para esa tarde, las mismas que se habían usado en el palacio el día anterior, y que al día siguiente serían llevadas a la quinta en un camión.
–Voy a almorzar algo y me preguntaba si te apetecería venir conmigo.
Elaine apartó la mirada de la carpeta que sostenía en la mano, y, tratando de ocultar su sorpresa, le dedicó una educada sonrisa. «Cuando un cliente te invita a almorzar, aceptas», se recordó.
–Necesito lavarme las manos. ¿Puedes esperar cinco minutos?
Calum asintió.
–Estaré en mi despacho.
Elaine dejó a cargo a Net Talbot, el camarero que había contratado para aquel trabajo, fue a refrescarse y a ponerse un poco de maquillaje y luego se reunió con Calum. Este la llevó a uno de los numerosos restaurantes que había junto al río. Se sentaron en una especie de muelle que se adentraba un poco en el río, a una mesa con un brillante mantel rojo. A pesar de que estaban en primavera, hacía bastante calor.
–Estos lugares están especializados en pescados del día –dijo Calum–. No debes perder la oportunidad de probar uno.
–Me temo que tendrás que traducirme el menú.
Él se inclinó hacia adelante, señalando con el dedo mientras traducía los platos. Estaba sentado frente a ella y su rodilla la rozó.