Miradas sobre la reconciliación. Jorge Eliécer Martínez Posada

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Miradas sobre la reconciliación - Jorge Eliécer Martínez Posada Cátedra Institucional Lasallista

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que hicieron carrera entre expertos y neófitos y, además, fueron objeto de estrategias políticas. Se trabajó sobre las “causas objetivas” o “condiciones objetivas” de la violencia, tales como la pobreza y la inequidad como causas o condicionantes sociales para disparar o estimular la violencia (German et ál., s.f). Otros autores exploraron el tema de la “ausencia del Estado” como determinante; no obstante, también hubo trabajos que demostraron exactamente lo contrario, es decir, que departamentos, como Antioquia, por ejemplo, de gran presencia, al menos aparente del Estado, habían generado las mayores tasas de violencia medidas en número de homicidios.

      Incluso, se exploraron condicionantes genéticos para explicar el asunto. La hipótesis, nunca probada, pero tentadora, para explicar la persistencia, casi endémica, del problema, era precisamente que los colombianos llevábamos una herencia que nos hacía violentos y esto explicaría por qué algunos de sus peores manifestaciones, tanto por su frecuencia como por su espectacularidad, se habían dado en algunas poblaciones que hundían sus raíces en tribus indígenas particularmente violentas. Por ejemplo, recuerdo que se citaban los cortes de franela en tiempos de La Violencia y su recurrencia en las regiones de ancestros pijaos. Otros autores enfocaron sus trabajos en el colapso del sistema judicial como detonante y mantenedor de la violencia. La incapacidad del Estado para administrar justicia y hacerlo de manera objetiva habría hecho que los colombianos decidieran tomar la justicia por la propia mano ante la indefensión frente al Estado y su incapacidad de asegurar niveles mínimos de convivencia (Gaitán, 1995).

      No se trata aquí de hacer una síntesis exhaustiva del tema, sino de señalar que no ha sido fácil la aproximación teórica para entender el fenómeno de la violencia en Colombia. Resulta claro que es necesario continuar con estas aproximaciones desde las ciencias sociales o, incluso, como se conocen hoy en día, desde las ciencias de la complejidad para poder iluminar la comprensión del fenómeno. De todos es conocido el aforismo: “Nada hay más práctico que una buena teoría” o, como lo dijera Bruno Bauer, “La teoría es la práctica más sólida”. Pienso, sí, que el coctel de violencia en Colombia no necesita muchas descripciones. Pero, como en esto todos tenemos algo de culpa, es bueno insistir que muchos hemos ayudado por acción o por omisión para que el círculo de la violencia se reproduzca con autonomía de las causas primeras que la originaron.

      Una de esas actitudes que han ayudado a que la violencia prolifere es la de premiar la ilegalidad. Acaso seamos propensos a alabar nuestra “malicia indígena” que suele significar infringir la norma sin dejarse coger. No solamente lo celebramos, sino que también lo alabamos, lo comentamos y hasta nos parece heroico. Así justificamos cada cosa aunque éticamente sea reprobable. Justificamos los cultivos ilícitos, admiramos los crímenes creativos, nos parece extraño que un funcionario público sea honrado, hay quienes alientan a los nuevos funcionarios a aprovechar su cuarto de hora -lo que significa robar sin miramientos-, hacemos caso omiso de los ladrones de cuello blanco y, aunque muchas veces los conocemos, nos hacemos los desentendidos.

      No obstante, creo que hay un punto de inflexión en los últimos años. Si para finales del siglo XX la reflexión se centró en poder explicar el fenómeno de la violencia, el inicio del siglo XXI, la disminución del número de homicidios, la tenue aparición de nuevos imaginarios colectivos, las nuevas realidades nacionales e internacionales nos ponen ante el hecho de abordar el tema de la reconciliación. Tantos años de confrontación, de guerra irregular, abusos e irrespeto a los Derechos Humanos han dejado una secuela difícil de borrar en el corazón de la gente. La reconciliación nacional es pues el más grande desafío para las actuales generaciones y, sobre todo, para quienes trabajamos en el sector educativo y lo hacemos con las nuevas generaciones de colombianos en quienes descansará un nuevo país que surja de los posibles acuerdos de paz, de la urgencia de pensar distinto el Estado y de un nuevo tipo de participación para construir lo nuevo.

      Al observar la campaña política que viene, me preocupa que vuelven a aparecer recurrentemente ideas y actitudes que en otras épocas hicieron mucho daño y que fueron caldo de cultivo para la violencia. En la década del ochenta un connotado candidato a la presidencia que solía “poner a pensar al país” montó parte de su campaña con el lema de “la paz es liberal”, mientras en las vallas se veían dos gallos de pelea: uno azul y otro rojo -craso error, porque el tema de la paz es mucho más complejo que eso-. Lo que fácilmente se lee entre líneas en las proyecciones políticas de muchos potenciales candidatos: la idea de que hay que eliminar al contrario o construir ignorando las realidades plurales del país. Queremos un proceso político de paz que termine en la negación de algunos o en un tipo de existencia virtual de aquellos de quienes no gustamos o son estorbosos para ciertas propuestas políticas.

      Pero, permítanme hablar un poco de vivencias personales que han transformado muchas de mis perspectivas y, sobre todo, puesto frente a un tema que requiere de muchas iniciativas provenientes de todos los actores sociales, políticos, académico y gubernamentales para reconstruir el tejido social. Por supuesto, sé que una sola propuesta no va a resolver el problema, pero muchas propuestas pueden ayudar a aminorarle y, quizás también, a superarlo. Ayer, Guillermo Maya en su columna de El Tiempo, criticaba la Universidad Nacional de Waserman con un argumento que puede parecer contundente: “Tratar de mejorar la equidad social con becas, en esta sociedad con altos niveles de desigualdad y concentración de la riqueza, es como tratar de eliminar la pobreza con limosnas”. De acuerdo; pero quizás el columnista olvida que también esos pasos son necesarios para superar el problema. Hoy siento esta convicción: el problema de la paz y la reconciliación supera que dos personas, o trescientas, puedan resolver el problema y perdonar. Pero, si esas dos o las trescientas cambian su actitud aportan a la aclimatación de la paz: suman, no restan. Lo más fácil es no hacer nada, esperar a que un gobierno mesiánico actúe y resuelva todo -y las experiencias actuales al respecto son mucho menos que halagüeñas-; esto, además de imposible, sería inconveniente porque pondría el tema a depender de un iluminado y no de las iniciativas de las personas, de los ciudadanos quienes son, en últimas, las que construyen una sociedad con condiciones aceptables de convivencia.

      Claro que es la participación de todos, del Estado sin duda, pero también de los procesos que los grupos humanos a quienes les duele y les importa la suerte de los otros pueden generar. Aquí, quiero hacer mención, por ejemplo, de las religiosas quienes, en los lugares más inverosímiles de este país, llevan paz, construyen paz, “cometen” paz, generan paz, aunque no manejen muchas teorías al respecto. Como bien lo expresa el Papa en Caritas in Veritate:

      El amor -“caritas”- es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz... [Pero,] también la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces... No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz (CV, 72).

      Como universidad, sabemos que tenemos que ayudar en las sumas por la paz, con iniciativas que ayuden, que apoyen, que creen. Por supuesto, sabemos que no resolveremos el problema, pero ayudaremos en su mitigación. Queremos ser parte de la solución junto con muchas organizaciones y personas, con el Estado, el gobierno, los organismos internacionales y multilaterales, con la Iglesia. Ésta es la convicción que nos ha llevado a aportar algunos proyectos al respecto.

      Uno, esta cátedra quiere aproximarse a las “miradas sobre la reconciliación”, es decir, escuchar experiencias reales, que han implicado a actores de carne y hueso, tanto mediadores, como víctimas y victimarios

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