Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva
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El oficio de político y el malestar con la política
Corazón pagano
Jóvenes hasta la tumba
Las uvas amargas de la democracia
Sombras de la China
Olor a establo
Nuestro corazón de las tinieblas
Política y decepción: los dilemas del PSOE
El enigma catalán: apuntes de forastero
Escepticismo democrático: métricas y narrativas
La paradoja de AMLO
La estatalidad y sus metamorfosis
Diletantismos: literatura, cine, música
Sostiene Tabucchi
El poder y las letras
Los ojos de Rushdie
Rubem Fonseca: la épica de los hachazos
Tumbas, cenizas y huesos
La autoridad del fracaso
Aquel verano sin nubes, ese orgiástico futuro
La musa de los tragos
El diablo, según Pessoa
Una lucidez mortecina
La sombra de Stalin
Crítica de la razón útil Una nota sobre el agua, lo inútil y el enseñar a pensar
Apuntes (imprecisos) para una (brevísima) sociología del insulto
Groucho Marx: el humor como recurso civilizatorio
Caravaggio: la invención del vacío
La balada del santo y el bebedor
Clapton y Winwood: la ética de la forma
Los Lobos: 40 años
El errante como sobreviviente Máscaras y penumbras dylanianas
Joe Cocker: el oro y el óxido
Sonidos de música impura
El blues de los corsarios
Elogio de la psicodelia
El teclado alucinante y el poeta eléctrico
Tren a la deriva
La necesidad, la inspiración y el aguijón de las musas
Diles que me fui
El ciudadano Waits
Tracker o el arte de navegar sobre témpanos de hielo
Jaime López: 30 años de soledad
Derek Walcott y Paul Simon: 20 años después
Springsteen en el Camp Nou
Neil Young en Poble Espanyol
Lenine en Barcelona: un descanso en la locura
El estilo tardío de Bob Dylan
Van Morrison: todo vuelve
Gran Torino, negro, modelo´72, impecable
El escritor fantasma
Messi
El oscuro milagro del azar
1968: música de fondo con paisaje
La música de acá
Estética de las pasiones tranquilas
Introducción
Ya nadie viaja en tren en México. Desde finales del siglo pasado, el ferrocarril dejó de ser el medio de transporte preferido —y en no pocas ocasiones el único— en muchas poblaciones del país. Ciertamente, desde los años sesenta, en pleno auge del milagro económico mexicano, la expansión del uso del automóvil y los autobuses foráneos explican la construcción de una red inmensa de carreteras que fue desplazando poco a poco el uso de los trenes. La rapidez, el costo y la eficiencia de los nuevos medios de transporte disminuyeron de manera irreversible la importancia práctica y simbólica de los trenes en la vida de las personas y comunidades.
La pausada y lenta forma de desplazamiento por las vías férreas fue sustituida por la velocidad de autos, de camiones y, en menor medida y proporción, por los aviones. En pleno siglo XXI, la gran mayoría de los trenes son de carga, no de pasajeros, que corren aún por las vías férreas trazadas desde la época del porfiriato. Por ahí subsisten algunos trenes de pasajeros por rutas más bien cortas, pero son trayectorias de privilegio, dirigidas al sector turístico nacional o internacional que puede pagar costos altos por distancias cortas. Experimentar la lentitud se ha convertido en un hábito de ricos y famosos. La mayor parte de la población no puede darse esos lujos.
Para quienes pudimos experimentar la vida a bordo del viejo ferrocarril, las pérdidas superan las ventajas. De Guadalajara a Mazatlán, Hermosillo o Benjamín Hill, de Zacatecas o de la Ciudad de México a Ciudad Juárez, de Guadalajara a México o a Manzanillo, la melancolía de lo efímero y lo lejano es una sensación ligada discretamente a tal experiencia. Los largos trayectos de horas o días a bordo de un tren significaban la oportunidad de disfrutar paisajes de bellezas extraordinarias, pero también de observar los hábitos, las costumbres y comportamientos de muchas comunidades locales, de colecciones incesantes de individuos estrafalarios, taciturnos, charlatanes de ocasión, borrachos divertidos, donde grandes anonimatos y pequeñas celebridades habitaban los vagones del ferrocarril. Las estaciones donde paraban los trenes para subir y bajar pasajeros eran la oportunidad de conocer fugazmente lugares, transbordar o experimentar climas, sabores y culturas locales muy diversas. Las estaciones de paso eran justo eso: espacios físicos temporales y fugaces, adecuados para observar, curiosear, experimentar el orden natural y social de las cosas y las personas. Pero acaso la principal función de los viajes en trenes era, como escribió en uno de sus más célebres cuentos Juan José Arreola (“El guardagujas”), la sensación de que uno dirigía su vida hacia algún lado, de que la vida misma tenía algún sentido al subirse a un tren, a cualquier tren, en cualquier