Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva

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Superficie de imágenes - Adrián Acosta Silva

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en círculos sobre sus propios pasos, generando prácticas de simulación, de irrelevancia y desinterés por los asuntos torales de la educación superior mexicana.

      2 Campus Milenio, 27 de septiembre de 2012.

      Como es de dominio público, en la Universidad de Guadalajara se ha desarrollado en las últimas semanas el proceso de elección del rector general para el periodo 2013-2019. Hoy mismo (31 de enero), sabremos quién será el nuevo rector, luego de que el Consejo General Universitario decida por mayoría cuál de los cuatro candidatos registrados ocupará el máximo puesto de la representación universitaria.

      La elección de un rector es siempre un proceso complicado y potencialmente conflictivo. Entre las 36 universidades públicas del país prevalecen en términos generales tres tipos de procedimientos electorales: a) los que son designados por una Junta de Gobierno; b) Los que son electos mediante procesos de votación universal de todos los miembros de las comunidades universitarias; y c) los que son electos mediante votación de Consejos Universitarios, en los cuales están representados los diversos sectores de la universidad. Cada proceso encierra su complejidad, sus insuficiencias y sus riesgos, y cada universidad desarrolla estilos de gestión política para asegurar la legitimidad, la eficiencia y la estabilidad de sus reglas y decisiones.

      En el caso de la UdeG la decisión descansa en este último modelo. Luego de pasar de un procedimiento no autónomo (o semiautónomo) de decisión, en la que el gobernador en turno designaba al rector a propuesta de una terna electa por el consejo universitario —cosa que ocurrió desde 1925 hasta 1989— pasamos a la plena autonomía para que los universitarios elijan a su rector mediante los procedimientos acordados por la propia comunidad universitaria. Con la ley orgánica aprobada en 1994, la decisión recae en el Consejo General Universitario, a través de una Comisión Especial Electoral. El actual sería el cuarto proceso rectoral que transcurre mediante las reglas acordadas en la reforma universitaria del 94.

      Hay, por supuesto, una intensa actividad política antes, durante y después de la elección en la UdeG, que obedece a los códigos propios de la política general: hay acuerdos, negociación, conflictos, competencia por recursos y votos de los consejeros. Hay también un esquema general de distribución del poder institucional que explica el procedimiento universitario, en el cual los actores institucionales, formales y fácticos, académicos y no académicos, intervienen en las decisiones de votos y candidatos. Como en toda universidad pública, hay redes y corrientes que se mueven en la búsqueda de consensos, de estrategias para sumar apoyos, de presiones por colocar o mantener sus intereses y agendas en el horizonte institucional. Hay también quienes descalifican el proceso, los que critican el esquema del poder institucional, los que desconfían de las reglas y hasta maldicen a los liderazgos, a los grupos y al status quo universitario.

      Dichos comportamientos muestran la complejidad de las relaciones políticas entre universitarios. Hemos visto en estos días discursos incendiarios, activismos abiertos o discretos, retórica de coyuntura para favorecer a tal o cual candidato, proyectos, grandes emociones y pensamientos imperfectos (para decirlo con las licencias novelísticas del profesor Rubem Fonseca). Hay comportamientos lisonjeros, simpatías legítimas, lealtades a prueba, clientelismos y corporativismos viejos y nuevos, de distinto calibre y perfil. Hay también un silencio cósmico en muchos sectores universitarios dominados por la indiferencia, la apatía o el aburrimiento con todo lo que tenga que ver con la política universitaria, como suele ocurrir con la política en general. Pero hay que recordar que la política práctica, aquí, en Harvard o en la UNAM, es un asunto de elites, un tema que concierne a un puñado de interesados que aspiran a representar a sus comunidades. Esa es, quizá, la virtud, o la limitación, de todos los procesos electorales: no involucran a todos, expresan la acumulación de intereses en grupos y personas específicas, articulan la representación de ideas, creencias y aspiraciones de ciertos sectores en ciertos momentos.

      Ello no obstante, en la universidad existen asuntos generales, sustantivos, en las que el gobierno universitario debe tener proyectos, ideas y compromisos más o menos claros. Los candidatos a representar a la universidad han planteado ya varios de ellos, muchos temas académicos, otros administrativos, algunos más culturales, muchos presupuestales, otros, por supuesto, estrictamente políticos. Pero las universidades de hoy —luego de muchos años de políticas federales concentradas en ligar evaluación, calidad y desempeño— han vuelto a nuestras instituciones organizaciones esquizofrénicas: tiene que hacer docencia, investigación, extensión y difusión, pero también rendir cuentas, exhibir indicadores y reconocimientos en las vitrinas institucionales, procurar buenas relaciones con los poderes públicos y, además, mantener la estabilidad de sus instituciones. Son espacios sobrecargados de exigencias sociales, económicas, políticas y culturales. Hay también zonas oscuras y brillantes, liderazgos académicos probados, procesos discretos de trabajo docente cotidiano, junto a frustraciones, envidias y rencores acumulados por diversas zonas de una comunidad de más de 235 mil estudiantes, donde laboran más de 15 mil profesores e investigadores y casi 9 mil 500 trabajadores administrativos y de servicio.

      Todo esto ocurre en la UdeG. Y por ello, o a pesar de ello, la universidad es una institución central para la vida pública, política y social de Jalisco, cuyas contribuciones son fundamentales para entender lo que ha ocurrido en la entidad en los últimos 90 años. Hoy que el calendario institucional cierra y abre un nuevo ciclo universitario, quizá sea el momento de volver la mirada al pasado remoto y reciente de nuestra universidad, para vislumbrar, con la palidez de lo inmediato, los desafíos de su propio futuro.

      3 Señales de Humo, 31 de enero de 2013.

      En el lenguaje de la historia reciente de las universidades mexicanas, la palabra “modernización” significa casi cualquier cosa que uno pueda imaginar. Suena a algo parecido a ser actual, estar al día o a la moda, parecerse lo más posible a alguna universidad exitosa en el mundo, figurar en los rankings internacionales o locales, ser atractiva para los estudiantes, tener buenas instalaciones, edificios modernos, inteligentes, con tecnologías de información y comunicación de última generación, bellos jardines, ciclopistas, declaraciones de sus campus como “verdes”, “saludables”, “libres de humo”. Pero no basta parecer modernas, sino también serlo: la modernización también significa rendir cuentas al gobierno, acreditar la calidad de sus programas de licenciatura y de posgrado, presumir a los buenos estudiantes y a sus egresados exitosos, ser eficientes, innovadoras, internacionales. Cuentan también sus profesores e investigadores, sus altas cualificaciones y credenciales académicas (doctorados, posdoctorados, formados de preferencia en universidades norteamericanas o europeas), sus cuerpos académicos consolidados, el número de investigadores reconocidos en el Sistema Nacional de Investigadores, cuántos de sus profesores alcanzan la calificación de “perfiles deseables” en el ahora modernísimo Prodep (Programa de Desarrollo del Personal Docente), que es la nueva versión del viejo Promep (Programa de Mejoramiento del Profesorado).

      ¿Cómo ocurrió todo? Vale la pena recordar que los vientos de la modernización de la educación superior que llegaron en los primeros años noventa del siglo pasado a las playas universitarias intentaban transformar a instituciones consideradas hundidas en los pantanos del despilfarro, la corrupción académica, la politización salvaje, desvinculadas de las necesidades sociales y encerradas en sus torres de marfil. La palabra “crisis” estaba de moda, y con ella se resumía la situación de las universidades públicas. Y el diagnóstico anticipaba la receta: para enfrentar la crisis de la universidad se requería una operación de modernización, de actualización de las universidades para adaptarse a los cambios ocurridos en el contexto nacional e internacional que emergía tras la crisis económica del capitalismo de los años ochenta y los movimientos democratizadores de los noventa —la “tercera ola de

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