Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva

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Superficie de imágenes - Adrián Acosta Silva

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lectura, pero atentos a los personajes y personajillos que deambulan por la feria. Niños corriendo, jugando entre los estands, junto a observadores ensimismados que ojean cuidadosamente las páginas de un nuevo libro. Edecanes guapas atendiendo a individuos despistados, ofreciendo pases para la presentación de algún libro escrito por el autor o autora de la editorial que contrata sus servicios. Funcionarios públicos o universitarios paseando frente a académicos y académicas que buscan libros para sus clases. El olor a papel nuevo, a tinta, a plástico, que se confunde con el olor de las multitudes, de la comida, de las alfombras perfumadas de los pabellones, del cemento fresco de los pasillos.

      Las ferias de libros son no sólo ferias de vanidades, sino también de imposturas intelectuales, literarias y académicas. El prefijo “pseudo” acompaña inevitablemente la presentación de muchos libros, conferencias y talleres. Los libros de autoayuda, de superación personal, profecías y horóscopos, instructivos para dibujar mandalas, textos de esoterismo y metafísica, biografías de personajes famosos, de grandes escándalos de la historia, semblanzas y memorias de cantantes y grupos, forman parte de las imágenes dominantes que se amontonan en los miles de metros cuadrados de la Expo Guadalajara. Títulos como “Las grandes mentiras de…”, “La verdadera historia de…”, “Lo que Usted no sabía de…”, “La única y verdadera historia de…”, “Mitos y leyendas sobre…”, “Los mil” (o cien, o cincuenta) “libros” (discos, películas) “que Usted tiene que” (leer, escuchar, ver) “antes de morir”, dominan en modo imperativo la oferta masiva de publicaciones que uno puede encontrar en esta o cualquier otra feria.

      El ritmo frenético de presentaciones de libros se sucede durante los nueve días que dura el espectáculo. Uno tras otro se llenan y vacían los espacios dedicados a las presentaciones, donde el autor o la autora, los comentaristas de rigor, los paneles y coloquios que dan formato a las sesiones, tienen el tiempo medido y contado (y supervisado) por los organizadores. La gestión del tiempo es vital para el desarrollo del evento, un recurso siempre escaso y valioso que determinan los relojes que gobiernan la acción de autores y presentadores.

      La curiosidad intelectual, la paciencia lectora, la voluntad de leer, son hábitos extraños, raros en estos y otros tiempos. Sin embargo, es posible identificarlos entre los asistentes en el enorme pero ambiguo territorio de la feria. Suelen pasar desapercibidos entre el ruido y la furia comercial del entorno que cobija dichas prácticas, pero, sin duda, existen. Como ejercicio de soledad, individual e intransferible, la experiencia lectora constituye la posibilidad de una transformación súbita, una conversión de un “hombre gris” a un “don Quijote”, como escribiera Borges en La trama.

      Las ferias como experiencias colectivas nunca eliminan el silencio y la soledad de las lecturas individuales. Siempre recuerdan las fotografías de André Kertész, que registran en sobriedad blanco/negro escenas de lectores y libros en pueblos y ciudades, en casas, en calles, en azoteas y bibliotecas. Una postal iluminadora: un hombre tirado boca abajo, sobre una estrecha banca de madera, leyendo absorto las páginas de un libro, bajo un montón de disfraces de lentejuelas, de payasos, magos y bailarinas, que cuelgan sobre las paredes, suspendidas silenciosamente sobre el hombre y su libro. La fotografía se titula Circus, y está fechada en Nueva York el 4 de mayo de 1969 (A. Kertész, Leer, Periférica & Errata Naturae, España, 2016, p. 20). El poder de esa imagen, su contexto, sus protagonistas, sus evocaciones, relatan una historia que bien puede ocurrir dentro y fuera de los recintos atestados, enloquecidos, multitudinarios, de una feria como la de Guadalajara.

      9 Campus Milenio, 30 de noviembre de 2017.

      La semana pasada un episodio escandaloso circuló por las venas abiertas de las redes sociales. Un profesor universitario aparecía impartiendo clase frente a un grupo de estudiantes de una escuela preparatoria de la Universidad de Guadalajara, hablando de manera “soez y poco apropiada” (según lo calificó la directora de dicha escuela) sobre la violencia contra las mujeres. En pleno Día Internacional de la Mujer, el escándalo se volvió “viral” y el profesor fue exhibido como misógino, machista e ignorante. Aunque luego se supo que el video había sido filmado y editado por los propios estudiantes, y fue “descontextualizado” de la clase completa del citado profesor (clase que tiene el paradójico título de “Habilidades del aprendizaje”), el daño ya estaba hecho. Las autoridades universitarias anunciaron rápidamente un procedimiento administrativo y posibles sanciones al profesor. No se sabe en qué terminará este drama minúsculo de la vida universitaria.

      La nota llama la atención porque retorna al primer plano una discusión clásica: el de los límites entre la libertad de cátedra, la ética académica y la corrección política. Más allá del linchamiento mediático al profesor, del clima de indignación moral que suscitó en las redes el video, y de la confirmación de los efectos indeseables del poder de la información que circula en las redes sociales, lo que resulta relevante es la confirmación de la ambigüedad de los límites entre los imperativos éticos, la responsabilidad intelectual y las prácticas académicas universitarias. ¿Hasta dónde un profesor o profesora puede ejercer la libertad de cátedra en el ejercicio cotidiano de su labor frente a los estudiantes? ¿Es legítimo que los estudiantes utilicen las nuevas tecnologías para realizar labores de espionaje y denuncia sobre sus profesores? ¿Cómo actúan las autoridades universitarias frente a este tipo de actos, más comunes y cotidianos de lo que se piensa? Las lecturas del asunto son diversas debido precisamente a la naturaleza pantanosa de las relaciones entre estos componentes. Atribuir a las redes sociales la culpa de las deformaciones de una información pública, al profesor el uso de un lenguaje no apropiado, o a la pureza de las normas burocráticas universitarias el cumplimiento de las labores académicas, significa eludir la complejidad del asunto.

      Que un profesor exprese una opinión, ofrezca un ejemplo, o recurra a cierta dramatización de algún tema o situación, es cosa de todos los días. Son usos y costumbres que intentan llamar la atención de los estudiantes sobre temas o problemas de algún tipo. De alguna manera, son herramientas retóricas que dependen del criterio, la experiencia o la capacidad intelectual del profesor o profesora, del tipo de materia que se trate, del programa que corresponda. La libertad de enseñanza supone justamente eso: que el profesor tenga la autoridad académica y la libertad para expresar sus conocimientos u opiniones, así sean polémicas o políticamente incorrectas, bajo el supuesto de que ello es un recurso pedagógico propio del ámbito académico universitario.

      Que un maestro utilice ejemplos que no van al caso, con un lenguaje donde la grosería y la vulgaridad colorean sus ejemplos, son muestra de las limitaciones académicas e intelectuales del profesor, no problemas de la libertad de cátedra. Pero si a eso se agrega el clima de resentimiento que puede existir en ciertas comunidades, y la probada capacidad de escándalo que las imágenes y palabras tienen entre los usuarios adictos a las redes sociales, que conquistan el éxito y la atención pública por unos minutos o por unas horas, la actividad académica universitaria se vuelve el producto de las aguas revueltas y en ocasiones empantanadas de la corrección política, el linchamiento moral y la precariedad intelectual de profesores, estudiantes o autoridades universitarias.

      La ubicuidad de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales los ha convertido en instrumentos de denigración y chismes que antes se refugiaban discretamente en las paredes de los baños escolares, o que circulaban como anécdotas en las fiestas de profesores o estudiantes. Las tendencias a la moderación y la prudencia pública —ese “viejo arte de saber quedarse callado en público”, como le denomina Enzesberger en Reflexiones del Señor Z— parecen desvanecerse entre profesores y estudiantes universitarios. En organizaciones como la universidad, que legitiman su función justamente por el ejercicio de la libertad de reflexión, debate y discusión que teóricamente caracterizan su vida intelectual y académica, la instalación en el subsuelo institucional de prácticas de enseñanza en climas de temor, de venganza y búsqueda deliberada del escándalo y la humillación,

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