Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva

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Superficie de imágenes - Adrián Acosta Silva

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medio de ese restablecimiento, el gobierno ordenó inmediatamente apresar y destituir en masa a miles de dirigentes, funcionarios y políticos, acusados de participar en la revuelta. Nunca como ahora la expresión “cabeza de turco” (el equivalente a la de “chivo expiatorio”) tuvo tanta aplicación política, simbólica y práctica para focalizar la venganza presidencial en individuos y comunidades específicas. Y entre esos miles se encuentran rectores, académicos y funcionarios de las universidades públicas y privadas del país. Según fue dado a conocer por distintos medios, una de las acciones inmediatas fue la “purga” de más de 15 mil maestros del sistema educativo básico, además del despido de “todos los rectores y decanos de facultades (1,577 académicos)”, por orden directa del presidente turco (La Vanguardia, Barcelona, 20/07/2016). Además, “a los profesores y empleados de las universidades se les prohibió salir al extranjero y se exigió a los que participan de intercambios que regresen” (El País, 21/07/2016). Se decretó también “el cierre de 15 universidades y de 1,043 escuelas privadas y residencias de estudiantes” (El País, 24/07/2016).

      Estos acontecimientos ocurren en uno de los países de la zona euroasiática que más rápidamente se han occidentalizado en una región dominada por el islamismo. Con más de 180 instituciones de educación superior públicas y privadas (de las cuales 104 son universidades públicas sostenidas por el Estado), que tienen una población de más de un millón de estudiantes, el sector educativo superior es un conglomerado de universidades tradicionales y modernas que investigan, imparten cursos de pregrado y posgrado, y cada vez más realizan intercambios con numerosas universidades europeas y norteamericanas.

      Las dos principales universidades turcas son la de Estambul —fundada en 1453 y transformada en 1933 como universidad pública, en el contexto de la constitución de la actual República de Turquía— y la de Ankara —fundada en 1946, y que se presenta como la “primera universidad de la República”—. Según aparece en sus sitios web, la primera tiene 90 mil estudiantes de pregrado y posgrado, y la segunda, 40 mil con 1,639 profesores. Ambas instituciones reflejan en buena medida el perfil de la educación universitaria turca contemporánea, como espacios académicos dominados por el interés científico y profesional propio de las repúblicas laicas, coexistiendo con una cultura cotidiana dominada abrumadoramente por el islamismo.

      Pero esas universidades reflejan también la accidentada historia política de su país, una historia de tensiones entre un régimen democrático semipresidencialista, liberal y laico, impulsado por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) —constituido por Mustafá Kemal Atatürk, un liberal de filiación centro-izquierda, y considerado como el fundador de la Turquía moderna en los años treinta—, y un régimen democrático teóricamente laico, pero prácticamente protoislamista, representado por el gobernante AKP. En ese contexto se formaron liderazgos como los del expresidente Abdullah Güll (2007-2014), antecesor del actual presidente Erdogan. Güll fue rector de la Universidad de Estambul antes de ser nombrado primer ministro (2003-2007) y de fundar, junto con Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo. Pero esas instituciones fueron también parte de la trayectoria política de Fetullá Güllen, el intelectual, teólogo, empresario y predicador que fue mentor del actual presidente turco y que ahora vive exiliado en Estados Unidos, y al que Erdogan acusa de la autoría intelectual y organizativa del fallido golpe de Estado. Esa historia política, de alianzas frágiles y de pleitos sólidos, es la historia de la constitución de un sector universitario ligado a los intereses de las élites del poder gubernamental turco.

      Pero las universidades turcas son instituciones que, en sentido estricto, no tienen autonomía política. Ese es el hecho que explica el acontecimiento de la purga universitaria. Sus rectores son propuestos por académicos y un Consejo Nacional de Educación Superior (dominado por el gobierno), pero son nombrados por el propio presidente de la república. Es decir, aquellos órganos proponen, pero el presidente dispone. Eso asegura al ejecutivo turco un enorme poder para decidir los máximos puestos de responsabilidad universitaria, pero también para remover o nombrar a los profesores. Ello explica la celeridad de las acciones de destitución y despido de rectores y académicos. Las primeras reacciones frente a los hechos, acaso inspiradas por el temor, han sido de pasividad. Hasta ahora, ni los estudiantes universitarios, ni los académicos, ni los propios rectores, han manifestado su posición frente a las acciones presidenciales, y la comunidad académica internacional ha permanecido en silencio frente a una acción que, de haberse producido en América Latina o en Europa, por ejemplo, habría provocado muy probablemente movilizaciones por la violación de la autonomía universitaria.

      La historia de las rebeliones y de los reordenamientos políticos coloca a las universidades en posiciones muy complicadas, y Turquía no es la excepción. Hoy, los rectores y muchos profesores e investigadores cumplen el papel de “cabeza de turco” para el gobierno de ese país, empeñado en destruir cualquier rastro del intento golpista. Los colocan como aliados de los golpistas y como parte de las redes de influencia del imán Güllen. Atrapadas y arrastradas por la vorágine de violencia y política de la coyuntura, es claro que no corren buenos tiempos para las universidades de la hermosa y convulsiva República de Turquía.

      12 Campus Milenio, 4 de agosto de 2016.

      En tan sólo seis meses, entre marzo y octubre de 1918, una serie de acontecimientos ocurridos en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, marcaría el espíritu intelectual y político de una época, un espectro que recorrería con diversas intensidades a las universidades públicas latinoamericanas y caribeñas. Expresión de rebeldía contra el statu quo universitario de principios de siglo, un grupo de estudiantes cordobeses, encabezados, entre otros, por Deódoro Roca —un destacado estudiante de derecho—, declararon una huelga general para impedir la elección de un rector, tomaron el frontispicio del edificio de la universidad, enarbolaron la bandera de la Federación Universitaria de Córdoba, y, sólo unos días después, proclamaron el célebre Manifiesto Liminar, la expresión simbólica más conocida del movimiento estudiantil que asumió la idea de la reforma de la universidad. Todo esto ocurrió en menos de una semana. La huelga inició el 15 de junio y el manifiesto fue publicado el 21 de junio.

      Fueron días seguramente intensos, ajetreados, difíciles. Fue el tiempo comprimido de una juventud que “ya no pide, sino exige derechos”; que reclamaba la “revolución de las conciencias”; que acusaba la “insolvencia moral” de las autoridades universitarias; que afirmaba la certeza de que “estamos pisando una revolución, estamos viviendo una hora americana”. Frases poéticas y retórica incendiaria que habitan el corazón encendido del discurso que simboliza el manifiesto. Palabras del mascarón de proa del movimiento reformista: “una vergüenza menos, una libertad más”. A raíz de ello, del impulso a un cambio en la orientación, la estructura y el funcionamiento de la configuración y prácticas de la universidad, emergería una agenda de transformaciones que incluiría el cogobierno universitario, la autonomía, la docencia libre, la democratización, el libre acceso a la universidad, el reconocimiento por parte del Estado de la autoridad intelectual, social y política de la universidad en la construcción de las sociedades nacionales.

      La épica cordobesa se extenderá a lo largo del subcontinente durante el siglo XX, aunque sus expresiones locales no fueron homogéneas. Se combinaría, por ejemplo, con la experiencia de la Universidad Nacional de México que refundara Justo Sierra durante el último año de la dictadura de Porfirio Díaz, y que en 1918 sobrevivía a duras penas entre las balas y cañones de la Revolución Mexicana, atrapada entre la retórica revolucionaria que le imprimiría Vasconcelos y la estirpe autonómica y liberal que le insuflara Justo Sierra. Muchos tipos de autonomías, de cogobiernos, de estructuras y prácticas académicas se configurarían en los distintos territorios y poblaciones universitarias. Ello no obstante, Córdoba importa más por lo que representa que por lo que fue: la expresión de un reclamo paradójico, a la vez corporativo y liberal, para transformar una institución cuyo pasado colonial se expresaba en

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