Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva

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Superficie de imágenes - Adrián Acosta Silva

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calidad y un financiamiento público competitivo, diferencial y condicionado.

      Pero una incómoda sensación déjà vu flotaba en el ambiente. La idea de la modernización era, paradójicamente, una idea vieja, surgida en el imaginario de las élites intelectuales y políticas del siglo XIX, convencidas de que el futuro social y económico de los países estaba ligado al combate a lo tradicional y al conservadurismo. Ser moderno significaba dejar atrás usos y costumbres, tradiciones ancladas al pasado rural y comunitario, autoritarias e ineficientes, para transitar a sociedades urbanas, industriales, educadas, productivas, liberales y democráticas.

      En México, el discurso neomodernizador enarbolado por el salinismo (1988-1994) que se abría paso en medio de la crisis de los años ochenta no era nuevo. Antes, en otros tiempos y con otros actores, se habían desarrollado por lo menos dos modernizaciones de la educación superior. La primera fue lanzada por el presidente Porfirio Díaz, en el ocaso de su mandato y relevancia política. La inauguración de la Universidad Nacional de México, justo el año del primer centenario de la independencia, formó parte de la gran cruzada modernizadora que el porfiriato emprendió en todo el territorio nacional en la primera década del siglo XX: edificios, museos, trenes, plazas públicas, iluminación de calles, tranvías eléctricos en las ciudades, escuelas en las grandes poblaciones del país.

      Pero el primer y último intento de modernización porfirista fue barrido por los tiempos violentos de la Revolución. Las universidad de México, y varias estatales, sufrieron los efectos de la transición de un régimen dictatorial hacia un régimen popular-nacional, un periodo que puede ser mirado en las sabias palabras del historiador británico John Calhoun respecto a las revoluciones: “El intervalo entre el declive de lo viejo y la formación y el establecimiento de lo nuevo siempre constituye un periodo de transición, el cual es necesariamente un periodo de incertidumbre, confusión, error, y salvaje y feroz fanatismo” (A Disquisition on Government).

      No sería hasta los años cuarenta cuando una segunda modernización se colocaría en el centro del lenguaje público y las creencias, los deseos y las expectativas sobre las universidades. La construcción de Ciudad Universitaria de la UNAM, y la creación de nuevas universidades públicas estatales, significaba que el país progresaba y se desarrollaba. La segunda modernización universitaria representaba autonomía, libertad de investigación y de cátedra, el acceso de nuevos estratos y grupos sociales a la universidad, la contratación de profesores de tiempo completo. Pero la nueva modernización traía consigo los gérmenes de la nueva universidad: burocratización, politización, expansión no regulada ni planeada, masificación. La transición de la universidad tradicional a la moderna ocurriría en un tiempo dilatado y largo. Iniciaría con el alemanismo y terminaría con el movimiento estudiantil de 1968.

      La tercera modernización universitaria experimentada en los años noventa surgía entre los escombros de la crisis de financiamiento público, las políticas neoliberales de ajuste y reestructuración económica, y los reclamos de la democratización política que se formaron lentamente en los años setenta y ochenta. La idea tradicional de la reforma universitaria, que formaba parte de los relatos convencionales del cambio en las universidades públicas, fue sustituida o desplazada por la idea de la modernización. La primera implicaba el financiamiento público sostenido, el respeto a la autonomía universitaria y el fortalecimiento de las tradiciones del gobierno compartido de la universidad (estudiantes y profesores). La segunda implicaba un nuevo contrato: mayores regulaciones gubernamentales a la universidad, evaluación, calidad, financiamiento condicionado, fortalecimiento de la gestión directiva centralizada, planeación integral, estímulos al desempeño.

      Ese desplazamiento de la idea de la reforma por la idea de la modernización en las universidades públicas es una historia política e intelectual que aguarda a ser reconstruida con evidencia, precisión y claridad. No es sólo un asunto de necesidad, o curiosidad, académica, sino de precisar el alcance y los límites del tipo de modernización que han experimentado las universidades públicas mexicanas en el último cuarto de siglo.

      4 Señales de Humo, 12 de septiembre de 2015.

      Desde hace tiempo se tiene la sospecha, y, en no pocas ocasiones, la certeza de que el plagio académico es una práctica común entre estudiantes, profesores e investigadores universitarios. No hay muchos datos que permitan calibrar las dimensiones de tales sospechas o certezas, pero da la impresión de que las prácticas plagiarias alcanzan ya el envidiable estatus de usos y costumbres en las aulas y cubículos de las universidades públicas o privadas, particularmente en el área de las ciencias sociales. Sin embargo, a falta de datos precisos, grandes y pequeños escándalos se han acumulado sin prisa pero sin pausa en el horizonte público mexicano en los últimos años. El más reciente se descubrió en la Universidad Michoacana, cuando un investigador de esa institución, el doctor Rodrigo Núñez, excoordinador de la maestría en historia de esa institución, fue acusado por plagiar no solamente un artículo de investigación de una académica española, sino incluso su propia tesis doctoral, presentada y avalada en el prestigiado Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, una de las instituciones académicas más serias y reconocidas del país y de América Latina (http://www.eluniversal.com.mx/articulo/cultura/letras/2015/07/6/nuevo-caso-de-plagio-serial-en-la-academia).

      Pero no es el único caso. Hace un par de años, un historiador de la UNAM, el doctor Boris Berenzon, también fue descubierto en el acto. Como el de la Michoacana, también había alcanzado los más altos honores académicos de la carrera universitaria, incluyendo nombramientos, estímulos económicos y la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores (SIN), el esquema meritocrático más importante del país (http://www.jornada.unam.mx/2013/08/16/sociedad/034n1soc.). El académico y ensayista Guillermo Sheridan acaba de publicar en su columna habitual de El Universal, con envidiable sentido del humor, el sorpresivo descubrimiento de un plagio a su propia obra por parte de un investigador de El Colegio de San Luis, y también miembro destacado del SNI (el doctor Juan Pascual Gay) (http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/guillermo-sheridan/cultura/2015/06/30/candidato-fantasma-pide-auxilio).

      Los casos, las instituciones involucradas y los personajes mencionados documentan, con preocupación y ciertas dosis de morbo, la expansión de una práctica que se cree o se creía controlada por la ética de la convicción académica, por la ética de la responsabilidad intelectual, o por las reglas básicas del oficio. Después de todo, la actividad académica exige, como todo oficio que se respete, códigos de honor, compromisos mínimos que tienen que ver con la honestidad intelectual, el respeto a las ideas y contribuciones de otros, el reconocimiento de los argumentos, los datos, los métodos, las obras y los logros de los colegas, maestros y discípulos de la academia y de la vida intelectual local, nacional o internacional. Esos códigos permiten alimentar con las flores simbólicas de la confianza el desarrollo de las rutinas más elementales de la enseñanza y la investigación universitaria: publicaciones, seminarios, clases, talleres, conversatorios.

      Lo interesante del asunto es, por lo menos en parte, las reacciones que suscita. Y con el estallido ocasional de preocupaciones y escándalos pueden distinguirse por lo menos dos tipos de grandes posiciones en el campus universitario: el de los depredadores y el de los moralistas. Los primeros son aquellos que con variables dosis de cinismo, caradura u oportunismo puro y duro, se aprovechan de entornos poco exigentes con la evaluación de trayectorias escolares y académicas, o con la laxitud en la revisión de textos y publicaciones, y que aprovechan hábilmente la ausencia o debilidad de los mecanismos éticos o profesionales que teóricamente garantizan la honestidad intelectual y la confianza académica en los procesos de formación que tienen lugar en las universidades. Los moralistas, por su parte, son los que ven con indignación y hasta con escándalo cómo proliferan de manera incontrolable las prácticas de plagio en las universidades, tanto entre sus colegas como entre los estudiantes. Ambos tipos de posiciones coexisten con aquellas

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