Superficie de imágenes. Adrián Acosta Silva
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Pero sea en el tema sexual, en el uso de los recursos públicos o en el ámbito estrictamente académico, la corrupción es una bestia multiforme. Desde hace tiempo el fenómeno dejó de ser solamente una colección de anécdotas y chismes para convertirse en un comportamiento social más complejo y profundo. Aunque los actos de corrupción son individuales y ocurren en contextos específicos, las dimensiones, componentes y alcances de esas prácticas forman parte del orden institucional universitario contemporáneo, y su magnitud se ha vuelto mayor debido a los procesos de masificación que la educación superior ha experimentado en los últimos treinta años. Después de todo, la universidad es una institución de poder, que confiere títulos, diplomas y certificaciones, que contribuye significativamente a la movilidad social ascendente, asigna posiciones y puestos, que recibe y distribuye recursos, que proporciona status, un sitio, un lugar, a los individuos y grupos en la vida social, política y académica.
Por ello, por ese poder institucional, la universidad se ha consolidado como un espacio política y socialmente apreciado. Ahí se configuran redes familiares y sociales que frecuentemente se expresan también como redes políticas, académicas y profesionales. Pero esta dinámica no se deriva automáticamente de una lógica de corrupción, pues la configuración del capital académico e intelectual de grupos e individuos pasa también por prácticas de probidad y exigencias éticas que se heredan de generación en generación en las distintas disciplinas científicas y campos profesionales que coexisten en la universidad. Ese es en realidad el núcleo duro, simbólico y práctico de la legitimidad y prestigio institucional de la vida universitaria.
El problema de la corrupción es que no sabemos muy bien cómo identificarla y enfrentarla con eficacia. En el ámbito sexual, hay un orden institucional —un “orden de género”, dirían las especialistas del tema— que naturaliza el acoso y el chantaje como prácticas cotidianas, y se expresa en los códigos de comportamiento de profesores y autoridades, que supone complicidad y umbrales de tolerancia, digamos, muy elásticos. En el ámbito académico, hay también un orden que tiene que ver con el trato diferencial hacia políticos y famosos, pero que coexiste con los efectos perversos de las políticas de calidad que determinan los apoyos y recursos externos a las universidades: contratación de profesores con doctorados de dudosa reputación, exigencias de altas tasas de eficiencia terminal de estudiantes de licenciatura o posgrado, producción de indicadores de éxito laboral de los egresados. En el ámbito administrativo, el desvío de recursos, la malversación de fondos, son prácticas que muestran el lado más grotesco e irritante de la corrupción.
El fenómeno, sus evidencias, sus complejidades, están ahí. El problema es que no sabemos muy bien cómo reconocerlo y qué hacer con él. Cuando el orden institucional naturaliza o vuelve invisibles esas prácticas, tenemos dificultades mayores para diferenciar, matizar, distinguir las distintas formas de corrupción universitaria. Y los actos de fe nunca son suficientes para exorcizar sus demonios sin correr el riesgo de expulsar también a nuestros ángeles.
17 Campus Milenio, 21de junio de 2018.
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