Post. Centro de Estudios Legales y Sociales
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Algunas de esas noches, helicópteros policiales sobrevolaron la toma a muy baja altura y apuntaban a las casillas con reflectores. Les niñes se despertaban por el ruido como si vivieran una pesadilla.
Un aspecto del conflicto tenía que ver con que el discurso oficial en los medios sostenía que, en realidad, no había tanta gente en el predio, que solo quedaba un núcleo de un centenar de familias. Para la organización de la toma era fundamental mostrar la fuerza y la vigencia del asentamiento. Cuando se estaban por vencer los plazos judiciales, el gobierno se acercó de otro modo al territorio, como una manera de que la salida política ganara fuerza ante la inminencia del desalojo. Más allá de las tensiones, las partes lograron negociar y coordinar un nuevo censo en el que se pudo demostrar el volumen vigente del conflicto y a partir del cual el gobierno provincial tuvo un mejor conocimiento y contacto con la situación.
Entre el 19 y el 21 de octubre se realizó el nuevo censo, esta vez organizado en conjunto, entre las familias, delegades, organizaciones y el dispositivo interministerial, con organismos de derechos humanos como veedores. El resultado fue que había cerca de 1400 familias con necesidad de una solución. El 26 de octubre aparecieron nuevas propuestas del gobierno que incluían lotes con servicios para 650 familias, la inscripción en el Plan Bonaerense de Suelo, Vivienda y Hábitat, el uso de once hectáreas y media para asentamientos transitorios y subsidios. La propuesta incluía la conformación de una mesa de seguimiento, con la participación del Serpaj y del CELS como veedores del proceso de realojamiento.
Un día después, el 27 de octubre, les delegades y referentes de las organizaciones visitaron los terrenos asignados al alojamiento de transición. Se estableció un circuito de validación del acuerdo en las asambleas de cada barrio; la propuesta del gobierno provincial comprendía diferentes tipos de respuestas que, en conjunto, implicaban una solución habitacional para todos los barrios. La construcción de este acuerdo, asamblea por asamblea y con la amenaza cercana del desalojo, era de por sí compleja, pero avanzaba. El 28, este proceso se interrumpió cuando el gobierno sostuvo que no podía ofrecer garantías de que no hubiera un desalojo, mientras continuaba el trabajoso proceso de establecer acuerdos en cada asamblea. El fiscal, que ya había coordinado los preparativos del operativo policial, presionó para concretar el desalojo en el plazo dispuesto por el juez Rizzo y el gobierno no pidió más tiempo. No resulta posible dar una única explicación de por qué no prosperaron el diálogo y la posibilidad de una solución política. Lo que sí puede afirmarse es que el desalojo ocurrió cuando todavía estaba en tratativas una salida acordada del predio.
Implacable
El llamado “operativo implacable” arrancó el 28 de octubre por la noche, con movimientos de patrullas, micros, ambulancias y agentes alrededor de la Escuela de Policía Juan Vucetich en Ezeiza. Cuatro mil efectivos bonaerenses al mando del ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, se trasladaron esa madrugada y a las cinco ya se encontraban en el predio. Cortaron el tendido de luz precario. A media luz, sin mediación ni aviso previo, comenzaron la represión. Incendiaron las instalaciones de la toma. Primero, las comunitarias: las postas de salud, un comedor, la escuelita. Dispararon munición de goma con armas largas y gases lacrimógenos. Cuando les ocupantes escapaban por el predio embarrado debido a la tormenta de los últimos días, la policía prendió fuego a muchas casillas con las pertenencias que habían tenido que dejar atrás.
La primera línea del despliegue fue de efectivos de la policía con la cara cubierta, sin identificación visible y pesadamente armados. Un avance propio de una fuerza antimotines y no de un operativo que busca intervenir sobre una población vulnerabilizada. Algunas autoridades señalaron que la gran dimensión del operativo tuvo que ver con ganar en número como forma de prevenir una intervención más violenta y que se tomaron recaudos para que fuera menos lesivo; por ejemplo, se habían previsto corredores abiertos fuera del predio para que las personas desalojadas no quedaran acorraladas. Sin embargo, el despliegue careció de medidas para minimizar el padecimiento en esa situación extrema, que constan en diversos protocolos. Los testimonios describen que las personas desalojadas de sus casillas corrían en medio del barro y la oscuridad, huyendo de las balas, los gases tóxicos, el fuego, el humo, los cuatriciclos, los helicópteros y las topadoras. Las imágenes son contundentes respecto de la desproporción en el uso de la fuerza.
Las familias que no llegaron a escapar resistían a los gritos y cubrían a les niñes con el cuerpo, para que no les llegaran las balas y para aliviarles el efecto de los gases. En defensa del operativo, les funcionaries dijeron después que casi no había familias y que no había niñes durante el desalojo, que solo quedaban grupos organizados para resistir, con los que se produjo el enfrentamiento. Es verdad que muches no pasaban la noche en la toma en estas fechas críticas, aunque permanecían allí numerosas familias. Si había menos chiques que en los días previos fue porque la organización de la toma les resguardó cuando se acercaban las jornadas más riesgosas. Algunes integrantes del Serpaj intentaron mediar para reducir la violencia, pero terminaron escapando de las balas y de los cuatriciclos policiales que aterrorizaban el predio y los alrededores. Les vecines de la zona también recibieron gases tóxicos y amenazas cuando intentaron asistir o resguardar en sus casas a quienes huían. Les herides, muches por balas de goma, fueron atendides por ambulancias y por las comisiones de salud de las organizaciones reprimidas. También hubo cuarenta y seis detenciones por resistencia y atentado a la autoridad.
Siempre hemos considerado que la presencia de la autoridad política y de funcionaries judiciales en los operativos puede limitar la arbitrariedad policial y reducir la violencia. Sin embargo, esas prácticas no tienen un sentido intrínseco de protección de derechos si la voluntad política es sacar un rédito de la represión. En este caso, que el ministro Berni y el fiscal Condomí Alcorta estuvieran presentes contribuyó a enfatizar la violencia. El fiscal incluso responsabilizó a las familias por la quema de sus propias casas y pertenencias: “Si se prendió fuego a algo fue por el propio accionar de las personas que estaban ahí adentro, que encima tiraban bombas molotov. Tuvo que ver con las gomas que pusieron en todos lados los propios ocupantes”. No hay que ser experte en análisis del discurso para captar la intención estigmatizante de las referencias a las molotov y las gomas. Horas después de iniciado el desalojo, se viralizó una selfie del fiscal junto a dos colaboradores: el paisaje de las casas quemadas, la luz del sol recién salido y un gesto dudoso de sonrisa sintetizaron la crueldad desplegada.
Tres puntos
Como ocurre con este tipo de acontecimientos, en los días siguientes se disputó la descripción y la evaluación política de los hechos. El gobernador de la provincia Axel Kicillof calificó el operativo como un éxito. Describió que la apuesta de su gobierno había sido disponer una respuesta integral para que el desalojo se desarrollara “voluntaria y pacíficamente”, pero que con la orden de desalojo fechada y ante la intransigencia de algunes referentes, más allá de las prórrogas, no fue posible alcanzar un acuerdo.
Destacamos tres puntos centrales en su valoración de la intervención y del operativo de desalojo: 1) como no hubo personas muertas, no hubo represión ni violencia; 2) la toma de tierras −sin distinciones− “no es la solución”, y 3) si no se llegó a un acuerdo, no fue por responsabilidad del gobierno. Tomamos estos argumentos del gobernador por ser la máxima autoridad de la provincia y porque estas ideas fueron ampliamente reiteradas para defender, e incluso reivindicar, el desalojo.
El primer punto reenvía con fuerza a un aspecto central del ciclo de gobiernos kirchneristas, que se conoce como “la política de no represión”. Pocos meses después de diciembre de 2001 y de la masacre de Avellaneda, la cuestión