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del Creador, y qué penosa es la condición del hombre caído, desde Adán en adelante.

      Solo después de la Resurrección de Jesús, pero sobre todo después de Pentecostés, vinieron los apóstoles a entender el sentido de la agonía, Pasión y muerte del Señor. Durante aquellos dolorosos sucesos, ellos fueron los testigos privilegiados pero atónitos de la derrota de su maestro: entendieron poco y nada, y más aun, quedaron profundamente desconcertados y hundidos en el pesimismo. ¿Qué les impedía asomarse al misterio? Más allá de sus posibles falencias personales, una de las razones de su ceguera, la razón histórica, nos obligará a entrar en explicaciones —mínimas— que demoren un tanto la entrada en materia.

      Recordemos lo que aquellos hombres entendían de Jesús de Nazaret. Sin duda creyeron que era el Mesías prometido por Dios a Israel (Mt 16, 16), y por eso le siguieron por toda Palestina (Mc 10, 28). Desde el primer momento quedaron subyugados por la poderosa impresión que les causaba su personalidad. Sin duda lo amaron intensamente, y por eso lo dejaron todo (Lc 5, 11) y le entregaron su vida. Pero un pesado velo les ocultaba su verdadera identidad.

      Ese velo era la creencia común de tantos israelitas de su tiempo acerca del Mesías: lo esperaban como el rey poderoso de un reino temporal, que liberaría a Israel de la dominación extranjera, y que extendería su dominio sobre las naciones de la tierra (Mt 20, 21). Ese equívoco llegó a ser también, para el Consejo superior de los judíos o Sanedrín —sumos sacerdotes, ancianos y fariseos—, uno de los factores más directos de su oposición a Jesús y de su condena a muerte.

      Un pueblo que durante siglos había sido oprimido por sucesivos imperios —caldeo, persa, helénico, romano— tenía la comprensible tendencia a acentuar el sentido político y nacionalista de las profecías mesiánicas, en desmedro de su contenido propiamente religioso y salvífico. Terreno propicio para la extensión de esa tendencia era el carácter formalista y anquilosado de la religión que practicaban y enseñaban muchos sacerdotes y fariseos de la época (Mt 21, 12-16 y 23, 1-10).

      Esta situación hacía incomprensible para la mayor parte de los israelitas, apóstoles incluidos, la idea de un Mesías derrotado y sufriente. A través de los siglos, una incomprensión análoga ha seguido pesando en no pocas conciencias, cristianos incluidos, al menos en la práctica de su vida moral. Hoy pesa sobre nosotros cuando nos escandalizamos del dolor —¡de la cruz de Cristo!—, o cuando esperamos de la Providencia de Dios más prosperidades que cruces, más bienestar que pruebas.

      El que considere a Dios como un Proveedor celestial de bienestar y éxito, y se queje de Él cuando no los consiga, solo en forma muy limitada podrá asomarse a la Pasión de Cristo, mientras no cambie su idea de Dios. Y a la inversa, ese tal escasamente podrá cambiar su idea de Dios mientras no se asome al misterio de la Pasión de Cristo, porque una y otra cosa van juntas. Pues el verdadero seguimiento de la Pasión hace una sola cosa con la conversión personal al Dios vivo.

      El reino de Dios es la implantación de la santidad divina en la creatura humana, es la soberanía divina sobre nuestros corazones. Cada vez que, a lo largo de la historia, esa esperanza sobrenatural se ha desvirtuado, y el reino de Dios se ha confundido con un mesianismo terreno, en general político, o con un estado de cosas de la sociedad civil, por deseable que parezca, se ha distorsionado tanto la santidad del reino como la naturaleza propia de la política, con consecuencias nefastas para la comunidad en cuestión.

      En la esfera personal, de modo análogo, el reino de Dios pasa necesariamente por los proyectos familiares, laborales y sociales de cada uno, proyectos que son buenos o incluso santos de suyo. Pero cuando esos proyectos se van cargando de sentido mundano, puede llegar a ser difícil reconocer en ellos el rostro original de Jesucristo, o incluso pueden llegar a ser contrarios al Evangelio. La conciencia de estos peligros nuestros, sociales y personales, nos hará más fácil comprender los hechos que llevaron a la crucifixión del Señor.

      Pocos episodios habrá que muestren mejor el malentendido mesiánico de Israel, como la reacción de Simón Pedro después de haber reconocido en Jesús al Mesías y al Hijo de Dios (Mt 16, 16), sin entender del todo ni lo uno ni lo otro.

      Precisamente en cuanto reconoció Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16), «desde ese momento comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! Jamás te sucederá eso”. Pero él se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas según Dios sino según los hombres”» (Mt 16, 21-23).

      ¿Por qué esa durísima reprensión? Porque las palabras de Pedro no solo expresaban aquella confusión sobre el Mesías triunfante, sino que conte­nían también un “escándalo”, una piedra de tropiezo, una tentación al mal: la sugerencia de que la misión salvadora de Jesús pudiera llevarse a cabo sin la Pasión y la cruz.

      Sabemos qué dificilmente entra en el corazón humano, ¡en el corazón cristiano!, esta lógica divina de la cruz como camino de la gloria, frente a la lógica mundana del bienestar, del placer, del éxito, de la riqueza, del poder… Pero también sabemos que «quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 27).

      Se entiende entonces que, de la agonía del huerto en adelante, aquellos hombres estuvieran estupefactos y desconcertados, y que por eso mismo fueran cobardes e infieles. La noción de un Mesías derrotado les era inconcebible. Y no fue la menor espina de la Pasión de Cristo aquella falta de comprensión, de solidaridad y empatía de los suyos, a quienes había instruído durante casi tres años en los misterios del reino, cuando tanto quiso necesitar de la compañía de esos pobres hombres, así como hoy necesita de la nuestra.

      Jesús también había predicho que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero el sentido de esa promesa era aun más incomprensible para aquellos hombres: ni siquiera entendían ese lenguaje (Lc 18, 34). De allí su cobardía y su abandono. Sírvanos esta consideración para situarnos ahora nosotros en la única perspectiva adecuada que permite seguir la Pasión: la Resurrección del crucificado. Es el punto de vista exacto que necesitamos para recorrer y contemplar con fruto el camino de Cristo hacia la cruz: su desenlace glorioso.

      En cuanto a Judas, el motivo principal de su traición fue aquel mesianismo terreno de los judíos, y de los apóstoles entre ellos, pero en un grado mucho más agudo, más político y mundano. Le maravillaba el poder evidente de Jesús, manifestado en sus asombrosos milagros, y esa fascinación llegó al máximo cuando el maestro resucitó a Lázaro de entre los muertos (Jn 11, 43-44). Judas esperaba que ese poder lo alzara como el mesías rey de Israel contra romanos y paganos, y que en ese reino temporal obtuviera él un cargo honroso y próspero.

      Pero una y otra vez se ocultaba el maestro cuando las multitudes querían hacerlo rey (Jn 6, 15); incluso hacía milagros en favor de romanos y paganos (Mt 8, 13). Y cuando Judas se convenció de que Jesús no pensaba reinar de la manera que él esperaba, cansado como estaba ya de la vida errante y sacrificada de los apóstoles, decidió abandonarlo. Pero no lo haría sin antes sacar un doble provecho de su traición: ganarse la amistad de los poderosos enemigos del nazareno, que hacían fuerte impresión en él, y obtener una buena suma de dinero.

      Al parecer, dos episodios gatillaron la decisión final de Judas. Seis días antes de la Pascua, cuando María de Betania ungió al Señor con aquel bálsamo de nardo tan valioso, el Iscariote protestó vivamente por ese desperdicio económico (Jn 12, 4-5), y la defensa que hizo Jesús de aquel bellísimo gesto le pareció incomprensible. Y al día siguiente, la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, aclamado por las multitudes como rey de Israel (Jn 12, 12-13), dio a Judas

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