La pasión de Cristo. José Miguel Ibáñez Langlois

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La pasión de Cristo - José Miguel Ibáñez Langlois страница 6

La pasión de Cristo - José Miguel Ibáñez Langlois Patmos

Скачать книгу

todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David» (Lc 2, 10-11). Y a José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21).

      El Hijo de Dios se hace hombre para que el perdón de los pecados no sea una simple amnistía o un mero “perdonazo” celestial sin parte humana, sino una redención plena del hombre caído por parte del hombre que es Dios. Redimir es pagar un precio por un bien que se recupera o rescata: «Habéis sido comprados a un gran precio» (1 Cor 6, 20), el precio absolutamente máximo de la sangre de Cristo.

      ¿Por qué la sangre? Desde antiguo los hombres ofrecían a Dios o a los dioses ciertos sacrificios de bienes valiosos —animales— para ser perdonados. El sacrificio es una ofrenda a Dios para adorarlo y obtener algo de Él. El Antiguo Testamento incluía esos sacrificios de animales como parte esencial del culto divino (Ex 24, 5; 29, 1-42). Pero «siendo imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados» (Hb 10, 4), viene el Hijo mismo a hacerse hombre y ofrecer su propia sangre como sacrificio, oblación u ofrenda agradable a Dios (5-10).

      Lo absolutamente valioso de esta ofrenda expiatoria de Cristo es el dolor padecido por amor, es el amor que se expresa en el dolor. También cuando nosotros hablamos de expiar o desagraviar o reparar por los pecados propios y ajenos, solo podemos hacerlo por un acto de amor —a Dios y al prójimo— y en unión con Cristo, por él y con él, unidos por la oración a su sacrificio de amor en la cruz.

      Sufrir no es algo de suyo religioso: es simplemente la condición del hombre después de la culpa original. Lo cristiano es el sufrimiento vivido como ofrenda de amor unida al amor de Cristo crucificado. Por eso mismo no hay cristianismo sin cruz, sin sacrificio: el que lo pretenda cae en un espejismo perverso.

      Todo sacrificio nuestro, toda renuncia y ofrenda de un bien valioso, así como toda aceptación de un mal doloroso, como verdaderos sacrificios que son, expresan nuestra adoración ante la Majestad divina, y nuestra total dependencia con respecto a Dios. Pero poco y nada pueden valer esas ofrendas si no se identifican con la de Cristo en su Pasión. Y cuanto más consciente y deliberada sea esa identificación, más seguros estamos de que tales sacrificios, los que sea, alcanzan a los cielos por la mediación de Cristo sumo y eterno sacerdote.

      A partir del perdón de los pecados, la Pasión del Señor trae positivamente a la humanidad una vida nueva: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). ¿Qué vida es esa? Es la «vida en Cristo», la vida de los hijos de Dios, la maravillosa vida sobrenatural de la gracia santificante (Rom 6, 22-23), que por los sacramentos y por la fe, la esperanza y la caridad nos diviniza: nos incorpora de manera indecible al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y nos une a nuestro prójimo como a Cristo mismo. Y así, como hijos de Dios, la Pasión nos franquea las puertas de la vida eterna (1 Jn 2, 25), que permanecían cerradas para nosotros a causa de nuestras culpas.

      A veces se piensa que Cristo cargó tan solo con el castigo que merecían nuestras culpas, y que lo hizo en vez de nosotros, por sustitución; que nos reempazó en el castigo, lo que habría sido ya sumamente generoso de su parte, pero no sería ni la sombra de lo que ocurrió. Esa versión tan jurídica de la Pasión, como un intercambio de castigos por nuestros pecados ante un Dios ofendido que pide satisfacción, ¿puede despertar en nosotros algo más que cierta gratitud, puede suscitar el amor encendido que despierta en nuestros corazones el Cristo identificado con nuestra miseria total?

      Pues el misterio más inaudito y más adorable de la Pasión es este: la santidad de Cristo es infinita, y su imposibilidad de pecar es absoluta; y sin embargo él, el Hijo de Dios, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), el ser más puro que los mismos cielos, y ante el cual hasta los ángeles son de barro, en forma completamente misteriosa quitó el pecado del mundo haciéndolo suyo propio. Por decirlo así, no lo tomó sobre sus hombros, sino sobre su corazón, dentro de su insondable corazón. Debió hacerse una violencia tremenda para cargar en su corazón con aquello que él más odia en este mundo, con lo único que él odia: lo anti-Dios, que eso es el pecado; tomó como suyo lo que él aborrece con toda su fuerza divina y humana.

      Cuando decimos «como suyo propio» apuntamos a un misterio que nos sobrepasa, y cuya expresión verbal no puede sino ser deficiente; pero así y todo, debemos ser fieles a la palabra del apóstol: Dios lo hizo pecado. Esta identificación suya con el pecado es la obra de una amorosísima solidaridad con lo más miserable de nosotros mismos, que es también lo más opuesto a su propio ser. No tenemos la menor idea, la menor explicación, de cómo pudo ser esto, ¡pero fue! El más inocente y puro de los seres que jamás hayan existido lleva ahora en su conciencia más crímenes que los seres más depravados y malignos del género humano. El tedio, la tristeza de muerte y el desfondamiento anímico del Señor son la consecuencia directa de esa apropiación.

      Si se nos permite expresar en imágenes el misterio, diríamos que Jesús, en el momento de levantarse de su postración en el huerto, a duras penas se reconoció a sí mismo: se vio como otro. Fue como si sus manos estuvieran rojas de sangre inocente, y sus labios manchados por la mentira, y sus ojos ensuciados por visiones impuras, y su mente oscurecida por pensamientos innombrables, y su corazón lleno de crueldad hasta los bordes. Pero estas son imágenes pobres e inadecuadas de lo inexpresable.

      Volvamos al concepto. Si la Pasión de Cristo fuera una mera sustitución de castigos, como una ficción legal (quien peca soy yo, pero el castigado es él, para que no lo sea yo), entonces la Pasión quedaría enteramente fuera de nosotros, y nosotros fuera de ella. A Cristo no lo rozaría el pecado, y a nosotros no nos rozaría su Pasión. Esta sería un intercambio externo de las consecuencias del pecado, que solo nos comprometería con una relación externa de gratitud moral.

      ¡Pero no!: Jesús se identificó conmigo, con mi humanidad pecadora y con la de todo el linaje de Adán, Jesús se apropió de nuestra maldición, y solo por eso nosotros nos podemos apropiar de su Pasión, y de la inmensidad de sus frutos de gracia y gloria. Por eso la Pasión de Cristo es lo más importante que le haya ocurrido jamás en su vida a cada uno de nosotros personalmente.

      Aquella idea de la redención como un intercambio jurídico de castigos suele ir de la mano con el sentimiento de un Dios que es Juez castigador, un amo severo que vigila nuestros pasos para encontrarnos en falta y cobrarnos la cuenta: idea insoportable, que lleva a una vida moral disminuida, o incluso al abandono de la práctica cristiana. Es penoso pensar o sentir así de un Dios que es Amor, que por amor carga a su Hijo con nuestros pecados, que por amor nos exige y por amor lo perdona todo, y que nos mira en todo momento con los ojos benignos de su infinita misericordia.

      Una sentencia sabia afirma, ante el asombro por los sacrificios más conmovedores de la vida: el amor hace cosas así. De la inmolación de Cristo por nosotros podemos decir: el Amor infinito hace estas cosas, solo el Amor increíble de Dios en Cristo Jesús por los pecadores hace lo que hizo él por nosotros en su Pasión.

      A la luz de ese misterio entendemos mejor dos realidades principales de la agonía del huerto. La primera es la oración que Jesús dirige a su Padre cuando ha quedado a solas y cae de rodillas sobre la tierra (Lc 22, 41). Los judíos no oraban de rodillas sino de pie: Jesús cae porque sus fuerzas no lo sostienen erguido. Y luego, ya ni siquiera sus rodillas lo sostienen, y cae «rostro en tierra» (Mt 26, 39). No puede estar de pie y elevar la vista al cielo, como había hecho tantas veces al orar, porque la carga de nuestros pecados le aplasta contra el suelo.

      Postrado en el polvo del huerto, Jesús está librando un combate mortal consigo mismo, en auténtica agonía, bajo el peso intolerable del pecado del mundo. Entonces dirige al Padre por tres veces esta súplica inaudita: «Padre, si quieres, ¡aparta de mí este cáliz!» (Lc 22, 42).

      ¡Padre,

Скачать книгу