La pasión de Cristo. José Miguel Ibáñez Langlois

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La pasión de Cristo - José Miguel Ibáñez Langlois Patmos

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verdadero Dios, y también en virtud de su humanidad santísima, Jesús es el Señor de los innumerables ángeles del cielo; y como verdadero hombre, es fuerte y sano más que ningún otro. ¿Qué puede aportarle un simple ángel? Pero podemos medir la intensidad de su agonía por la necesidad de este socorro extraordinario, que le envía su Padre a través de una creatura angélica, para fortalecerlo y darle ese plus de energía, ese como suplemento de divinidad —si se nos permite llamarlo así— que le impida morir de tristeza y angustia (Mc 14, 34), y que le permita consumar el largo, larguísmo camino que le queda todavía hasta la muerte de cruz.

      Se diría que Dios Padre está conmovido, pero la redención debe seguir su curso: Dios no quiere privarnos de este bien inconmensurable.

      En determinadas épocas y lugares, cuando se hacía la lectura litúrgica de este pasaje de la traspiración de sangre, el pueblo transido de dolor se postraba en tierra, horrorizado y enmudecido de adoración. O bien este pasaje simplemente se omitía, sobre todo en tierras de misión, por la imposibilidad de ciertas culturas para integrarlo a su sentido de Dios. Incluso en algunos antiguos códices del Evangelio, los transcriptores se atrevían a suprimir este pasaje.

      Jamás hubo un combate como este, ni una victoria que se le asemeje. Se consumaba así por adelantado el triunfo interior más dramático de la Pasión: Jesús salía vencedor de la gran tentación, y llevaba el consentimiento de su voluntad al clímax de la identificación con la voluntad de su Padre del cielo, que es tanto como decir: al colmo de su amor por cada uno de nosotros.

      En adelante, cada vez que un discípulo de Cristo padezca una angustia extrema, un abatimiento enfermizo del ánimo, una desesperanza profunda, una depresión, un desfondamiento psíquico, podrá rezar a Jesús de esta manera: tú pasaste por aquí, por este borde del abismo antes que yo y pensando en mí, tú santificaste esta penalidad, tú la hiciste mi camino hacia la gloria. ¡Jesús de la agonía, dame esperanza, socórreme!

      Entretanto, Jesús ha dejado a sus tres apóstoles a cierta distancia, con la recomendación de orar. «Orad para no caer en la tentación» (Lc 22, 40). Este consejo tiene un valor universal: ¿cómo querremos triunfar sobre una tentación, la que sea, de la carne o del espíritu, de pereza o de sensualidad o de orgullo o de egoísmo, si no es elevando la mente a Dios en oración, en petición de ayuda? Jesús les rogó que oraran «porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41). Y cuán débil es la carne nuestra lo sabemos bien, cuando somos tentados por el demonio de la lujuria, de la riqueza, del engreimiento… El que pretenda vencer una tentación sin orar es un insensato.

      «Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad aun» (Lc 22, 43). La oración no es cosa de ganas o desganas, de fervores o frialdades, de sentir o no sentir, de ánimos altos o bajos. La oración es la primera necesidad del hombre en la tierra. Jesús oró en todo momento, desde el colmo del gozo (Lc 10, 21) hasta el colmo de la angustia, como ahora. No en vano había dicho antes: «Conviene orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1), para que nunca dejemos de hacerlo por mera sequedad o aridez del alma.

      Por dos veces se levantó el Señor y caminó con pasos tambaleantes hacia los suyos. ¿Los buscó para confortarlos? Sin duda, pero quizá también para mendigar el consuelo de sus rostros amigos, el calor y la solidaridad de su compañía, tan angustiado estaba. ¿Y qué encontró? Estaban durmiendo. Jesús, el consolador de todas las penas (Mt 11, 28), no tiene consuelo humano alguno de sus pobres discípulos, ahora que lo necesita en grado extremo.

      «Busqué a quien me consolara, pero no lo hallé» (Sal 69, 21). El Hijo de Dios necesita cariño, necesita una mirada de comprensión de Juan, necesita un ademán solidario de Pedro, necesita un gesto cómplice de Santiago, bien poca cosa, ¡y no la tiene! Ayuda pensar que cuando dispensamos un gesto amable a un prójimo que lo necesita, es el Cristo mismo del huerto quien lo recibe y lo agradece.

      Pero a los tres apóstoles más cercanos, por dos veces «los encontró dormidos» (Mt 26, 40 y 43). Judas no dormía, Anás y Caifás no dormían, pero sus íntimos sí que dormían. Comenzaba a cumplirse su palabra: «Los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz» (Lc 16, 8). A algunos de estos últimos «los encontró adormilados por la tristeza» (Lc 22, 45). Qué insidioso enemigo del alma puede ser la tristeza, no la de Cristo por los pecados del mundo (Mt 26, 38), sino la que viene del desánimo y de la desesperanza.

      Cuando lo vieron así, tan pálido y desfigurado, como si de repente se le hubieran echado los años encima, los discípulos tardaron un momento en reconocerlo: ¿era Jesús esa figura fantasmal? Y sintieron primero espanto y después vergüenza. Y las dos veces le salió a Jesús del alma este reproche: «Simón, ¿duermes?» (Mc 14, 37). Y a los demás: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?» (Mt 26, 40).

      ¡Vergüenza de Simón Pedro, de Santiago y de Juan! No era una hazaña lo que se les había pedido; tan solo que acompañaran a su maestro con vigilancia y oración, por más que no entendieran lo que le estaba ocurriendo. Él lo había pedido expresamente; era lo único que les había pedido. Pero no: hasta ese mínimo acompañamiento a distancia, hasta esa pequeña limosna afectiva le será negada al Señor, como le será negado todo consuelo que venga de la tierra.

      La llamada de Jesús a velar y orar recorre el Evangelio entero, pero en este caso particular tenía un sentido muy preciso. A todos nos cuesta esa vigilia de oración, como también les costaba a los apóstoles, solo que aquella noche en el huerto de los olivos adquiría una vigencia única. Pues aquellos hombres estaban a unos pasos del centro mismo de la historia de la salvación, ¡de la historia de la humanidad!, y no se daban cuenta ni participaban de él en absoluto: descansaban en la inconsciencia del sueño. Además, en lo afectivo negaban a Jesús ese pequeño consuelo de su vigilia, que tanto había necesitado él en su desamparo.

      Jesús había estado siempre acompañado, pero desde el huerto hasta la muerte estará completamente solo. El mundo se nos está llenando de personas solas. La soledad de quien no tiene familia ni amigos, o peor, la soledad de quien los tiene pero no le dan compañía alguna, puede hacerse parte de la santísima soledad de Cristo, y entonces ya no estará solo, porque Cristo es el amigo que no abandona nunca.

      ¿No habéis podido velar conmigo una hora? Pocos de nosotros, muy pocas almas de oración habrá que no hayamos sentido ese suave reproche del Señor. Cuando a lo largo de la jornada, pero sobre todo en nuestros ratos de oración vocal o mental, en nuestras lecturas o en la liturgia eucarística, él nos pedía atención, ese tanto de atención que ponemos en las cosas de la tierra, ese tanto de amor que ponemos en el prójimo —¡o en nosotros mismos!—, ¿cuántas veces no nos habrá encontrado ajenos a él y pensando en otras cosas, por somnolencia de espíritu? «¿No habéis podido velar conmigo?».

      Oraciones adormiladas, rezos mecánicos, recitaciones precipitadas, misas de rutina, comuniones distraídas —no frías, que es cosa distinta, sino distraídas—, y en fin, cumplimientos de mera exterioridad… Todos conocemos esas flaquezas del espíritu. Antes lo había dicho el Señor con pena: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15, 8). Con sus labios, es decir, con sus gestos vacíos, con sus asistencias sin contenido… Pero ahora, cuando seguimos paso a paso su Pasión que es nuestra redención, el reproche es más doloroso: «¿Es que no habéis podido velar conmigo una hora?».

      Algo semejante nos puede pasar cuando, delante de las penas o las necesidades del prójimo, estamos ensimismados en nuestros problemillas personales, y la inconsciencia nos hace pasar de largo. Velar con Cristo significa tener los ojos abiertos a los problemas de los demás, sobre todo cuando necesitan, como él en Getsemaní, acompañamiento y consuelo.

      A

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