La pasión de Cristo. José Miguel Ibáñez Langlois

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La pasión de Cristo - José Miguel Ibáñez Langlois Patmos

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con esos innumerables atropellos a la dignidad humana, con aquellos infames enriquecimientos a costa de tus pobres? ¿Y también debo padecer por aquellos que rechazarán esta sangre mía, y por tus ministros corruptos, por los sacerdotes de doble vida, por los desertores, por los falsos doctores que arrancarán jirones enteros de tu Iglesia mediante herejías y cismas y divisiones de toda especie?

      Debió ser atroz esa previsión de sus dolores desperdiciados por aquellos hombres que nada querrían saber de su sacrificio, o que harían inútil su inmolación por ellos, y estériles sus milagros y sus parábolas, o que rechazarían la gracia de la conversión, del bautismo o del perdón de los pecados, ¡de los últimos sacramentos antes de morir! Y sobre todo debió estremecerlo la previsión de quienes, siendo sus ministros, desde el interior de su Iglesia la iban a profanar, a dividir, a hacer despreciable ante los hombres. «¿Para qué servirá mi sangre?» (Sal 30, 10).

      Y por eso ¡aparta de mí este cáliz! Pero ¿cómo es posible que pida al Padre ser dispensado del camino de la cruz, hacer que pase de largo este cáliz, cuando él ha venido al mundo para beberlo? Es posible que lo pida, porque ese cáliz es infinitamente nauseabundo, porque contiene todas nuestras abyecciones, porque encierra el vómito de los infiernos. Y es posible porque Jesús, verdadero hombre, es como uno de nosotros: no quiere sufrir. ¡Cuánto nos conmueve que él haya dejado hablar a su naturaleza humana, con toda su aversión al sufrimiento! ¡Cómo se parece a nosotros en esa reacción: aparta de mí este cáliz! No lo amaríamos tanto sin ese desliz verbal de su sensibilidad.

      El mejor indicio que poseemos de la malignidad profunda del pecado a los ojos de Dios es el horror de Cristo frente al cáliz que ha de beber, repleto como está de esa pócima del diablo. Tanto aborrece Dios el pecado mortal, que para repararlo «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).

      Padre, si quieres… Jesús pide lo que pide a gritos su condición humana, pero… ¡atención!: lo pide siempre y cuando sea lo que su Padre quiere. ¿No nos avergüenza pedir a secas y sin más lo que deseamos, como exigiendo un derecho, y si no nos es concedido, escandalizarnos de la Providencia y quejarnos de no ser oídos? ¡De no ser oídos por quien todo lo oye en el cielo y en la tierra! En esos casos, en vez de declarar inútil la oración, o incluso de vacilar en la fe, debemos meditar en esta primera petición, que Dios no concedió a su propio Hijo.

      ¿No la concedió? La oración es siempre oída, y más la de Cristo, que su Padre escuchó así: ¡resucitándole al tercer día! Y a nosotros ¡haciéndonos hijos suyos, hijos en el Hijo! Así escucha Dios nuestras plegarias, así concede nuestras peticiones: no a la manera nuestra, sino a la suya. Sería terrible que lo hiciera a la manera nuestra, a la medida de nuestros deseos, inciertos cuando no insensatos, puesto que «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8, 26). Cuando no obtenemos lo pedido, es porque el Señor nos está preparando un bien mayor a sus ojos, es decir, objetivamente mayor y mejor.

      Oigamos ahora la petición siguiente, que trajo al mundo la redención. Pues en efecto, tras unos instantes de recogimiento, Jesús continuó de esta manera su plegaria al Padre: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42). Así oró el Hijo encarnado y anonadado, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Esta es la oración más alta que se haya elevado jamás de la tierra al cielo. Es la oración infinitamente agradable al Padre celestial, la que más conmueve su corazón de Padre y sus entrañas de misericordia: ¡no que pase de mí este cáliz, sino lo que quieras Tú!

      Para orar de ese modo, Jesús debió hacer una formidable violencia a su naturaleza humana, que gemía de repugnancia ante la porquería sin fondo de ese cáliz. La voluntad humana de Jesús, en el clímax de su agonía, se identificó por completo con la voluntad de su Padre, sin diferencia alguna, sin la menor reserva, en un acto de heroísmo supremo y máximo entre todos los heroísmos de la historia: «¡No sea como yo quiero, sino como quieras Tú!» (Mt 26, 39). Y repitió por segunda vez esta oración (Mt 26, 42); «oró repitiendo las mismas palabras» (Mc 14, 39).

      Hay oraciones —ninguna como esta— tan hermosas, o tan precisas, o que cuadran tan exac­tamente con la necesidad o el estado de alma de un momento, que llaman a la repetición, y que, lejos de gastarse o de hacerse rutina, acrecientan su significado. Jesús debió repetir a menudo algunos versículos preferidos de los salmos, tal como nos recomendó repetir el Padrenuestro, donde también pedimos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».

      Cuando sufrimos intensamente, la oración más llena de fe, de abandono en la Providencia, de identificación con Cristo crucificado, de confianza en nuestro Padre del cielo, es esta: ¡no se haga mi voluntad sino la tuya! Es la cláusula que se supone incluida en toda petición nuestra, aunque no la pronunciemos en forma explícita (¡y mejor si lo hacemos!), y es la oración que trae al alma doliente una asombrosa paz interior, porque nos hace parte del abandono de Cristo en brazos de su Padre. Es la oración que propiamente podemos llamar oración de los hijos de Dios.

      Cuando hay que beber el cáliz de la enfermedad, del desprecio, del fracaso, de la pobreza, cuando la Providencia pone en nuestros labios ese cáliz que aborrecemos (¡como Cristo!), orar entonces como él oró es el camino seguro para alcanzar la paz del alma y la alegría suprema de la Resurrección: ¡hágase tu voluntad!

      ¿Con qué nombre invocó Jesús a su Padre en esta hora de dolor supremo? Con el nombre que usaba habitualmente: «¡Abbá, Padre!». (Mc 14, 36). Abbá era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos llamaban a sus padres. Ese nombre debió resultar asombroso para los oídos israelitas. Debía ser él, el Hijo eterno, el que nos enseñara también a nosotros a llamar así al Altísimo, a orar (y a vivir la vida entera) con el espíritu de la filiación divina (Rom 8, 15), a tratar a nuestro Padre Dios con confianza de niños, de niños pequeños que se abandonan tiernamente en los brazos amorosos de su Padre del cielo.

      Durante toda su Pasión, que será una continua oración, Jesús se dirigirá a su Padre del cielo con este nombre entrañable: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36).

      El otro episodio cumbre del huerto es la traspiración de sangre, relatada por san Lucas, médico: «Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad. Y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra» (22, 43-44). Se entiende mejor ahora el sentido de la “agonía” de Cristo: lucha extrema, combate mortal, contienda angustiosa: la guerra suprema de la historia, donde todos los demonios parecen haberse dado cita para la gran batalla contra el Señor.

      Este episodio de la Pasión, el sudor de sangre, ha conmovido siempre al alma cristiana, por la profunda humanidad que revela en la persona del Hijo de Dios encarnado. Jesús, tendido sobre la tierra, aplastado por el peso de todos los pecados del mundo, desfallece, y experimenta una angustia tal, que su propia fisiología se descompone. Al mismo tiempo, en ese momento alcanza la vehemencia máxima de su oración: «Oraba con más intensidad» (Lc 22, 43).

      Si esas gotas de sangre caían en tierra, no se trataba de una mera humedad sanguínea que perlara su piel, sino de auténticos goterones. ¡Por mí, solo por mí derramaste esos gruesos goterones de sangre! Cuando Jesús se pasa la mano por el rostro, a la luz de la luna llena la descubre mojada y teñida con la sangre de la redención del mundo (Ef 1, 7). ¿Cómo es posible que…?

      La ciencia conoce este rarísimo fenómeno, la hematidrosis, que solo ha podido observar en situaciones limíte de la existencia humana: extrema angustia, terror pánico. Las terminaciones nerviosas se alteran hasta el punto de hacer estallar los vasos sanguíneos; la sangre se canaliza por las glándulas sudoríparas, y aflora entonces por los poros del cuerpo, mezclada con el sudor.

      ¿Pensó tal vez Lucifer que su intento de sumir a Jesús en el desaliento o en la desesperación había llegado por fin? Pero el fondo del alma de Cristo es del todo inescrutable

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