La pasión de Cristo. José Miguel Ibáñez Langlois

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La pasión de Cristo - José Miguel Ibáñez Langlois Patmos

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infinita del Verbo encarnado. Sin embargo, en su Encarnación él hizo suya nuestra condición tal como efectivamente era: más alejada de Dios por el pecado, de cuanto podamos imaginarla.

      Por eso puede decir el apóstol esta palabra tremenda: ¡Dios hizo pecado a su Hijo, el Santo de los santos, para que nosotros los pecadores fuéramos santos en él! Y todavía: «Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gal 3, 13). ¡Él mismo se hizo maldito de Dios, para que no lo fuésemos nosotros, que lo éramos como pecadores! Y san Pedro: «Sobre el madero cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo, para que muertos al pecado, viviéramos para la justicia» (1 Pe 2, 24).

      Estamos ante un hecho tan indecible, que —como se ha dicho— sería herético o blasfemo si lo afirmáramos por cuenta propia, y sin embargo, es obligatorio creerlo como misterio de fe.

      Pero esta es la hora del príncipe de las tinieblas (Lc 22, 59). Cuando Satanás tentó a Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública, y fue rechazado por tres veces, «se retiró de él hasta el momento oportuno» (Lc 4, 13). Ese momento oportuno, el de la gran tentación, es la agonía del huerto. Satanás sabe que no hubo ni habrá situación tan favorable como esta para atacar al hijo de Dios con todo el furor de los infiernos.

      Como las del desierto, estas fueron verdaderas tentaciones, pero seguramente muchísimo mayores, porque tomaron la forma de una enorme resistencia —sentida, no consentida— a emprender la Pasión, a apropiarse de nuestro pecado, a dar en el huerto el primer paso hacia la cruz. Imaginamos al demonio presentando a Jesús el cuadro vivo de los pecados más repugnantes, de las perversiones más viles del corazón humano, y susurrándole al oído: ¿por esta raza deleznable vas a sufrir, por estos seguidores tuyos que te serán infieles? ¿Son acaso esta atrocidad y aquella torpeza y esa otra monstruosidad las que vas a hacer tuyas propias, seguidas de la ira de tu Padre?

      Y allí está Jesús desfalleciente ante esas visiones, temblando en la soledad del huerto hasta sudar sangre por el colmo de su angustia (Lc 22, 44). Pues el infinito aborrecimiento que siente por el pecado es la resistencia que siente a hacerlo suyo.

      Pero al mismo tiempo su clarividencia le mostraba la innumerable muchedumbre de los santos de toda época, nación y cultura (Ap 8, 9-10), cuyo camino estaba abriéndoles él con su Pasión, rumbo a ese cielo nuevo y a esa tierra nueva (Ap 21, 1) que les ganaba con su sangre. Aquella visión de la Jerusalén celeste (Ap 21, 10), que por momentos se sobreponía a la abrumadora presencia de la Jerusalén terrena, fue un consuelo inmenso, que contrarrestaba la previsión de las infidelidades de quienes harían vana para ellos su Pasión y muerte.

      Quien tenga una noción ligera o superficial del pecado y de la gracia no entenderá gran cosa de la angustia de Cristo. Y hace falta una conciencia privilegiada para percibir, como les ha sido dado a tantas almas santas, el lugar de sus propios pecados dentro de ese océano de iniquidad que Cristo carga sobre sí: esa identificación de cada pecado nuestro, de cada egoísmo, de cada sensualidad, de cada ensoberbecimiento, de cada codicia personal dentro de esa carga que aplasta a Jesús en Getsemaní. Porque no hay cosa que mueva tanto a la contrición de nuestras culpas como esa percepción. ¡Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor!

      Jesús, hijo de María, nos revela su verdadera humanidad en forma conmovedora a lo largo de toda la Pasión. Tedio, pavor, angustia: ¿qué otra cosa podía producir ese peso mortal en quien es verdadero hombre? Pero lo que hace más asombrosa la infinidad de esos males, y del Mal que él padeció, es su divinidad. Quien así padeció en carne propia es el Hijo eterno del Padre eterno. El que está allí postrado en el huerto es… ¡«Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero»!, como rezamos en el Credo niceno.

      Hay que renunciar a entender este misterio, pero no hay que renunciar a asombrarnos de él con un corazón amante y anonadado, con un corazón doliente y postrado ante su grandeza, y cada vez más a medida que avanzamos en el seguimiento de su Pasión, si queremos ser de veras contemplativos y coherentes con nuestra fe.

      El Impasible se hace pasible (“padecible”), el Omnipotente es aplastado por el poder del pecado y del dolor y de la muerte: allí toca fondo del misterio de la Encarnación. «Se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7): se degradó amorosamente hasta el borde de la nada, entró en esa nada que es el pecado: el Todo-Ser se hizo nada para redimirnos de la nada. (Pensamos, por contraste, en los frívolos nihilismos de nuestro tiempo). Y si somos de Cristo, parece una desvergüenza que luego podamos hablar de nuestras “humillaciones”.

      Jesús «fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15), es decir, no podía pecar, pero su omnipotencia sí podía hacer de veras suyo nuestro pecado: «Dios lo hizo pecado…». Y junto con el pecado del mundo, «él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestras dolencias» (Is 53, 4). ¿Cuáles? Todas. Jesús fue un hombre completamente sano, pero desde su agonía hasta su crucifixión y muerte él quiso padecer todo cuanto puede padecer el hombre enfermo en su cuerpo, en su ánimo, en su mente.

      Es así como la enfermedad y sus penurias y limitaciones son para nosotros, a la hora de padecerlas, una situación privilegiada como pocas para acogernos al «varón de dolores, experimentado en el sufrimiento» (Is 53, 3), y unir toda dolencia al Gran Leproso, al «herido de Dios y humillado» (53, 4), porque así nos prometió él mismo que «encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).

      Cristo eleva hoy su ofrenda al Padre desde el fondo de los hospitales, asilos, hospicios, refugios, enfermerías, esos reductos de dolor donde una viejecita aquí, un niño allá, un minusválido más acá, musitan una oración de súplica por el mundo ancho y ajeno que les rodea. Y sabe Dios si no son ellos los que sostienen al mundo en ese módico grado de paz, de honestidad o de simple decencia, que tantos poderosos o magistrados, en medio de su mundanal bullicio, dificilmente son capaces de suministrarle.

      Para seguir la Pasión de Cristo hay que referirse por fuerza al pecado, al de Adán multiplicado por todos los nuestros. La primerísima culpa que Jesús debe expiar es, por supuesto, la que llamamos culpa original, la de nuestros primeros padres en el paraíso, el principio del que brotan nuestra separación de Dios y nuestra inclinación al mal.

      Como hijos de Adán, los hombres «éramos por naturaleza hijos de la ira» (Ef 2, 3), y «ahora somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 2). El Hijo de Dios vino al mundo «para borrar los pecados» (1 Jn 3, 5) y para hacernos hijos de Dios (Jn 1, 12). Derrama su sangre por nosotros «para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28), dice Jesús en la Cena. Esta es la triple finalidad de la Pasión: perdonar nuestras culpas, hacernos hijos de Dios, y herederos de la vida eterna (Gal 4, 5-7). El que quiera entender la Pasión sin referencia al pecado, no entenderá ni lo uno ni lo otro.

      El designio divino de nuestra salvación no necesitaba pasar por la Encarnación del Hijo en el seno de María Virgen, ni menos aun por el descenso del Verbo encarnado al fondo del oscuro abismo del pecado y de la muerte. Pero la generosidad divina quiso que fuera esta la forma de nuestra redención. Será útil detenernos un momento en la razón de ser de la Pasión. Ella reside esencialmente en el amor, y se significa en estos términos que lo expresan: sacrificio, expiación, perdón, redención, salvación.

      El hombre pecador no puede salvarse a sí mismo, ni perdonarse sus pecados, ni ser acogido en el seno de Dios a quien ha ofendido, por enorme que sea su esfuerzo. Haga lo que haga, «mi pecado está siempre delante de mí» (Sal 51, 5). Puede arrepentirse y enmendarse de su pecado, pero no va más allá; es del todo impotente frente a esa realidad del mal —de su propio mal— que lo sobrepasa. «Nadie puede redimirse a sí mismo, ni pagar a Dios el precio de su rescate» (Sal 49, 8). Necesitábamos un salvador que fuera tan humano como quienes hemos pecado, y tan divino como lo es solo el Dios encarnado. ¡Necesitábamos a

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