Innovación y metodología. Kees Dorst
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Los primeros proyectos de vivienda social en occidente formaron parte de un movimiento para derribar los suburbios del siglo XIX que albergaban a los trabajadores de la revolución industrial. Estos esfuerzos se redoblaron a la vista del rápido incremento de la población después de la II Guerra Mundial, que alcanzó su cota máxima en los años sesenta y setenta. Esta no era una empresa moralmente neutra: los ayuntamientos y las asociaciones para la vivienda social eran bienintencionados pero también condescendientes, y estaban dispuestos a cambiar las condiciones de vida de “esa gente” mediante la creación de una infraestructura muy determinada. En cierto modo, estas “viviendas” eran utópicas y portadoras de elevados ideales; sin embargo, no se construyeron con un conocimiento profundo de la vida cotidiana de la gente a la que iban a albergar (a pesar de que los idealistas tenían la intención de cambiarla). Se puso el acento exageradamente en la velocidad y el tamaño. Aparecieron poblaciones enteras en los paisajes del extrarradio de nuestras viejas ciudades construidas con una arquitectura moderna inhóspita y anodina. Solían ser de construcción barata, con la nueva técnica de bloques de cemento prefabricados que permitían montarlos rápidamente in situ. Algunas de las torres son ejemplos de lo peor en construcción. Después de un arranque optimista, positivo y brillante, estas urbanizaciones empezaron a declinar. Las clases trabajadoras, que suponían la inmensa mayoría de su población, resultaron especialmente vulnerables a los cambios en la sociedad de los setenta y los ochenta porque muchas economías occidentales abandonaron el sector industrial de materias primas como la minería y, con el tiempo, también el sector de la fabricación para embarcarse en la economía de servicios. Este nuevo mundo feliz postindustrial demandaba de sus trabajadores un conjunto de capacidades totalmente diferente. Personas que, de entrada, nunca habían sido ricas, se vieron incapaces de impedir ese declive constante (Bordieu et al., 1999). Al mismo tiempo, el auge de los precios de los inmuebles provocó que la vida en los núcleos urbanos se encareciera progresivamente. Las viviendas sociales eran entonces los sitios más baratos donde vivir dentro de este nuevo ecosistema, y en consecuencia atrajeron a un flujo de personas que, bien por su origen o bien por su trayectoria, no podían conectar con la nueva economía, por lo que incorporaron a esas zonas enfermedades mentales, pobreza, drogas y delincuencia. Resulta tremendamente deprimente leer la escalofriante descripción realizada por Bordieu de las penalidades de la gente en una región del sur de Francia, donde las nuevas formas de gestión y el cambio económico general condujeron a la disminución del empleo en una zona industrial próspera en el pasado. El sufrimiento social se hace endémico, pues se hereda generación tras generación. Los trabajadores inmigrantes (legales e ilegales) que llegan a estas zonas solían originar una nueva generación criada en la pobreza, con una frustración general por la falta de oportunidades que conducía fácilmente al letargo y a una cultura urbana cínica y áspera.
En muchas áreas con viviendas sociales surge la delincuencia, con lo que se crea una situación aún más desalentadora (Hanley, 2007). La red increíblemente compleja de factores que conspiran conjuntamente para crear estas situaciones problemáticas las convierte prácticamente en impermeables al cambio. Los propios edificios aparecen como símbolos muy visibles del fracaso, a modo de chabolismo en bloques. El estigma que se empezó a asociar con ellos reduce aún más las oportunidades sociales de sus habitantes. Los espacios públicos mal planteados crean ambientes inhóspitos, y el relativo aislamiento de muchas de esas áreas (transporte deficiente, escasez de comercios y sobre todo la precariedad de los centros escolares) contribuye al declive de sus habitantes. Las familias jóvenes que pueden mudarse se marchan, y los que se quedan permanecen estancados. La sociedad educada tiende a esquivar estos problemas, y (literalmente) no quiere ni acercarse por allí. La cuestión de cómo actuar estriba en los responsables de las viviendas sociales, que suelen ser los ayuntamientos o los organismos a cargo de las mismas. Muchos de estos organismos se establecieron originariamente como entidades que construirían eficazmente grandes proyectos residenciales. Tienen su mérito, pues debemos reconocer que muchas de ellas actualmente apoyan a sus comunidades de vecinos con redes de trabajadores sociales muy profesionales. Pero sus estrategias convencionales para solucionar los problemas siguen centrándose en “el ladrillo y el cemento”, y cuando los problemas sociales son ya apabullantes buscan soluciones tangibles (derribar los edificios y volver a empezar otra vez). Esta tendencia se refuerza por parte de los medios de comunicación, que retratan continuamente a estos barrios como zonas lúgubres, grises y amenazadoras. Pero veremos más adelante en este capítulo (y en el estudio del caso práctico 15) que hace falta volver a reflexionar sobre ello. Hay otras formas de tratar estas situaciones tan sobrecogedoramente complejas si partimos del convencimiento de que este problema no tiene que ver con los edificios en sí.
Los desafíos
Debemos detenernos ahora un momento para entender mejor estos desafíos. En primer lugar, nos fijaremos en la naturaleza del problema al que nos enfrentamos y nos preguntaremos, “¿qué queremos decir realmente cuando hablamos de ‘problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados’?” (véase figura 1.1). A continuación, examinaremos las dificultades para resolver esos problemas localizando los obstáculos que impiden a las organizaciones afrontarlos de forma eficaz: son los cinco síndromes de las organizaciones convencionales.
Por consiguiente, ¿a qué nos referimos cuando decimos que estos problemas modernos tienen un carácter “abierto, complejo, dinámico e interconectado”? Vayamos punto por punto:
“Abierto”
Un problema abierto es aquel en el que los límites no están claros o que es permeable. Es importante percatarse de que, normalmente, cuando comenzamos a resolver un problema esbozamos un círculo mental, enumerando los elementos en los que hemos de pensar y los que debemos eliminar. A todo lo que queda fuera de ese círculo lo llamamos “contexto”, y no formará parte de lo que reflexionemos sobre el problema. Sin embargo, en algunos casos hoy en día nos encontramos con problemas en los que no queda claro donde debemos dibujar este círculo, en los que realmente no podemos decir con seguridad lo que se debe excluir e ignorar. Durante el proceso de solución del problema, la suposición imprudente de que es posible excluir algún factor o algún agente puede volverse en nuestra contra después. Parece que confluyen el problema y su contexto.
“Complejo”
Un problema complejo es el que presenta muchos elementos con numerosas conexiones entre ellos. Estas conexiones pueden ser interdependientes entre sí, con lo que se crea un sistema en el que una pequeña decisión localizada puede provocar muchas repercusiones y reacciones en cadena en otros aspectos sin relación aparente con aquella. Estas relaciones dificultan enormemente la división del problema global en porciones más pequeñas con las que poder trabajar más fácilmente (tal y como lo hacemos al resolver los problemas de forma convencional): nunca podemos estar seguros de que, al proceder así, no estemos cercenando conexiones fundamentales. Si así ocurre de forma accidental, deberemos restituirlas más adelante durante el proceso de resolución del problema, pues entonces se mostrarán como defectos de la solución o, de hecho, como problemas nuevos. Además, la propia cantidad de elementos y relaciones casi imposibilita también el proceso de abstracción en un problema complejo (proceso que podría servir como alternativa estratégica para analizarlo). La maraña de elementos y conexiones implica que estos problemas esencialmente deben abordarse como un todo, en toda su complejidad. Pero, ¿cómo se hace esto? Comprobaremos cómo en este campo los diseñadores expertos tienen unas estrategias interesantes.
“Dinámico”
Un problema dinámico cambia con el tiempo, con la suma de nuevos elementos y con la modificación de las conexiones (por ejemplo, mediante cambios en las prioridades). Estos cambios pueden ser lentos, causados por pesados procesos tales como cambios culturales, o puede tratarse de movimientos fulminantes provocados por el desarrollo tecnológico, por ejemplo. Podemos predecir algunos de estos cambios dinámicos si nos percatamos de que los problemas irresolubles tienden a generar una oscilación, un tipo de dinamismo que es un movimiento de vaivén,