Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

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Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango

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los bienes de las víctimas. Frente a dichos órdenes, no obstante, la producción pedagógica de la memoria es todavía una asignatura pendiente en la vida nacional.

      Con todo, las manecillas del tiempo histórico no se detienen; a medida que lo biográfico atraviesa y estructura cada vez más las dinámicas de formación y aprendizaje, se afirma la validez de una pedagogía de la memoria y del testimonio como una respuesta incondicional al otro, sin esperar nada a cambio, ajena a una noción mezquina de rentabilidad. Solo desde una pedagogía de la memoria fundada sólidamente en una conciencia histórica lúcida, será posible conquistar un nivel de emancipación por vía de la educación biográfica, de manera que pueda liberarse del círculo vicioso de la venganza que parece inmovilizar pasado, presente y futuro.

      Finalmente, unas palabras de agradecimiento a todos aquellos que hicieron parte de esta conversación en las aulas. No es simple retórica si reitero la común advertencia de que no están todos quienes merecerían ser nombrados aquí, porque ni el espacio ni mi propia memoria alcanzan a cubrir semejante enumeración. Pero sí estoy advertido de que estos nombres incidieron en determinado grado, en algún sentido, en alguna deuda o traición, a lo largo de variados encuentros personales en muchos lugares y apelando también a otros medios virtuales: Christine Delory-Momberger, Elizeu Clementino de Souza, José González Monteagudo, Jesús Alberto Echeverri, Maria Conceição Passegui, Daniel Hugo Suárez y sus colegas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, quienes me invitaron a conversar en distintas aulas y cafés durante una cálida temporada de primavera. A unos cuantos colegas y al sinnúmero de alumnos en la Universidad de Antioquia, y especialmente a los maestros de escuelas y colegios con quienes he tenido la ocasión de compartir tantas ideas y experiencias de ida y vuelta que hemos hecho nuestras sin darnos cuenta. A Juan Diego Tamayo Ochoa, filólogo, por su ojo y oído de poeta aplicados a la primera lectura de los borradores sin concesiones en la corrección de estilo.

      1. La educación como acogida

      Una vez más, el orden de las razones, todavía útil, por cierto, pero a veces obsoleto, deja su lugar a una nueva razón, acogedora de lo concreto singular, por naturaleza laberíntica... al relato

      Michel Serres, Pulgarcita

      La narración interminable

      Es un tópico recurrente, no solo en las teorías del lenguaje sino en las ciencias humanas en general, hacer referencia al carácter universal del relato en las culturas del mundo, sin excepción, debido a la variedad prodigiosa de géneros o discursos y a los innumerables soportes por medio de los cuales es transmitido: sea el lenguaje articulado, oral o escrito, o de las imágenes fijas o móviles, gestuales o corporales, o bien bajo la forma del mito, la leyenda, el drama, la tragedia, la comedia, la pintura, el cine, el cómic, la conversación de todas las horas. El relato es, en todo caso, omnipresente, existe desde los albores mismos de la humanidad, siendo creado y transmitido a través de generaciones, sin distingos de clase, creencias o grados de dominio técnico; es internacional, transhistórico, transcultural, y está ahí, como la vida, incluso burlándose de la buena y de la mala literatura —como fue definido brillantemente por Roland Barthes en su célebre Introducción al análisis estructural de los relatos de 1966.

      El impulso a los estudios sobre el lenguaje específicamente humano que acompaña el tránsito del siglo xix al xx sitúa en el centro de las preocupaciones la cuestión de las variadas formas de expresión mediante las cuales el ser humano produce sentido en relación consigo mismo y con el mundo, servido de un marco de orientación que es el sistema de signos. Los logros de tal esfuerzo intelectual permiten resaltar el papel de la lengua materna en la configuración de los sujetos lanzados a la vida social, al igual que en el reconocimiento de muchos otros sistemas, nombrados por Cassirer (1971) “formas simbólicas”, como son la música, las matemáticas, la mitología, la religión, el arte. A partir de la consideración de la naturaleza intrínseca del lenguaje, se ve claro que la narración cumple un papel mediador determinante en un nivel epistemológico y en un nivel ontológico. Por lo primero, nos es posible conocer a posteriori lo vivido en circunstancias distintas de tiempo y lugar, y aun apropiarnos de las experiencias de otros y hacer eco de la transmisión de conocimientos del pasado a las generaciones por venir; por lo segundo, la narración hace posible que, a priori y durante el acto poiético mismo, lo vivido no se presente solo ni aislado, sino que esté siempre acompañado, esto es, que en el acto mismo de la creación narrativa se prefiguran las vivencias que serán carne y sangre del relato —en correspondencia con el célebre postulado de Heidegger, “el lenguaje es la morada del ser”.

      Desde esta perspectiva se mantiene la caracterización del ser humano como un animal symbolicum en virtud de que, a diferencia de otras especies vivas sobre la Tierra, aquel posee una capacidad ilimitada de simbolización expresada en el juego dialéctico entre la síntesis que hace unidad de la diversidad y el análisis que separa en unidades claras y distintas, entre la emoción y la razón, entre el sentimiento y el concepto. El animal symbolicum, entre tanto, es una criatura que reúne las capacidades de razonar y de trascender las contingencias de la vida cotidiana, es decir, una criatura logomítica que comprende —comprehende— su existencia expresada en mitos, símbolos e historias que moldean, a la vez, una vida singular y las señas de identidad de grupos o comunidades enteras. Con estas premisas se desarrolla una teoría que tiene como uno de sus componentes esenciales el así denominado trayecto biográfico. El significado de la palabra trayecto, más que a un mirar atrás, se refiere a lanzar, proyectar adelante, en un movimiento que nos involucra a nosotros mismos, recorriendo los caminos de la experiencia que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte: el enfrentamiento con el mundo, con los otros, consigo mismo, con los enigmas de la vida.

      En este orden de ideas, el trayecto biográfico es el proceso de trabajo mediante el cual el hombre busca el sentido de la vida; ese algo que va descubriendo en un mundo complejo, un mundo que se debate entre los extremos de una caída en el caos primigenio y la pesadilla de un orden inquebrantable. En el recorrido del trayecto se configura un espacio-tiempo antropológico en el que se teje la red de símbolos que descubre los vínculos sociales, las representaciones que las personas se hacen de sí mismas y de los otros, las instituciones, en una palabra, las denominadas estructuras de acogida; es este un concepto liminar en la crítica de la cultura contemporánea, formulado por el antropólogo y teólogo benedictino catalán Lluís Duch, anclado en la dimensión simbólica del ser humano que configura un mundo pleno de sentido, un mundo polisémico construido socialmente que se manifiesta en la cultura de su tiempo. Las estructuras de acogida nombran el despliegue de la capacidad simbólica del ser humano materializada en prácticas, conductas e instituciones, las que son apropiadas en el itinerario de formación de los sujetos hasta completar el cuadro de un trayecto biográfico, desde el nacimiento hasta la muerte. Por tanto, más que a un estado, la noción de trayecto remite a un proceso:

      La identidad no es un a priori, no es un estado, es obra abierta, es un proceso trabajosamente constituido por el conjunto de las peripecias de una existencia humana (lo que designo con la expresión “trayecto biográfico”), en el que vamos perfilando (con las construcciones y derrumbes pertinentes) nuestra presencia en el mundo. Con fuerza, Levinas señala, creo, con razón, que el ser humano se deja expresar mejor por mediación del verbo que del sustantivo. (Duch, 2008, p. 137).

      Para Duch, como para Paul Ricoeur, la caracterización de la identidad en la configuración narrativa rehúsa una postura esencialista que da vueltas en torno a la obviedad expresada en la pregunta de rutina: “¿Quién eres?”, sin poder escapar de la tautología contenida en la respuesta esperada: “Yo”. En lugar de ello, vemos emerger de entre las brumas un rostro que va delineando sus rasgos mediante una selección que irá depurando los registros de memoria de variada duración, con el sacrificio de multitud de detalles perdidos ya para siempre. De este modo se van enhebrando los hilos de una trama narrativa a partir de una operación selectiva de memoria:

      ¿Qué acaba haciendo, entonces, el prójimo preguntado? Enhebrar los hilos

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