Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

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Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango

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desde esta perspectiva un análisis de las consecuencias de la irrupción de las tecnologías digitales en las sociedades actuales permite acaso abandonar una posición negativa que cree ver un declive de las transmisiones culturales y de las interacciones sociales. La posición de Lluís Duch a este respecto no era, en ningún caso, pesimista, sino más bien la de alguien alerta ante el advenimiento de nuevas formas disruptivas que pueden significar otra especie de mediaciones en el orden social. Es así como, no obstante la pérdida creciente de ciertas formas y frecuencias en el ejercicio de las narrativas orales, tal vez más ceñidas a ciertos rituales performativos, hoy en día los nuevos dispositivos de comunicación digital han descubierto otras formas más horizontales, expeditas e inmediatas de relacionarse unos con otros sin excluir la oralidad ni la escritura, además de dar cuenta de las vivencias del presente histórico. Es, pues, en este horizonte del devenir antropológico, donde se sitúa la inexorable condición de la narración interminable en la experiencia biográfica:

      En cuanto experiencia biográfica, la vida viene a ser un extenso cuento tejido con múltiples hilos, una trama que va historiándose y haciéndose visible in fieri, en el proceso de cerrarse sobre una urdimbre invisible a menudo. Seamos narradores profesionales o espontáneos —y todos somos esto último al menos, tales entramados de palabras, imágenes y acciones nos resultan familiares e indispensables a la vez, dado que el mismo vivir constituye una praxis narrativa, sepámoslo o no. Indigentes, limitados y ambiguos, necesitamos narrar a los demás y que los demás nos narren, trenzar y difundir historias además de recibirlas. Y ello porque el acto de contar es una “praxis de dominación de la contingencia” capital, tentativa de domeñar la incerteza y la desazón que existir suscita. (Duch y Chillón, 2012, p. 295).

      La identidad narrativa

      En plena efervescencia del Mayo francés, Paul Ricoeur definía la labor del profesor en los siguientes términos: “El profesor proporciona más que un saber, aporta un querer, un querer saber, un querer decir, un querer ser” (citado en Dosse, 2013, p. 433). Ya en esta cita asoma —en medio del fragor de la polémica con los grupos estudiantiles radicales de la Universidad de Nanterre en 1968, donde entonces Ricoeur ejerce como decano de filosofía— un abanico de preocupaciones que se despliegan a lo largo de medio siglo en una obra erigida sobre las líneas maestras de su proyecto de investigación filosófica: la teoría del discurso, la teoría de la acción y la teoría narrativa, no de forma separada, sino como tres eslabones de una cadena en la que las formas expresivas en que toma cuerpo una teoría del discurso se articulan a las prácticas de la acción humana y son traspuestas en una teoría narrativa.

      Su obra monumental Tiempo y narración, publicada sucesivamente en tres volúmenes, comienza con una lectura desde Aristóteles, pasando por Agustín de Hipona, hasta llegar a Husserl y Heidegger, para dar cuenta “de la imbricación del pasado en tanto medio del recuerdo y de la historia, del futuro en tanto medio de la espera, del temor y la esperanza, y del presente en tanto momento de la atención y de la iniciativa” (Ricoeur, 2007, p. 68). No está de más justificar el porqué de su interés en la obra de Agustín —alabada como una piedra miliar en la historia del pensamiento de Occidente—, que sitúa en lo más alto las Confesiones puesto que desarrolla una teoría de la memoria a la que no cesamos de volver. En ella destaca la tríada que se configura desde el presente: por un lado, el pasado que hace presencia en forma de recuerdo, la huella del pasado en el presente; por otro, el futuro en cuanto expectativa de un mejor presente que corrija el pasado; pero solo podemos pensar el pasado y el futuro desde un presente que nos duele o interesa o afecta, pero que, en todo caso, puede ser sometido a la crítica. Al hacer efectivo el préstamo de la reflexión agustiniana, la memoria queda instalada en el principio de la teoría narrativa: “la memoria no es nada sin el contar, y el contar no es nada sin el escuchar” (Ricoeur, 2008, p. 53). La experiencia humana de lo que ha sido y es nuestra vida en el pasado, y de cómo la proyectamos desde el presente en una expectativa de futuro, solo puede hacerse a través del relato. Los seres humanos experimentamos el transcurrir del tiempo mediante su expresión en un relato, en un cuento que nos contamos a nosotros mismos o contamos a otros por medio del relato; solo aprehendemos el tiempo que pasa a través del relato que contamos, un relato armado gracias a la existencia previa de esquemas mentales de prefiguración que sirven de pautas de orientación sobre cómo se narran las cosas. Las cosas se narran contando un inicio, más eficiente aun en la medida en que permita el fluir de una contradicción, un conflicto de interpretaciones o un drama, que necesariamente habrá de ser resuelto o tendrá un desenlace trágico o cómico. De acuerdo con la lógica aristotélica, un relato por lo menos debe tener un inicio, una trama o puesta en intriga y un desenlace, en suma, lo que se denomina un esquema de prefiguración narrativa.

      La investigación filosófica sobre el tiempo y la narración a la que Ricoeur consagró toda su existencia refleja su esfuerzo por despejar las aporías aparentemente sin salida entre un enfoque físico o cosmológico y un enfoque psicológico o fenomenológico. Ya lo había advertido en la célebre aporía de Agustín: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé” (Ricoeur, 2007, p. 486). No en vano la trayectoria de esta empresa se cierra justo en torno a una honda reflexión sobre la irredimible separación entre una vida mortal y una obra que la trasciende. Con asombrosa lucidez, yacente en el lecho donde al cabo de pocos días moriría, el filósofo francés escribió:

      Es el tiempo en el cual estoy; aún participo de los tormentos y los júbilos de la creación, como en un otoño crepuscular; pero siento en la carne y en el espíritu la escisión entre el tiempo de la obra y el de la vida; me alejo del tiempo inmortal de la obra y me repliego en el tiempo mortal de la vida: este alejamiento es un despojamiento, una puesta al desnudo del tiempo mortal en la tristeza del tener que morir, o, acaso, el tiempo del fin y de la pobreza de espíritu. (Ricoeur, 2008, p. 78).

      La obra de Paul Ricoeur comenzó a difundirse en la universidad francesa a mediados del siglo pasado, pero después de repetidos intervalos de variable duración como profesor invitado en distintas universidades de Canadá y Estados Unidos desde 1954, acabó por asentarse en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Chicago, donde había sido distinguido como doctor honoris causa en 1967. Allí pudo disfrutar del intercambio productivo con otros saberes y ciencias no suficientemente difundidos en los círculos académicos de Francia, tales como la filosofía analítica inglesa y la lingüística de Charles Sanders Peirce, y que fueron de gran provecho en la elaboración de una teoría simbólica en el marco del paradigma narrativo. El diálogo sin pausa con otras ciencias, las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias humanas, se mantuvo como un eje central a lo largo de su carrera.

      Durante este periodo se irá tejiendo la trama de un paradigma narrativo con los hilos que aportan la historia, la sociología, la fenomenología hermenéutica, el psicoanálisis, el análisis del discurso, y se afinará en el cruzamiento interdisciplinario para superar la antinomia de la que estamos hechos en la forma de pensar habitual de la cultura occidental, esto es, la separación entre el individuo y la sociedad, el sujeto y el objeto, lo real y lo racional. Llegados a este punto, se entiende de golpe una tesis fundamental de la hermeneútica (Ricoeur, 1998, p. 27): explicar más es comprender mejor; si la comprensión precede, acompaña y envuelve la explicación, esta a su vez desarrolla analíticamente la comprensión, es decir, da cuenta de una relación biunívoca entre comprender y explicar.

      Con el impulso de esta trayectoria intelectual compleja, Ricoeur no tardaría en vérselas de frente con el dominio del estructuralismo en la universidad francesa. Nos referimos, por supuesto, a la visión estructuralista predominante en los ámbitos de los estudios sobre el lenguaje, la antropología, la historia. Respecto a la lingüística estructural agenciada por los herederos de Saussure, de acuerdo con la cual la unidad mínima de análisis es el signo, incluso otros han ido más allá al establecer que la unidad mínima de análisis lingüístico es la oración; frente a lo cual Ricoeur adhiere más bien a la perspectiva de análisis de Émile Benveniste, que sitúa el discurso como la unidad básica del análisis lingüístico, en cuanto permite ver de qué manera una

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