Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

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Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango

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gusanos, el bestseller que inaugura la denominada escuela de la microhistoria. Pero es especialmente en el artículo titulado “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales” (2008) donde Ginzburg presenta ampliamente la visión y el método de investigación basado en el rastreo de las huellas, desde aquel remoto origen en que el hombre antiguo hubo de detenerse a contemplar las huellas impresas en las arenas de las playas del río, más tarde en las artes adivinatorias, la medicina, la filología, hasta abarcar las novelas policíacas o de misterio, y culminar en la modernidad con la exaltación del psicoanálisis, la semiótica y la adopción del sistema de identificación digital por parte de los poderes del Estado. Huellas, indicios, signos o síntomas, según fuere el caso, que configuran los antecedentes a partir de los cuales se desencadena el trabajo del investigador. En palabras de Leonor Arfuch, es el momento de aparición de una “mirada semiótica sobre la modernidad” (2007, p. 180), que reúne investigación lógica, encuesta oral, semiología y periodismo.

      Las consecuencias del reconocimiento de las huellas, ideales o materiales, en la comprensión amplia y plural de la experiencia humana, serán de nuevo retomadas en el capítulo 2, donde se pretende mostrar la confluencia de las múltiples miradas provenientes de la historia, la sociología y la etnografía, en la configuración del campo de investigación social basado en las historias de vida.

      La alteridad: yo soy otro

      La historia de la literatura constituye un acervo de figuras, personajes heroicos o comediantes, trágicos o malvados, sabios o pedantes, enviados por el autor como ángeles mensajeros para ver lo que nunca podría ver de cerca por sí mismo. Al evocar la navegación de Ulises y su retorno a Ítaca, el descenso a los infiernos de Virgilio, los combates del Cid, los viajes a la luna o al centro de la Tierra de Julio Verne, los detalles de amoríos e infidelidades de Flaubert, el lector iniciado fácilmente capta cómo el autor “se desdobla, se externaliza, de tal manera que ese otro, ese lugarteniente, se pone a escribir en su lugar. Lugarteniente de pensamiento, el enviado hace las veces de autor” (Serres, 2015, p. 61). Cuando el imberbe Rimbaud hace suyo el grito de combate: “Yo soy otro”, no hace más que renovar el gesto del asombro ante la extrañeza del otro que viene a nosotros desde un tiempo primigenio.

      De este modo, la idea de la alteridad contemplada desde la tradición de la literatura occidental nos enfrenta a la interesante discusión sobre los orígenes de la novela moderna. Discuten, por una parte, los defensores de la idea de que El Quijote representa la novela moderna por excelencia y, por otra, quienes, como el historiador marxista Arnold Hausser, sustentan la discordancia existente entre el autor y su época regida por los valores de la caballería medieval. Los primeros argumentan que El Quijote muestra ya el desdoblamiento de un yo, el del loco “hijodalgo” enfrentado a los molinos de viento, trastornado a causa de las innumerables lecturas que han dejado su cerebro atiborrado de tantos otros personajes, difícilmente discernibles por parte de ese pobre diablo escritor inquilino de una mísera taberna del centro de Sevilla, la muerte por hambre al acecho. Nada impide al excombatiente manco en Lepanto perseverar en su misión, demostrando que está tan cabalmente en sus sentidos que incluso es capaz de elucubrar un mundo cuerdo en donde también tiene presencia la locura, para abrir así camino al reconocimiento del sentido que identifica a la modernidad misma: yo es el otro, la divisa del hombre moderno por excelencia. Como dice Joan-Carles Mélich: “Cervantes situó al ser humano a ras de suelo, en la prosa del mundo. Según Kundera, ‘prosa no solo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida’” (2014, p. 38).

      De forma más elaborada, sin duda alguna, el uso del concepto alteridad en Ricoeur arrastra una deuda no solo con la historia de la literatura sino, además, con los hallazgos de la historia y la antropología social y cultural, hasta alcanzar un nivel más sofisticado en el que cabe discernir tres sentidos implícitos en el acto de nombrar al otro.

      El primer sentido, el otro en tanto cuerpo propio, es decir, en uno mismo; un otro que eventualmente puede aparecer como extraño, según pudo comprobarlo con certeza aterradora Malcolm Lowry en Bajo el volcán, al sostener que todos los hombres necesitamos un poco de locura para poder sobrevivir. “Otro”, que también podríamos nombrar con una palabra muy bella, un neologismo usado por el escritor español Juan Goytisolo en su discurso de aceptación del Premio Cervantes el 23 abril del 2015, el verbo “cervantear”, que alude al reconocimiento de la identidad como una otredad; “cervantear” en el sentido de que somos conscientes de una sensibilidad moderna que reconoce en cada uno de nosotros un otro, incluso un otro reprimido que es puesto al descubierto gracias al inconsciente freudiano.

      El segundo sentido es el otro en tanto interlocutor, adversario o antagonista en la interacción discursiva, lo cual es de suma importancia para una caracterización de la relación pedagógica, si fuese admitido el hecho del predominio de las aulas pasivas a lo largo de poco más de dos siglos de existencia de la escuela masiva, atiborradas de receptores privados del habla espontánea que enfrentan la autoridad de un maestro omnisciente y omnímodo, de donde se deduce la imagen de una relación no dialéctica sino unívoca en la acción comunicativa dentro de las aulas. Pero esta imagen no impide constatar en un periodo reciente de cambios profundos que afectan las formas de existencia de individuos y sociedades, cómo se aprecia su impacto en discursos y prácticas pedagógicas que abogan por otras formas de organización del aula de clase, lo que da vuelta al habitual sentido jerárquico vertical y abre espacios a variantes que puedan imaginarse respecto a cómo generar efectivamente una dialéctica de escucha recíproca entre quien enseña y quien aprende.

      El tercer sentido corresponde al otro concebido en tanto portador de una historia distinta de la mía, como condición de posibilidad de un mundo polifónico y polisémico. Reconocer al otro en tanto agente de una historia diferente, en un mundo en el que cada quien es dueño de una historia que ha de armarse de a poco, donde somos las historias que oímos desde la cuna y somos esencialmente diferentes por las historias que portamos y los sentidos que damos a dichas historias.

      En las postrimerías de su vida mortal, en el libro que corona toda una obra tejida sin pausa en el transcurso de sesenta años, Sí mismo como otro, Paul Ricoeur denomina esta tercera forma de otredad como “fuero interno”, que en la época de Tiempo y narración había sido nombrada “conciencia moral”, como si dibujase el itinerario de aventuras de una vida en una línea de tiempo: uno nace como un sí mismo, recibe un nombre con el que es individualizado, hijo de tal y cual, con sus señas de identidad singulares, incluso si entonces no tenemos conciencia plena del sentido de autonomía y libertad; y desde este sí mismo construimos una red de relaciones con otros, que supone salir hacia los otros, para volver finalmente a sí mismo: sí mismo como otro. Así justifica el filósofo este movimiento de síntesis:

      No quise sin embargo limitarme a este desdoblamiento de la noción de otro, lo otro como mi propio cuerpo padecido, incluso sufriente, lo otro respecto de la lucha y el diálogo; hice lugar a una tercera figura de lo otro, a saber, el fuero interno, llamado también conciencia moral. En la meditación sobre el fuero interno culminaba el retorno de sí a sí mismo. Pero el sí no volvía sino al término de un vasto periplo. Y volvía “como otro”. (Ricoeur, 2007, p. 79).

      Ricoeur (1998, p. 194) es reiterativo en plantear que la identidad narrativa pasa por la comprensión: comprenderse es apropiarse de la historia de la propia vida de uno y, en el extremo, no hay otra manera de apropiársela que escribirla. Y es también garantía del dominio público, tanto si se aprecia en el acto de la recitación delante de un auditorio, cuando el relato se hilvana en un tejido comunitario, como si se refiere al acto de la escritura que hace posible que la obra publicada se convierta en la medida de lo público.

      La secuencia que anuda la comprensión de sí mismo con el relato autobiográfico y la esfera pública, de hecho, está in nuce en la fascinación plasmada en el tomo ii de Tiempo y narración, que dedica extensas páginas a comentar en distintas direcciones esa obra cumbre de la literatura universal que es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, de donde precisamente pudo extraer la

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