Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

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Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango

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de narrador y quien lleva la máscara de sus múltiples personajes y, entre todos ellos, la voz narradora dominante que cuenta la historia que nosotros leemos. Nosotros podemos convertirnos en narradores de nosotros mismos imitando esas voces narradoras, sin poder convertirnos en su autor. Esa es la gran diferencia entre la vida y la ficción. En ese sentido, es muy cierto que la vida se vive y que la historia se cuenta. Subsiste una diferencia infranqueable pero queda parcialmente abolida por el poder que tenemos de aplicar a nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los diferentes papeles asumidos por los personajes favoritos de las historias que más nos gustan. Es así como, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego, intentamos una comprensión narrativa de nosotros mismos, la única que escapa a la alternativa aparente entre cambio puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad narrativa. (2009, p. 55; cursivas en el original).

      Pero no se entienda aquí el propósito de comprensión de sí referido a un sujeto ajeno a las circunstancias, cautivo de un yo narcisista, egoísta y avaro, toda vez que el perenne juego de la identidad narrativa da origen a un sí mismo que es instruido por los símbolos culturales, principalmente por los relatos recibidos de la tradición literaria y de la oralidad que son transmitidos desde la cuna hasta la tumba. Es gracias a ellos que nos ha sido conferida una unidad no sustancial sino narrativa.

      La transmisión de relatos, sea por medio de la oralidad o de la escritura, constituye en sí misma un intercambio de experiencias sin igual, equivalente a un intercambio de relatos de sabiduría práctica, por lo cual es ella tributaria de un sentido pedagógico encarnado en la noción de identidad narrativa. Se comprende así la importancia de la lectura que nos descentra al mismo tiempo que nos restituye una identidad de sí, como sostienen Bárcena y Mélich:

      La lectura se convierte así en una auténtica experiencia de formación; es educación. Somos los textos que leemos y el texto que relata y escribe lo que somos. En la lectura encontramos el hogar del pensamiento [...]. En la lectura, si es experiencia y no experimento, es decir, si no es algo prefabricado y previsto, la historia que se cuenta o se nombra —que se relata— dice el quién de la acción. Y en este sentido la lectura es fuente de experiencias porque es un modelo, no sólo de cómo pensar, sino también de cómo arriesgarse al juego de la identificación-desidentificación personal. (2000, p. 124).

      Es claro, por lo demás, que este complejo juego de fuerzas en tensión que deja huellas imborrables en las vidas de narradores y lectores, emisores y receptores, no podría dejar inmune las posiciones del reconocimiento, el respeto y la diferencia de los interlocutores. Esto es de suyo el campo de la ética. A propósito de cierto comentario de un pasaje de Lévinas, Ricoeur definió la ética como “un cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del otro”, lo cual insinúa desde ya el trazado de ese otro círculo hermenéutico que completa el itinerario filosófico de toda una vida. Al final de Sí mismo como otro, la “pequeña ética” —así nombrada contradictoriamente con ironía y modestia por su autor, al tiempo que advertía no saber si fingida o no— fue complementada con el argumento de que el juego de sus tres componentes se dejaba proyectar a todos los niveles precedentes del conjunto de una obra informada por el signo ternario en los órdenes de la teoría del discurso (que vincula locutor, interlocutor e institución lingüística), la teoría de la acción (agente, colaborador u oponente y campo práctico) y la teoría de la narración (donde se imbrican las historias de unos y otros que configuran la trama narrativa de las propias instituciones). Considerada desde este ángulo, la “pequeña ética” representa la sinopsis de un trayecto dividido en tres momentos: el de la ética, el de la moral y el de la sabiduría práctica (phrónesis). La génesis de su creación es expuesta en los siguientes términos por su autor:

      Para la ética, que considero más fundamental que toda norma, propuse la definición siguiente: deseo de vivir bien con y por los demás en instituciones justas. Esta terna vincula el sí aprehendido en su capacidad original de estima, con el prójimo, vuelto manifiesto por su aspecto, y con el tercero, portador de derecho en el plano jurídico, social y político. La distinción entre dos tipos de otro, el tú de las relaciones interpersonales y el cada uno de la vida en las instituciones, me pareció bastante fuerte para asegurar el pasaje de la ética a la política y para dar un anclaje suficiente a mis ensayos anteriores o en curso referidos a las paradojas del poder político y las dificultades de la idea de justicia. En cuanto al pasaje de la ética a la moral, con sus imperativos y sus interdicciones, me parecía exigido por la ética misma, pues el deseo de una vida buena encuentra la violencia bajo todas sus formas. A la amenaza de esta última replica la interdicción: “No matarás”, “No mentirás”. Finalmente, la sabiduría práctica (o el arte del juicio moral en situación) parecía requerida por la singularidad de los casos, por los conflictos entre deberes, por la complejidad de la vida en sociedad, donde la elección es más frecuente entre el gris y el gris que entre el negro y el blanco, y en último término, por las situaciones que llamé de penuria, donde la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre lo malo y lo peor. (Ricoeur, 2007, p. 82).

      Son estos criterios los que marcan la distancia que separa, por un lado, el adoctrinamiento que pretende “fabricar” seres de “pensamiento único”, ávidos de dogmas y, por otro, la autoformación que provee aptitudes en la toma de decisiones justas y razonables según las circunstancias variables de la vida social. Es del caso hacer mención al incomparable Proust, en quien hallamos una conjunción admirable de autoformación y sabiduría entendida como una actitud ante la vida y como aquello que va más allá de la enseñanza de “nobleza de alma y elegancia moral” en la escuela, como se desprende de este fragmento en A la sombra de las muchachas en flor:

      La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. (Proust, 1996, p. 499).

      Estamos hablando de una sabiduría práctica que se encarna en la figura de un profesor debidamente preparado para adelantar las prácticas pedagógicas en el aula, a la manera como son descritas por Philip Jackson mientras enhebra sus recuerdos personales del paso por la escuela, inspirado en la visión poética de William Blake en Enseñanzas implícitas:

      Quienes enseñamos debemos aprender a ver, si no ya un mundo en un grano de arena o el cielo en una flor silvestre, al menos el interés que se esconde detrás de una mirada atenta, el hosco aburrimiento contenido en el silencio que sigue a una pregunta dirigida a toda la clase, la tensión que claramente cruje a lo largo de todo el salón cuando se está tomando una prueba, la ilusión expresada en el impulso súbito de una mano que se levanta. (1999, p. 124).

      Como queda dicho atrás, una noción fundamental en la estrategia discursiva de Ricoeur, compartida con las más conspicuas tendencias historiográficas inspiradas en la escuela de Annales, es la huella como un recurso útil en la reconfiguración del tiempo. En efecto, ya Marc Bloch había definido que el conocimiento por huellas es la característica principal de la observación histórica: “¿qué entendemos por documentos sino una “huella”, es decir, la marca que ha dejado un fenómeno, y que nuestros sentidos pueden percibir?” (1975, p. 57). Y si de huellas mnemónicas se trata, cómo no citar nuevamente a Proust, quien enaltece en este fragmento la función gnoseológica del recuerdo de olores y sabores, encarnados para él en la célebre magdalena mojada en la taza de té:

      Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las casas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. (1996, p. 63).

      Por esta senda

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