Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett

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que me habías perdido? —dijo, subiendo el escalón de la plazuela—. Fui a casa de la señora Parson y me quedé más de lo que pretendía. Agnes estaba allí, acaba de volver a casa… y… —Comenzó a toser violentamente.

      —No deberías ceder ante a ese picor de garganta, Abby —dijo Sarah con brusquedad.

      —Será mejor que se meta en casa y que evite este aire húmedo —dijo la señora Dunbar.

      —¡Cáscaras! ¡Ni que el aire le fuese a hacer daño! Pero quizá sea mejor que entres, Abby. Quiero probarte este sombrero. Entre usted también, señora Dunbar. Quiero que vea si cree que tiene el suficiente fondo.

      —¡Ya está! —dijo Sarah, después de que las tres mujeres hubieron entrado y le hubo atado el sombrero a Abby, colocando los lazos con cuidado.

      —Le queda precioso —dijo la señora Dunbar.

      —¡Rosas rojas en una mujer de mi edad! —rio Abby—. Sarah quiere emperifollarme como si fuese una jovencita.

      Abby se quedó de pie en la salita de estar frente al espejo. Las contraventanas estaban abiertas de par en par para dejar entrar la luz de la tarde. Abby era una mujer grande y bien formada. Levantó la cabeza con el sombrero, metió la barbilla con aire de orgullo. Las rosas rojas sobresalían lo suficiente sobre su inocente y femenina frente.

      —Si tú no puedes llevar rosas rojas, no sé quién puede —dijo Sarah mirándola con dignidad y resentimiento—. Podrías llevar un vestido blanco a una reunión y tener tan buen aspecto como cualquiera de ellas.

      —Oye, ¿de dónde has sacado el encaje para este sombrero? —preguntó Abby, de repente. Se lo había quitado y lo estaba examinando de cerca.

      —Ah, tenía algo por ahí.

      —Dime ahora mismo la verdad, Sarah Arnold. ¿No lo habrás sacado de tu vestido de seda negra?

      —¿Qué importa de dónde lo haya sacado?

      —Sí que importa. ¿Por qué lo has hecho?

      —No merece la pena hablar de ello. No me gustaba cómo quedaba en el vestido.

      —¡Pero Sarah! Esto es lo que hace siempre —le dijo Abby a la señora Dunbar—. Si no la vigilara, se quedaría sin un trapo que ponerse.

      Cuando la señora Dunbar se fue, Abby se sentó en una mecedora grande tapizada y recostó la cabeza. Tenía los ojos entreabiertos y se le veían los dientes. De repente tenía un aspecto terrible.

      —¿Qué te duele? —dijo Sarah.

      —Nada. Solo estoy un poco cansada.

      —¿Por qué te sujetas el costado?

      —No es nada. Me dolía un poco, eso es todo.

      —A mí me ha estado doliendo toda la tarde. Será mejor que vengas a comer algo; la mesa lleva puesta una hora y media.

      Abby se levantó con resignación y siguió a Sarah hasta la cocina con débil majestuosidad. Siempre había tenido una forma regia de caminar. Si Abby Vane fuese víctima de la tisis algún día, nadie podría decir que se lo había buscado por no cumplir las normas de higiene. Habían sido muchas las millas de caminos rurales que, en su día, había atravesado con su elegante paso, los hombros bien echados hacia atrás, la cabeza erguida. Se había ocupado del huerto, había quitado las malas hierbas, escardado y cavado, había cortado leña y amontonado heno, y recogido manzanas y cerezas.

      Siempre había existido una pactada y amigable división del trabajo entre ambas mujeres. Abby hacía el trabajo duro, el trabajo masculino de la casa, y Sarah, con su constitución pequeña, delgada y nerviosa, el trabajo femenino. La elaboración de vestidos y sombreros era cosa de Sarah, la cocina, la limpieza y cuidado de la casa. Abby se levantaba la primera por la mañana y encendía el fuego, bombeaba el agua y traía los cubos para el aseo. Abby también llevaba el monedero. Entre las dos tenían, literalmente, uno: una cartera de cuero negro gastado. Cuando iban a la tienda del pueblo, si Sarah hacía una compra, Abby sacaba el dinero para pagar la cuenta.

      La casa pertenecía a Abby, la había heredado de su madre. Sarah tenía algunas acciones en el banco del pueblo, que cubrían los gastos de comida y ropa.

      Casi toda la ropa nueva que se compraba era para Abby, aunque Sarah tenía que emplear más de un subterfugio para conseguirlo. Solo ella podría desplegar la sutilidad de una diplomacia mediante la cual esa nueva prenda de cachemir era para Abby en lugar de para ella misma, o por la que un nuevo manto se ajustaba a los hombros proporcionados y generosos de Abby en lugar de a los suyos, delgados y encorvados.

      Si Abby hubiera sido una emperatriz bárbara, que cortase la cabeza de su cocinero como castigo por un error, no habría encontrado un artista más fiel e inquieto que Sarah. Todas las recetas caseras de Nueva Inglaterra que a Abby le encantaban relucían ante Sarah como si estuvieran escritas en letras de oro.

      La delicadeza de la medida precisa, a través de la cual el apetito no debería ni verse empalagado por la frecuencia ni embrujado por el deseo, era una cuestión de estudio constante para ella.

      —He descubierto cuántas veces exactas le gusta a Abby el pastel de carne —le dijo, triunfante, a la señora Dunbar en una ocasión—. Lo he estado estudiando. Le gusta el pastel de carne dos veces por semana para disfrutarlo realmente. Lo come en otras ocasiones, pero no lo ansía de veras. Llevo contando seis semanas y puedo decir que lo sé bastante bien.

      Sarah no se había comido su propia cena esa noche, así que se sentó con Abby a la pequeña mesa cuadrada colocada contra la pared de la cocina. Abby no pudo comer mucho, aunque lo intentó. Sarah la observaba, tomando apenas un bocado ella misma. Tenía la manía de tragar de forma exagerada cada vez que Abby lo hacía, tanto si estaba comiendo como si no.

      —¿No vas a tomar un poco de pastel de crema? —dijo Sarah—. ¿Por qué no? Lo he hecho expresamente.

      Abby se echó a reír.

      —Te diré por qué, Sarah —dijo—, tan claro como pueda: tengo tantas ganas de tomar vituallas como una funda de almohada de que la rellenen de plumas.

      —¿No has comido nada esta tarde?

      —Nada, salvo unas cuantas cerezas antes de salir.

      —Lo suficiente para quitarte el apetito. Yo no puedo comer nada entre horas sin lamentarlo después.

      —Supongo que será eso. ¿Queda alguna cereza en la casa?

      —Sí, hay algunas en la alacena. ¿Quieres unas pocas?

      —Yo las cojo.

      Sarah se puso en pie de un salto y tomó un plato de hermosas cerezas rojas y lo colocó sobre la mesa.

      —Déjame ver, estas son del árbol de Sarah —dijo Abby, meditativa—. No había ninguna en el de Abby este año.

      —No —respondió Sarah.

      —Es raro, ¿no crees? Siempre ha dado, desde que puedo recordar.

      —No veo nada raro en ello. Se heló aquel día, la última primavera;

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