Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett

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que yo estaba con la señora Vane cuando murió. Estaba consciente y le dejó un mensaje a Abby. Me dijo que le dijera que le daba su consentimiento para casarse con John Marshall.

      Sarah se detuvo. La señora Dunbar esperó, con los ojos muy abiertos.

      —No se lo he dicho nunca.

      —¿Cómo?

      —Nunca le he contado lo que dijo su madre.

      —¿Por qué, Sarah, por qué no se lo dijiste?

      —No podía hacerlo de ningún modo, no podía, no podía, señora Dunbar. Me sentía morir de solo pensarlo. No podía soportar que le gustara otra persona, y que se casara. No sabe por lo que he pasado. Toda mi familia había muerto antes de que yo cumpliera los dieciséis y la señora Vane también había muerto, y había sido como una madre para mí. No tenía a nadie en el mundo salvo a Abby. No podía hacerlo, no podía.

      —Sarah Arnold, has estado viviendo con ella todos estos años, habéis sido tan amigas, y tú te guardabas algo así. ¿De qué estás hecha?

      —¡Oh, he hecho todo lo que he podido por Abby… todo!

      —Pero eso no pudiste hacerlo.

      —Tampoco parece que le importara mucho.

      —Eso no lo sabes.

      —Claro que lo sé. Ay, señora Dunbar, ¿tengo que contárselo?

      La señora Dunbar, con su rostro decidido y ascético, se enfrentó a Sarah como la conciencia hecha carne.

      —¿Contárselo? Sarah Arnold, no dejes que el sol se ponga otra vez sobre tu cabeza sin habérselo contado.

      —Ay, no creo que pueda.

      —No esperes ni un minuto más. Ve derecha a casa ahora y díselo, si quieres seguir teniendo paz en este mundo.

      Sarah se quedó en pie mirándola fijamente durante un minuto, temblorosa. Después se puso el chal sobre la cabeza y se volvió hacia la puerta.

      —Bueno, ya veré —dijo.

      —¡No esperes ni un minuto! —gritó la señora Dunbar de nuevo tras ella. Después se quedó observando la figura magra y patética escabullirse calle abajo. Se preguntó muchas veces después si Sarah se lo habría contado; sospechaba que no.

      Sarah la evitaba y nunca volvió a mencionar la cuestión. Volvió a su filosofía de siempre.

      —No es nada, Abby se recuperará —le decía a la gente—. No es cosa de los pulmones. Se repondrá en cuanto llegue el buen tiempo.

      Ahora trataba a Abby con la mayor ternura. Se esforzaba por ella día y noche. Cada delicia que la mujer enferma había deseado alguna vez esperaba en los estantes de la despensa. Sarah pasó sin zapatos y ropa de franela para comprar estas cosas, aunque la posibilidad de que Abby llegara a probarlas era pequeña.

      Cada momento libre que tenía cosía para Abby, y doblaba y colgaba nuevas prendas que jamás luciría. Si Abby se atrevía a protestar, Sarah se indignaba y cosía aún más; sentada durante las largas noches de invierno, hilvanaba y cosía con fiero entusiasmo. Arrasó su propio armario en busca de material y casi no le quedaron prendas que ponerse.

      Hacia la primavera, cuando llegaban sus exiguos dividendos, compró tela para un nuevo vestido para Abby, un suave cachemir de un bonito color azul. Compró patrones y los ajustó y plisó con lo mejor de sus escasas habilidades.

      —Ya está —dijo cuando lo terminó—. Ya tienes un vestido decente para ponerte cuando vuelvas a salir, Abby.

      —Es realmente bonito, Sarah —dijo Abby con una sonrisa.

      Abby no murió hasta finales de mayo. Se sentaba en la silla junto a la ventana y observaba débilmente los brotes de hierba que crecían y cómo el verdor se extendía sobre las ramas de los árboles. A lo lejos, en el jardín de un vecino, había un melocotonero. Abby podía verlo.

      —Acabo de ver aquel melocotonero de allí —le susurró a Sarah una tarde. Estaba lleno de flores rosadas—. Es el primer árbol que veo florecer este año. ¿Crees que el árbol de Abby florecerá?

      —Supongo —dijo Sarah—. Está dando brotes.

      Abby pareció habitar en la floración del árbol de Abby. No dejaba de hablar de ello. Una mañana vio que algunos cerezos del jardín contiguo habían florecido y llamó a Sarah con impaciencia:

      —Sarah, ¿has mirado a ver si ha florecido el árbol de Abby?

      —Pues claro, ¿por qué lo preguntas?

      El rostro de Abby estaba radiante.

      —Ay, Sarah, quiero verlo.

      —Bueno, espera hasta la tarde —dijo Sarah, con la voz temblorosa—. Después de cenar te llevaré hasta la puerta de la habitación de delante para que lo veas desde ahí.

      La gente que aquella mañana pasaba por allí se quedaba mirando a Sarah Arnold realizando una extraña tarea en el patio delantero. No había ni una sola flor en el árbol de Abby, pero el árbol de Sarah estaba blanco. Sus delicadas ramas enguirnaldadas se agitaban suavemente y emanaban un aroma dulce. Las abejas zumbaban en torno a ellas. Sarah había colocado la escalera en el lado del camino, entre todas las flores y el dulzor, y cortaba y arrancaba las ramas blancas. Después cruzaba al otro árbol con los brazos llenos. Dejaban un rastro sobre el suelo verde, caían sobre sus hombros como bayonetas blancas. El aire a su alrededor estaba repleto de pétalos voladores. Parecía un ángel primaveral casero. Después ataba las ramas y las ramitas al árbol de Abby por el lado que daba a la casa. Trabajó mucho y rápido. Aquella tarde cualquiera que mirase al árbol desde la ventana se confundiría. Aquel lado del árbol de Abby estaba repleto de flores.

      Sarah llevó a Abby en su silla hasta la habitación delantera.

      —¡Ahí lo tienes! —le dijo.

      —¡Oh! ¿No es hermoso? —dijo Abby.

      Las ramas blancas se agitaban frente a la ventana. Abby se sentó a mirarlo con una pacífica sonrisa en el rostro.

      Cuando volvió a su lugar de siempre en la sala de estar, miró a Sarah con los ojos iluminados.

      —No hay por qué preocuparse —dijo—, el árbol de Abby siempre florece.

      Sarah de pronto gritó:

      —¡Ay, Abby, Abby! ¡Qué voy a hacer! ¡Qué voy a hacer! —Se lanzó sobre la silla de Abby y colocó el rostro sobre sus delgadas rodillas—. ¡Ay, Abby, Abby!

      —Pero Sarah, no debes… —dijo Abby.

      —No —dijo Sarah de inmediato. Se puso en pie y se enjugó las lágrimas—. Sé que estás mejor, Abby, y que pronto saldrás. Solo que has estado tanto tiempo enferma, que me ha afectado un poco y me ha venido todo de pronto.

      —Sarah —dijo Abby, solemne—, lo que tenga que pasar, pasará. Tienes que ver las cosas desde

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