Amigas. Sarah Orne Jewett
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—¡Vaya! Me alegro de que lo hicieras —dijo la señorita Harriet, sorprendida, pero bastante aliviada—. Me temía…
—No, no era ninguna de mis travesuras —contestó Helena con osadía—. No pensé que Martha estuviera lista para ir tan pronto. Debería haberte enseñado lo bonitas que estaban entre las hojas verdes. Las pusimos en uno de tus mejores platos blancos con el borde calado. Martha te lo enseñará mañana; a mamá siempre le gusta ponerlas así.
Los dedos de Helena estaban ocupados deshaciendo el nudo del paquete.
—¡Mira esto, prima Harriet! —anunció con orgullo, mientras Martha desaparecía tras la esquina de la casa, resplandeciente por la satisfacción de la aventura y el éxito—. Mira lo que me ha enviado el pastor, un libro: Sermones sobre… ¿qué? Sermones… está tan oscuro que casi no veo.
—Debe de ser su Sermones sobre la seriedad de la vida; son los únicos que ha publicado, creo —dijo la señorita Harriet, con gran placer—. Están muy bien considerados; son discursos notablemente hábiles. Te hace un gran halago, querida. Temí que percibiera tu ligereza infantil.
—Me comporté de maravilla mientras él estuvo aquí —insistió Helena—. Los pastores no son más que hombres —dijo, pero se sonrojó complacida.
Sin duda, era importante recibir un libro de su autor, y un tributo así la convertía en algo más valioso para aquella familia reverente. El pastor no solo era un hombre, sino un hombre soltero, y Helena estaba en la edad que mejor conquista el amor; en todo caso, era agradable volver a caerle en gracia a la prima Harriet.
—¡Invita al amable caballero a cenar! Necesita animarse un poco —suplicó la sirena vestida de muselina india, mientras dejaba el brillante libro negro de sermones sobre el escalón de piedra de la entrada con aire de aprobación, pero como si casi hubiera terminado con su misión.
—Quizás lo haga, si Martha mejora tanto como lo ha hecho en estos últimos días —prometió Harriet esperanzada—. Es algo que temo siempre que estoy sola, pero creo que al señor Crofton le gusta venir. Tiene una conversación muy elegante.
II
Aquellos eran días de largas visitas, antes de que los amigos cariñosos pensaran que merecía la pena hacer un viaje de cien millas solo para comer o pasar la noche en casa del otro. Helena se quedó durante las semanas agradables de principios de verano y partió al fin, de mala gana, para unirse a su familia en White Hills, donde habían ido, al igual que otras familias de alto nivel social, para pasar el mes de agosto fuera de la ciudad. La alegre invitada dejó tras ella muchos amigos tristes y prometió a cada uno que volvería al año siguiente. Dejó al pastor como amante rechazado, así como al preceptor de la academia, pero con los orgullos intactos, y quizás con visiones más amplias del mundo y una simpatía menos estrecha por su propio trabajo en la vida y por las trabas de los vecinos. Incluso la misma señorita Harriet Pyne había perdido parte de su innecesario provincianismo y de los prejuicios que habían comenzado a endurecer su corazón, amable y de mente abierta, bueno por naturaleza. Nadie había sido nunca tan alegre, tan fascinante o tan atenta como Helena; tan llena de recursos sociales, tan sencilla y poco exigente en su amistad. La luz de su joven vida no proyectaba sombra sobre sus compañeros jóvenes o viejos, sus ropas bonitas nunca hacían parecer a las otras chicas aburridas o pasadas de moda. Cuando atravesó la calle en el carruaje de la señorita Harriet para tomar el tren lento a Boston y las alegrías de la nueva Profile House, donde su madre esperaba impaciente con un grupo de amigos sureños, parecía como si nunca fuese a volver a haber fiestas o pícnics en Ashford, y como si la gente no tuviera nada que hacer más que envejecer y prepararse para el invierno.
Martha entró en el dormitorio de la señorita Helena aquella última mañana y era fácil ver que había estado llorando; tenía el mismo aspecto que aquella primera semana triste de nostalgia y desesperación. Por amor había estado aprendiendo a hacer muchas cosas y hacerlas exactamente bien; sus ojos se habían aguzado para ver la más mínima ocasión de hacer un servicio personal. Nadie podía ser más humilde y devota; parecía años mayor que Helena y ya lucía el aire conmovedor de los cuidados.
—Me mimas, querida Martha —dijo Helena desde la cama—. No sé qué van a decir en casa, estoy tan consentida.
Martha siguió abriendo las contraventanas para dejar que entrase la luz de la mañana estival, pero no dijo nada.
—Te las estás arreglando de maravilla, ¿verdad? —continuó la joven dama—. Te has esforzado tanto que me haces avergonzarme de mí misma. Al principio ponías todas las flores apiñadas y ahora las arreglas de una forma hermosa. Anoche la prima Harriet estaba encantadísima al ver la mesa tan bien colocada, y le dije que lo habías hecho tú todo, hasta el último detalle. ¿Seguirás manteniendo las flores frescas y la casa bonita hasta que yo vuelva? Es mucho más agradable para la señorita Pyne; y darás de comer a mis gorriones, ¿verdad? Se están domesticando.
—¡Claro que sí, señorita Helena! —Y Martha pareció casi enfadada por un instante, pero después rompió a llorar y se cubrió la cara con el mandil—. No entendía nada cuando llegué aquí al principio. Nunca había estado en ningún sitio ni había visto nada, y la señorita Pyne me asustaba cuando me hablaba. Fue usted quien me hizo pensar que podía aprender. Quería conservar el puesto, por mi madre y los chicos; en casa lo necesitamos mucho. Hepsy ha sido buena en la cocina; dijo que debería tener paciencia conmigo, pues ella misma era un poco torpe cuando llegó.
Helena rio; se la veía tan bonita bajo las cortinas blancas con borlas.
—Me temo que Hepsy tiene razón —dijo—. Ojalá me hubieras hablado de tu madre. Cuando vuelva, algún día, iremos en el carruaje hasta el campo, como tú lo llamas, para verla. ¡Martha! Ojalá pensaras en mí alguna vez después de que me vaya. ¿Me lo prometes? —El joven rostro resplandeciente de repente se puso serio—. Yo también tengo malos momentos; no siempre aprendo las cosas que debo aprender; no siempre pongo las cosas bien. Ojalá no me olvides nunca y creas en mí. Me parece que eso ayuda más que cualquier otra cosa.
—No la olvidaré —dijo Martha lentamente—. Pensaré en usted cada día.
Habló casi con indiferencia, como si le hubieran pedido que limpiara el polvo de una habitación, pero se volvió hacia un lado rápidamente y tiró de la alfombrilla que había bajo la jarra de agua caliente y la dejó torcida; después se apresuró escaleras abajo hasta la entrada blanca y alargada, llorando por el camino.
III
Perder de vista a la amiga a la que has amado y por quien vivías para complacer es perder la alegría de la vida. Pero si el amor es sincero, entonces llega la alegría mayor de complacer al ideal; es decir, a la amiga perfecta. La felicidad de antes se eleva a un nivel superior. En cuanto a Martha, la chica que quedó atrás en Ashford, su vida no podía parecerles más aburrida a aquellos que no eran capaces de comprender; tenía el paso lento y la mirada casi siempre baja, como si se esforzara todo el rato; pero era sorprendente cuando levantaba la vista y te miraba, con esa luz radiante. Tenía la capacidad de ser feliz aferrándose a un gran sentimiento, la inefable satisfacción de intentar agradar a alguien a quien amaba de verdad. Nunca pensó en intentar agradar a otros; solo vivía para hacer lo mejor que podía por los demás, y cumplir con un ideal, que al final llegó a convertirse en la visión