Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett

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habitación, un cuartito de techo bajo que daba al patio lateral y las grandes ramas de un olmo. Nunca se sentaba en la vieja mecedora de madera salvo los domingos como aquel; estaba reservada para los días de descanso y de meditación feliz. Llevaba su vestido liso negro y un delantal blanco limpio, y sostenía sobre el regazo una cajita de madera, con una bisagra de cobre encima como asa. Tenía más de sesenta años y parecía incluso mayor, pero su rostro mostraba el mismo gesto que tuvo en ocasiones en su juventud. Era la misma Martha; las manos mostraban los signos de la edad y estaban ajadas por el trabajo, pero su cara aún resplandecía. Parecía que fue ayer cuando Helena Vernon se había marchado, pero de eso hacía más de cuarenta años.

      La guerra y la paz habían traído sus cambios y sus grandes preocupaciones; la faz de la tierra había sido surcada por inundaciones e incendios; los semblantes de señora y criada, marcados por sonrisas y llantos, y en el cielo, las estrellas brillaron como si nada hubiera ocurrido. El pueblo de Ashford añadió algunas páginas a su insulsa historia, el pastor predicó, la gente escuchó; de vez en cuando un funeral subía por la calle, y de vez en cuando la cara de un pequeñín asomaba por el horizonte de los bancos de iglesia de una familia. La señorita Harriet Pyne había pasado con mucho las incertidumbres y ansiedades de la juventud. Había tomado sus decisiones hacía mucho tiempo y había arreglado todas las preguntas; su esquema de vida era impecable como el paisaje en miniatura de un jardín japonés, e igualmente fácil de mantener en orden. El único cambio importante que podría ser capaz de hacer alguna vez sería el cambio final hacia otro mundo mejor; y de eso se encargaría amablemente la naturaleza y su propia e inocente vida.

      Casi ningún gran evento social había alterado la calmada corriente de la vida de Helena Vernon desde su matrimonio. A él asistió la señorita Pyne, con apariencia señorial y portando regalos de plata antigua familiar que llevaban el sello Vernon, pero no sin cierta protesta del corazón contra las incertidumbres de la vida matrimonial. Helena estaba tan igualmente dispuesta a la independencia feliz como a la ayuda de otras vidas que crecían dependientes de sus rápidas simpatías y decisiones instintivas, que era difícil dejar que su personalidad se hundiera en los asuntos de otra persona. Aun así, un brillante enlace inglés no carecía de atractivo para una anticuada mujer gentil como la señorita Pyne, y Helena misma estaba sorprendentemente feliz. Un día había llegado una carta a Ashford en la que su corazón parecía latir de amor y despreocupación por sí misma, para contarle a la prima Harriet de su nueva felicidad y altas expectativas. «Cuéntale a Martha todo lo que digo sobre mi querido Jack», escribió la deseosa muchacha; «por favor, muéstrale mi carta a Martha y dile que iré el próximo verano y llevaré a Ashford al hombre más guapo y mejor del mundo. Le he contado todo sobre mi casa querida y el querido jardín; nunca hubo allí un muchacho mejor para coger cerezas con su metro ochenta». La señorita Pyne, un poco asombrada, le dio la carta a Martha, que la tomó con decisión y como si ella también se asombrara, y se fue a leerla despacio a solas. Martha lloró y tuvo una extraña sensación de pérdida y dolor; le dolía un poco el corazón al leer sobre coger cerezas. Su ídolo parecía ser menos ella desde que se había convertido en el ídolo de un desconocido. Nunca había tenido en sus manos una carta así, pero al final el amor prevaleció, puesto que la señorita Helena era feliz, y besó la última página donde estaba escrito su nombre, sintiéndose muy atrevida, y dejó el sobre en el secreter de la señorita Pyne sin decir nada.

      El amor más generoso solo puede esperar consuelo y Martha tenía la alegría de ser recordada. No se olvidó de ella cuando se acercó el día de la boda, pero nunca supo que la señorita Helena le había pedido a la prima Harriet que llevase a Martha a la ciudad; le gustaría tener a Martha allí para que la viera casarse. «Ayudará con las flores», dijo la feliz muchacha, «sé que le gustaría venir y le pediré a mamá que se ocupe de que alguien la lleve a conocer Boston y le haga pasar una buena estancia cuando las prisas del gran día hayan pasado».

      La prima Harriet pensó que era muy amable y propio de Helena, pero Martha estaría fuera de su elemento; era imprudente e infantil pensar en algo así. A la madre de Helena no le haría ninguna gracia tener una invitada innecesaria justo en la parte más atareada de la casa, y era mejor no hablar de la invitación. Algún día Martha iría a Boston si se portaba bien, pero no entonces. Helena no se olvidó de preguntar si Martha había venido y le sorprendió la indiferencia de la respuesta. Fue lo primero que le recordó que no era la princesa de las hadas para conseguir lo que quisiera en su último día antes de casarse. Sabía que a Martha le hubiera encantado estar cerca, pues no podía evitar comprender en ese momento de felicidad propia el amor que se ocultaba en otro corazón. Al día siguiente, esta feliz y joven princesa, la novia, cortó un trozo de la espectacular tarta y lo colocó en una caja bonita que había albergado uno de los regalos de boda. Con voces ansiosas llamándola y todas sus amigas alrededor, el rostro de su madre cada vez más melancólico al pensar en su partida, ella aún se quedó y corrió a coger una o dos bagatelas de su tocador, un espejito y unas tijeritas que Martha recordaría, y uno de los delicados pañuelos bordados con su nombre de soltera. Los metió también en la caja; era un capricho extraño e infantil, pero no pudo evitar intentar compartir su felicidad, pues la vida de Martha era tan sosa y aburrida. Susurró un mensaje y dejó el paquetito en manos de la prima Harriet cuando se despidió. Le tenía mucho aprecio a la prima Harriet. Sonrió con un destello de su antigua diversión; la mirada sorprendida de Martha y su figura extraña y espigada parecían estar frente a ella, mientras le prometía volver de nuevo a Ashford. Las voces impacientes llamaban a Helena, su amor estaba en la puerta y se apresuró a salir, dejando atrás su antigua casa y su juventud con placer. Si hubiera sabido, mientras le daba un beso de despedida a su prima Harriet, que nunca volverían a verse hasta ser dos ancianas. El primer paso que dio fuera de la casa paterna aquel día, casada y llena de esperanza y júbilo, fue un paso que la alejó de los verdes olmos de Boston Common y de su país y de aquellos que más quería, hacia una vida en el extranjero mucho más variada y hacia todas las penas y casi todas las alegrías que el corazón de una mujer puede conocer.

      Los domingos por la tarde, Martha solía sentarse junto a la ventana en Ashford y sostener la caja de madera que su hermano pequeño favorito, que después murió en el mar, había hecho para ella, y solía sacar aquella preciosa cajita con tapa dorada que había contenido el trozo de tarta nupcial, y las tijeritas y el trocito de espejo borroso en su marco de plata; en cuanto al pañuelo con el borde de encaje, una vez cada dos o tres años lo salpicaba con agua como si fuera una flor y lo tendía al sol sobre el césped, y se sentaba junto a los arbustos por temor a que un petirrojo o un ampelis se lo llevara.

      IV

      A menudo felicitaban a la señorita Harriet Pyne por la buena suerte de contar con una ayudante y amiga como Martha. Cuando el tiempo pasó por esta mujer alta y adusta, siempre flaca, siempre lenta, ganó una dignidad de comportamiento y un cariño en la mirada que le sentaban bien al encanto y honra de la antigua casa. Era inconscientemente hermosa como un santo, como un pintoresco árbol solitario que vive para dar cobijo a incontables vidas y para estar quieto en su lugar. Tenía una familiaridad rústica y constancia tales, tal poder de preocupación, tal reticencia, y tal ternura con los apenados o enfermos; Martha escondía todos estos dones y gracias en su corazón. Nunca se unió a la iglesia porque pensaba que no era lo suficientemente buena, pero la vida era tal pasión y felicidad por ser útil que le era imposible no ser devota, y siempre ocupaba su humilde puesto los domingos, en el banco de atrás junto a la puerta. Había sido educada por un recuerdo; los jóvenes ojos de Helena la miraron siempre tranquilizadores desde un rostro feliz y aniñado. Nunca olvidaría la dulce paciencia de Helena en enseñarle su propia torpeza.

      —Le debo todo a la señorita Helena —decía Martha, medio en voz alta mientras se sentaba sola junto a la ventana; se lo había dicho a sí misma miles de veces. Cuando miraba el espejito de recuerdo siempre esperaba ver un velado reflejo de Helena Vernon, pero allí solo estaba su rostro tostado de siempre, ese rostro de Nueva Inglaterra, para devolverle la mirada sorprendida.

      La señorita Pyne iba cada vez menos a hacer visitas a sus amigos de

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