Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett

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sobre finas hojas de papel que hablaban de lores y ladies, de grandes viajes, de la muerte de niños pequeños y del orgulloso éxito de los muchachos en la escuela, de la boda de la única hija de la señora Dysart; pero incluso aquello pasó hace muchos años. Estas cosas parecían lejanas y vagas, como si pertenecieran a un cuento y no a la vida real; los verdaderos lazos con el pasado eran bastante diferentes. Estaba la invariable bandada de gorriones que Helena había comenzado a alimentar; cada mañana Martha esparcía migas para ellos desde los escalones laterales mientras la señorita Pyne observaba desde la ventana del comedor; año tras año los contaban y los alimentaban.

      La señorita Pyne tenía muchos hábitos, pero poca capacidad de imaginación, de modo que al final era Martha quien pensaba por su señora, y dio rienda suelta a su propio buen gusto. Después de un tiempo, sin que nadie observara el cambio, la forma en la que se hacían las cosas a diario en la casa tomó el aire señorial que en el pasado solo se usaba para recibir a los invitados. Con alegría, tanto señora como criada aprovechaban todas las oportunidades posibles para la hospitalidad, aunque la señorita Harriet casi siempre se sentaba sola ante su mesa exquisitamente preparada con sus flores frescas y la hermosa porcelana que Martha manejaba con tanto amor que no había excusa para mantenerla escondida en los estantes del armario. Cada año, cuando los viejos cerezos daban su fruto, Martha le llevaba al pastor el plato blanco redondo de Limoges con el borde calado, lleno de hojas verdes y cerezas escarlata, y su esposa nunca llegó a entender por qué cada año él se sonrojaba y parecía tan consciente del placer, y le daba las gracias a Martha como si hubiera recibido un regalo muy particular. No había sugerencia para dominar el noble arte de las labores domésticas en la limitada relación de Martha con los periódicos que ella no adoptara; no había antigua costumbre refinada de la casa Pyne que ella consintiera en abandonar. Y cada día, como había prometido, pensaba en la señorita Helena —muchas veces al día, en realidad— : si esto le gustaría, o si aquello entraría dentro de su gusto o sus ideas sobre lo adecuado. En la medida de lo posible, las escasas noticias que llegaban a Ashford por medio de una carta ocasional o la charla de los invitados pasaban a formar parte de la vida de Martha, la historia de su propio corazón. Un atlas gastado y antiguo que a menudo estaba abierto por el mapa de Europa sobre la mesilla de su habitación; un pequeño botón dorado anticuado, con un trozo de cristal como un rubí engarzado que se había roto y caído del adorno de uno de los vestidos de Helena, se usaba para marcar la ciudad donde habitaba. En los cambios de una vida diplomática, Martha seguía a su señora por el mapa. En ocasiones el botón estaba en París, a veces en Madrid; una vez, para su gran preocupación, se quedó mucho tiempo en San Petersburgo. Para ser una estudiante lenta Martha había aprendido mucho, pues todo en la vida de estas ciudades extranjeras era de interés para su fiel corazón. Satisfacía a su mente mientras lanzaba migas para domesticar gorriones; todo era parte de lo mismo y se debía a la misma cariñosa razón.

      V

      Un domingo por la tarde de principios de verano la señorita Harriet Pyne llegó apresurada por la entrada que llevaba a la habitación de Martha y llamó dos o tres veces antes de que su habitante pudiera llegar a la puerta. La señorita Harriet parecía inusualmente alegre y excitada, y sujetaba algo en la mano.

      —¿Dónde estás, Martha? —Volvió a llamar—. ¡Ven rápido, tengo algo que contarte!

      —Aquí estoy, señorita Pyne —dijo Martha, que solo se había detenido a guardar su preciada caja en el cajón y a cerrar el libro de geografía.

      —¿Quién crees que viene esta misma tarde, a las seis y media? Debemos tenerlo todo lo mejor posible; debo ver a Hannah de inmediato. ¿Te acuerdas de mi prima Helena que ha vivido tanto tiempo en el extranjero? La señorita Helena Vernon, la honorable señora Dysart, se llama ahora.

      —Sí, la recuerdo —contestó Martha, y palideció un poco.

      —Sabía que estaba en el país y le escribí para pedirle que viniera a hacernos una visita larga —continuó la señorita Harriet, que no solía explicar las cosas, ni siquiera a Martha, aunque esta siempre era consciente del tipo de mensajes que enviaban los visitantes agradecidos—. Telegrafía para decir que tiene intención de anticipar su visita unos cuantos días y venir enseguida. Empieza a hacer calor en la ciudad, supongo. Me atrevería a decir que, con tanto tiempo en el extranjero, no le importa viajar en domingo. ¿Crees que Hannah estará preparada? Tendremos que cenar un poco más tarde.

      —Sí, señorita Harriet —dijo Martha. Se preguntaba si era capaz de hablar como siempre, pues sentía un zumbido en los oídos—. Me dará tiempo a coger algunas fresas; a la señorita Helena le encantan nuestras fresas.

      —¡Vaya! Lo había olvidado —dijo la señorita Pyne, un poco confusa por algo bastante poco habitual en el rostro de Martha—. Encontraremos a la señora Dysart muy cambiada, Martha; han pasado muchos años desde que estuvo aquí. No la he visto desde la boda y ha pasado por muchas cosas, pobrecita. Será mejor que abras la habitación del salón y la arregles antes de bajar.

      —Creo que está lista —dijo Martha—. Puedo subir unas cuantas rosas silvestres antes de que llegue.

      —Sí, siempre eres tan considerada —dijo la señorita Pyne con insólito sentimiento.

      Martha no contestó. Observó con tristeza el telegrama. Nunca antes había sospechado realmente que la señorita Pyne no estuviera al tanto del amor que había albergado por Helena todos esos años; era medio doloroso medio glorioso guardar un secreto así; casi no podía soportar este instante de sorpresa.

      En aquel momento las noticias pusieron alas en sus pies. Cuando Hannah, la cocinera, que no había conocido a la señorita Helena, fue al salón una hora más tarde para hacerle algún recado a su señora, descubrió que la desconocida debía de ser alguien muy importante. Nunca había visto la mesa para cenar como lucía aquella noche, e incluso en el salón había ramos frescos en antiguos jarrones indios, y lirios en el vestíbulo, flores por todas partes, como si fuera un día de fiesta grande.

      La señorita Pyne se sentó junto a la ventana a observar, con su mejor vestido, con aspecto señorial y tranquilo; ya casi nunca salía y era casi la hora del carruaje. Martha justo llegaba del jardín con las fresas y con más flores en el delantal. Era una luminosa y fresca noche de junio, con los ruiseñores dorados cantando en los olmos y el sol cayendo tras los manzanos al pie del jardín. La hermosa casa antigua permanecía abierta para la visita que se esperaba desde hacía largo tiempo.

      —Creo que me acercaré a la verja —dijo la señorita Pyne, mirando a Martha para obtener su aprobación. Martha asintió y bajaron juntas por el ancho camino delantero.

      Hubo un ruido de caballos y ruedas sobre el suelo del camino. Al principio Martha no podía ver nada; se quedó al otro lado de la verja, detrás de los lilos blancos mientras llegaba el carruaje. La señorita Pyne estaba ahí; alargando los brazos para estrechar entre ellos a una pequeña y encorvada figura vestida de negro.

      —¡La señorita Helena es una anciana como yo! —Martha sollozó de pena; nunca pensó que fuese a ser así; era lo único que no podía soportar.

      —¿Dónde estás, Martha? —llamó la señorita Pyne—. Martha llevará esto adentro; ¿te acuerdas de mi buena Martha, Helena?

      Helena levantó la vista y sonrió igual que solía hacer en los viejos tiempos. Los ojos jóvenes seguían ahí en aquel rostro cambiado, y la señorita Helena volvió.

      Aquella noche Martha esperó en la habitación de su señora igual que hacía en el pasado, humilde y silente, y realizó todas las viejas tareas no olvidadas. Los largos años parecían días. Al final se quedó un momento intentando pensar en algo más

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