Amigas. Sarah Orne Jewett
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—¡Oh, Abby, Abby! ¡Para! —la interrumpió Sarah—. Si tú supieras. ¡No lo sabes! ¡No lo sabes! No he sido buena contigo, Abby. En absoluto. He estado ocultándote algo.
—¿Qué me has estado ocultando, Sarah?
Abby escuchó. Sarah habló. La hermosa boca de Abby siempre había mostrado un arco que le daba aspecto de dulce disfrute de la vida. Se mostró en su plenitud al final del relato de Sarah. Después se hizo más profundo. La pobre enferma se echó a reír, con un sonido encantador y alegre.
Una mirada de asombro divertido asomó al rostro desesperado de Sarah. Se quedó en pie mirándola.
—Sarah —dijo Abby—, ¡no me habría casado con John Marshall aunque hubiera venido de rodillas desde México a pedírmelo!
Sarah Orne Jewett (1849-1909) nació en South Berwick, Maine. A los diecinueve años publicó su primer relato en la revista The Atlantic Monthly. En las décadas siguientes, llegó a ser una reputada autora, representante del regionalismo literario en Estados Unidos. Entre sus obras destacan Deephaven (1877), El marido de Tom (1882), A Country Doctor (1884), Una garza blanca (1886) y la novela La tierra de los abetos puntiagudos (1896, publicada en castellano por Dos Bigotes en 2015). Mantuvo una estrecha relación con la escritora Annie Fields, esposa del editor James Fields. Desde la muerte de este en 1881, ambas vivieron juntas en Boston, convirtiendo su casa en el lugar de reunión de grandes figuras literarias.
Relato publicado en The Atlantic Monthly en octubre de 1897.
Martha y su señora
I
Un día, hace muchos años, la vieja casa del juez Pyne tenía un insólito aspecto alegre y juvenil. El jardín tras la elevada valla brillaba con las flores de junio. En el gran patio delantero, a la sombra bajo los olmos, podían verse varias sillas colocadas juntas, como solían estarlo cuando toda la familia estaba en casa y la vida continuaba feliz, llena de charlas y placeres; cuando el anciano juez, el abuelo, solía citar a su favorito, el doctor Johnson, y les decía a sus niñas: «Sed energéticas, sed espléndidas y sed visibles».
Una de las sillas tenía un chal de seda carmesí tirado despreocupadamente sobre el respaldo recto, y un paseante que mirase a través de la puerta entre los altos postes con sus urnas blancas, podría pensar que esta pieza de brillante color oriental era un enorme lirio que había florecido de pronto contra el arbusto de celindas. Había algunas ventanas que solían estar cerradas abiertas de par en par, y las cortinas flotaban libres con la ligera brisa de la tarde estival; parecía como si una gran familia hubiera regresado a la vieja casa para llenar sus mejores habitaciones y las hubiese encontrado de su agrado.
Era evidente para todos en el pueblo que la señorita Harriet Pyne, por usar la frase del lugar, tenía compañía. Era la última de su familia, y no era, de ninguna manera, un vejestorio, pero al ser la última y estar acostumbrada a vivir con gente mucho más mayor, había adquirido todos los hábitos de una persona seria y provecta. Las damas de su edad, poco más de treinta, a menudo llevaban discretas capotas aquellos días, especialmente si estaban casadas, pero al ser soltera, la señorita Harriet se aferraba a la juventud en este aspecto, haciendo la única concesión de mantener su ondulado cabello castaño todo lo suave y enrevesadamente peinado posible. Había sido la compañera diligente de su padre y su madre en sus últimos años, todos sus hermanos y hermanas mayores se habían casado y partido, o muerto y marchado de la vieja casa. Ahora que estaba ella sola, parecía lo mejor aceptar su edad de una vez y dedicarse más resueltamente que nunca a la compañía del deber y a los libros serios. Era más severa y dada a la rutina que sus mayores, como en ocasiones ocurre cuando las hijas de las gentes de Nueva Inglaterra son educadas por completo en compañía de ellos. A los treinta era más reticente a encontrarse en una situación inesperada que su madre, y sin duda más que su abuela, que había conservado algo de la alegría heredada del regocijo y cosmopolitismo de la época colonial.
Había algo en aquel chal de seda carmesí en el patio delantero que hacía sospechar que las sobrias costumbres de la mejor casa de un pueblo de la tranquila Nueva Inglaterra estaban siendo desafiadas. En cierto momento, la señora de la casa vino a quedarse en su propia puerta y tenía el aspecto de un agradecido pero preocupado invitado. En aquellos días la vida de Nueva Inglaterra estaba necesitada de dignidad y discreción en el comportamiento; había una hospitalidad sincera y un alegre alborozo en las festividades, pero en ocasiones era una hospitalidad cohibida, a la que seguía un inexorable retorno al ascetismo, tanto de dieta como de conducta. La señorita Harriet Pyne pertenecía a los tiempos más aburridos de Nueva Inglaterra, esos que quizá albergaban la mayor mojigatería por las profesiones aprendidas, la interpretación más limitada de la palabra «evangélico» y la más mínima indiferencia ante las grandes cosas. La irrupción de un deseo por una mayor libertad religiosa al principio causó la más decidida reacción hacia el formalismo e incluso el estancamiento del pensamiento y el proceder, especialmente en los pueblos pequeños y tranquilos como Ashford, inherentemente ocupados en sus propios asuntos. Era hora de que se produjese cierto aligeramiento, en este momento en que los grandes impulsos de la guerra por la libertad se habían apagado y aquellos de la próxima guerra por el patriotismo y una nueva libertad aún no habían casi despuntado, excepto como el sonido de un trueno o el destello de un relámpago que llama la atención sobre las nubes que comienzan a agruparse a través del aire inmóvil de un día de verano.
El interior oscuro, la vida cambiada de la vieja casa cuyas antiguas actividades parecían haber quedado dormidas, sin duda simbolizaba esas situaciones generales, y el leve desahogo se hacía fácilmente reconocible en la forma de una muchacha alegre. Se trataba de la prima de Boston de la señorita Harriet, Helena Vernon, quien, a medias divertida, a medias impaciente ante la innecesaria sobriedad de su anfitriona y de Ashford en general, se había entregado a la difícil actividad de la alegría. La prima Harriet observó una sucesión de ingeniosos y, en su conjunto, inocentes intentos de obtener placer, como podría haber contemplado los brincos de un gatito que fácilmente sustituye el ovillo de lana por la incertidumbre de un pájaro o una hoja llevada por el viento, y que, en cualquier momento, puede deshilachar los flecos de la borla de una cortina sagrada por preferirla a lo demás.
Helena, con sus traviesos y atractivos ojos, con sus cautivadoras canciones antiguas y su guitarra, parecía encantadora e incluso razonable, pues era muy amable con todo el mundo y porque era una belleza. Tenía el don de contar con unas maneras exquisitas. Allí estaba toda la inconsciente facilidad y elegancia adorables que provenían de su buena educación en su casa de la ciudad, donde muchas personas agradables iban y venían; no tenía miedo al individuo, uno casi diría que tampoco respeto, y no necesitaba pensar en ella misma. La prima Harriet se quedó helada de preocupación cuando vio al pastor entrando por la verja principal y se preguntó agónica si Martha estaría adecuadamente vestida para atender la puerta y si, por casualidad, escucharía llamar; fue Helena quien, encantada de que ocurriera algo, corrió a la puerta para recibir al reverendo Crofton como si fuera un amigo simpático de su misma edad. Pudo comportarse de forma más o menos adecuada durante la primera visita señorial e incluso ingeniárselas para restarle seriedad con una alegría modesta, y extraer la confesión de que el invitado tenía voz de tenor aunque tristemente le faltaba práctica, pero cuando el pastor se marchó, un tanto halagado y esperando no haberse pronunciado con demasiada contundencia para un pastor sobre los poemas