Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett

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imitó la entrada cohibida del pastor. Copió su expresión pomposa y ansiosa en la entrada oscura de forma tan deliciosa que la señorita Harriet, que nunca había conseguido apagar del todo la chispa del pecado original del humor, soltó una carcajada.

      —¡Querida! —clamó muy seria al momento siguiente—. ¡Me avergüenzo de que seas tan irrespetuosa! —Y volvió a reírse y tomó el sombrero viejo y lo llevó de nuevo a su sitio—. ¡No quisiera que nadie te hubiera visto! —dijo con pena mientras se giraba, ya recompuesta, hacia la salida del salón; pero Helena seguía sentada en la silla del pastor, con sus piececitos colocados como lo habían estado las botas rígidas de él, y copiando su expresión solemne antes de que empezaran a hablar de Emerson y la guitarra:

      —Ojalá le hubiera preguntado si habría sido tan amable de trepar a ese cerezo —dijo Helena, inflexible ante el descubrimiento de que su prima no consentiría que se siguiera riendo—. En las ramas de arriba hay un montón de cerezas maduras. Yo puedo trepar tan alto como él, pero no puedo llegar lo suficientemente lejos sobre la última rama que aguantaría a una persona. Y el pastor es tan alto y delgado…

      —No sé qué habría pensado de ti el señor Crofton; es un joven muy serio —dijo la prima Harriet, aún avergonzada por su risa—. Martha te cogerá esas cerezas, o alguno de los hombres. No me gustaría que el señor Crofton pensara que eres una frívola, una joven con tus oportunidades.

      Pero Helena ya se había escapado por el vestíbulo hacia la puerta del jardín ante la mención del nombre de Martha. La señorita Harriet Pyne suspiró nerviosa y después sonrió, a pesar de su profunda convicción mientras cerraba las contraventanas e intentaba hacer que la casa pareciera solemne de nuevo.

      La puerta delantera podía estar cerrada pero la puerta del jardín al otro lado del amplio vestíbulo estaba abierta de par en par hacia el gran jardín soleado, donde las últimas de las peonías rojas y blancas y los lirios dorados, y las primeras espuelas de caballero, azules y altas, prestaban sus colores de forma generosa. Los setos rectos de boj tenían todos el verde fresco y brillante de las hojas nuevas y llegaba el olor de la vida y el alma más íntima del jardín de la larga espaldera donde florecía la madreselva. Era la última hora de la tarde y el sol estaba bajo tras los grandes manzanos del final del jardín, que arrojaban sus sombras sobre el césped corto de un verde decolorado. Los cerezos estaban a un lado, aún a pleno sol, y la señorita Harriet, que llegaba en ese momento a los escalones del jardín para ver una gallina al borde del agua, vio la hermosa figura de su prima con el vestido blanco de muselina india corriendo por el césped. Iba acompañada de la presencia desgarbada y alta de Martha, la nueva criada que, impasible e indiferente a todos los demás, mostraba una sorprendente voluntad y lealtad ante la joven invitada.

      —Martha debería estar ya en el comedor, con lo lenta que es; solo falta media hora para la cena —dijo la señorita Harriet, mientras se giraba y se metía en la casa a la sombra. Era obligación de Martha servir la mesa, y había habido muchos intentos y muchas derrotas en el esfuerzo por enseñarla. Martha era, sin duda, muy torpe, y parecía más torpe aún porque sustituía a su tía, una persona de lo más habilidosa, que se acababa de casar con una granja prometedora y su próspero propietario. Debe decirse que la señorita Harriet era un instructor de lo más desconcertante, y que el cerebro de su pupila se confundía fácilmente y era propensa a meter la pata. Se temía la llegada de Helena precisamente por este servicio incompetente, pero la invitada no prestó atención a los ceños fruncidos ni a los gestos fútiles en la primera cena, salvo para establecer una relación amistosa con Martha por cuenta propia mediante una sonrisa tranquilizadora. Tenían casi la misma edad y a la mañana siguiente, antes de que la prima Harriet bajara, Helena le enseñó mediante una palabra y un rápido toque la forma correcta de hacer algo que había salido mal y que había sido imposible de comprender la noche anterior. Un momento después, la ansiosa propietaria entró sin sospechar, pero los ojos de Martha mostraban tanto afecto como los de un perro, y había un nuevo gesto de esperanza en su rostro; esta temida invitada era una amiga después de todo, y no una enemiga llegada desde el orgulloso Boston para frustrar su ignorancia y pacientes esfuerzos.

      Las dos jóvenes criaturas, señora y criada, corrían por el césped quemado por el sol.

      —No alcanzo a las cerezas más maduras —explicó Helena educadamente— y creo que la señorita Pyne debería enviar unas cuantas al pastor. Acaba de hacernos una visita. ¡Qué pasa, Martha! ¿Has estado llorando otra vez?

      —Sí —dijo Martha con tristeza—. A la señorita Pyne siempre le gusta enviarle algo al pastor —reconoció con interés, como si no deseara que le pidieran que explicase sus últimas lágrimas.

      —Pondremos algunas de las mejores cerezas en un plato bonito. Te enseñaré cómo hacerlo y las llevarás a la parroquia después del té —dijo Helena alegremente, y Martha aceptó el encargo con placer. La vida comenzaba a tener momentos de algo parecido al deleite en los últimos días.

      —Se va a estropear ese vestido tan bonito, señorita Helena —advirtió Martha con timidez, y la señorita Helena se quedó apartada y se recogió la falda con inusual cuidado mientras la chica de campo, con su vestido de guinga de cuadros azules, comenzó a trepar el cerezo como un muchacho.

      Llovieron frutos escarlatas sobre la hierba verde.

      —Corta algunas ramitas bonitas con sus hojas; ¡oh, eres un encanto, Martha! —Y Martha, sonrojada de placer, y con un aspecto de garza real solemne y delgada, bajó de nuevo entre crujidos a la tierra y recogió el botín en su delantal limpio.

      Aquella noche, en la cena, durante la ausencia temporal de la criada, la señorita Harriet anunció, como si fuera una disculpa, que pensaba que Martha por fin comenzaba a comprender algo de su trabajo.

      —Su tía era un tesoro, nunca tuve que decirle algo dos veces; pero Martha ha sido tan torpe como un pato —dijo la señora de la casa—. A veces he temido no poder enseñarle nada nunca. Estaba bastante avergonzada de que vinieras justo ahora y me encontraras tan poco preparada para recibir a un visitante.

      —Martha aprenderá lo suficientemente rápido porque se preocupa mucho —dijo la visitante con entusiasmo—. Me parece un encanto de chiquilla. Espero que nunca se vaya. Creo que cada día hace las cosas mejor, prima Harriet —añadió Helena suplicante, desde el fondo de su amable y joven corazón.

      La puerta del cuarto de la porcelana estaba abierta un poco y Martha escuchó todas y cada una de aquellas palabras. Desde aquel momento, no solo supo lo que era el amor, sino que conoció las ambiciones del amor. Haber llegado de una granja pedregosa en la colina y una pequeña casa de madera desnuda era como si un hombre de las cavernas se hubiera instalado de forma permanente en un museo de arte; tal le había parecido la complejidad y la elegancia de la forma de vida de la señorita Pyne, y el cerebro simple de Martha era lento en sus procesos y reconocimientos. Pero con esta simpática aliada y defensora, la exquisita señorita Helena que creía en ella, todas las dificultades parecían desvanecerse.

      Más tarde aquella noche, ya sin echar de menos su casa o sentirse desesperada, Martha volvió de su cortés recado a casa del pastor, y se presentó con cierto aspecto triunfal ante las dos damas que estaban sentadas en la puerta principal, como si esperasen visita. Helena aún llevaba sus muselinas blancas y lazos rojos y la señorita Harriet un vestido de seda negra fina. Feliz y despreocupada por la grandeza del momento, los modales de Martha eran perfectos y parecía, por una vez, casi bonita y tan joven como era en realidad.

      —El pastor salió él mismo a la puerta y envía su agradecimiento. Dijo que las cerezas siempre habían sido su fruta favorita y que les estaba muy agradecido a ambas, la señorita Pyne y la señorita Vernon. Me hizo esperar unos minutos, mientras preparaba el libro para enviárselo, señorita Helena.

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