Illska. Eiríkur Örn Norddahl
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Pero ¿no estábamos hablando del Holocausto? ¿Qué fue del Holocausto?
En diciembre de 1941, los nazis ordenaron, con la excusa de falta de espacio, que 20 000 judíos y gitanos abandonaran el gueto de Łódź y fueran trasladados al campo de exterminio de Chełmno, donde fueron asesinados con monóxido de carbono. El traslado se documentó parcialmente en película.
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Agnes había escrito media página. Intentaba entender su propia postura en la cuestión de la nacionalidad. Sobre ella misma en tanto que islandesa. Intentaba responder, para sí misma, si era una inmigrante lituana de segunda generación en Islandia o una inmigrante islandesa de primera generación desde Lituania. Estaba lloviendo y había refrescado mucho desde el día anterior. Estaba completamente vestida, con un fino jersey blanco y pantalones vaqueros, e intentaba recuperar anuncios de Jón Páll y Hófí. Porque era así como los recordaba. En los anuncios. Recordaba los anuncios de refrescos Svala y, vagamente, los del Equipo Antitabaco —¿o quizá eran de los campeones del mundo de la serie B de balonmano, que andarían por ahí, en alguna parte?—. Y entonces recordó de pronto a Bogdan Kowalczyk. El entrenador polaco de balonmano cuando los islandeses ganaron el campeonato mundial serie B de balonmano en 1989. ¿El equipo B? Agnes no sabía bien lo que era, pero no sonaba tan bien como debería.
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Los judíos de Łódź empaquetaron sus bártulos, por segunda vez en poco tiempo, y se prepararon para viajar. Los congregaron en una larga fila, salieron del gueto y subieron a vagones de transporte que los condujeron al campo de concentración. Al salir, pasaron por delante de los cámaras de cine nazis. La mayor parte de los judíos estaban cansados y hartos. Las condiciones de vida en los países del Tercer Reich eran de todo menos buenas, pero empeoraron aún más cuando recluyeron a cantidades de gente en el gueto, en unas condiciones que fueron haciéndose más y más insoportables cuanto más los torturaba el Rey Chaim y cuanto más aumentaba la población a la par que el Tercer Reich iba extendiendo sus garras más y más al este. Estaban hambrientos, pues apenas les daban de comer, y exhaustos, pues debían realizar largas jornadas de trabajo. Era una vida de miseria, pero, ya que está reflejada en las crónicas, no es necesario relatarla aquí. Si queréis haceros una idea de la situación debéis ver La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Está en blanco y negro, igual que las tomas que hicieron los nazis (aunque esa película no la hicieron los nazis).
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Bogdan Kowalczyk fue un ídolo del balonmano polaco. Pertenecía a la tropa de modelos de los jóvenes islandeses, aunque un tanto a escondidas. Que Agnes recordara, Bogdan nunca hizo anuncios de refrescos Svala. Fumaba cigarrillos como un poseso y, sobre todo, se había ganado fama de portarse mal con «nuestros chicos». Bueno, la palabra no era exactamente «mal». Se decía que se pasaba con la disciplina. Los islandeses eran hijos de la naturaleza y para refrenar un poco esas fuerzas naturales (sacadas de volcanes, vientos, glaciares y mares) fue preciso ir a buscar a alguien nada menos que a Varsovia, Polonia. Hacía falta alguien capaz de enfadarse. De enfadarse mucho mucho. Alguien capaz de echarles broncas a esos hijos de la naturaleza. Y hacer de ellos auténticos guerreros. Hacía falta aplicar historia del bloque del Este.
Pero lo cierto es que no pasaba nada porque Bogdan se enfadara, porque hablaba un islandés rarísimo. Y aunque se pusiera furioso, nunca lo estaba tanto como para no resultar ridículo al mismo tiempo. Lo imitaban hasta en la última salita de café de la última empresa de todo el país. Los humoristas se burlaban de él en las festividades, y en cierta ocasión incluso se pudo ver a uno esforzándose por hablar como él en un talkshow tan serio como Hablando con Hemmi Gunn. Pero todo lo hacían en broma.
Bogdan Kowalczyk era lo más próximo a un modelo lituano de que dispuso Agnes en Islandia. Pero era polaco, no lituano. Bueno, ahora tenía a Dorrit Moussaieff, la esposa del presidente. Era de origen judío, no lituano. Y Agnes no lo había pensado hasta ahora. Ni se había pensado en relación con Dorrit ni con Bogdan. Cuando ella era niña, Bogdan no era más que un extranjero raro que no sabía hablar islandés correctamente. Igual que sus propios padres. Igual que Dorrit, ahora. «El país más grande del mundo». Todo eso. Cuando cayó el comunismo, Bogdan volvió a Polonia. Igual que sus propios padres. Claro que él se fue ya al año siguiente, mientras que sus padres esperaron casi diez años. Pero es igual. Pensándolo bien, en ella había más de Bogdan que de Hófí y Jón Páll.
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El Rey Chaim era el jefe máximo del gueto, y gozaba de la confianza de los nazis. Probablemente, pensaban que los judíos se dejarían manejar mejor con una autoridad judía, y a lo mejor les parecía hasta poético dejar que fuera uno de los suyos quien ejerciese de tirano. Para los nazis, eso confirmaba lo que habían pensado siempre sobre la traicionera naturaleza de los judíos, y por eso mismo les alegraba. El Rey Chaim imaginaba, probablemente, que habría más supervivientes si él les pedía que se esforzasen más aún en el trabajo, si se convertían en objetos valiosos para los nazis, un número mayor de personas se salvaría del exterminio. Nadie mata a la vaca mientras sigue dando leche, como dice el refrán. Y hasta cierto punto tenía razón. De todos los guetos judíos, del que se discutió más y en el que más se retrasó el exterminio fue el de Łódź.
Pero ese día enviaron a veinte mil judíos a Chełmno.
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Agnes se despertó con un escalofrío. No recordaba lo que había soñado, pero se sentía como si alguien la estuviera vigilando. Se levantó de la cama y fue al baño a hacer pis. La sensación era insoportable. Tenía la sensación de que los ojos de alguien estaban abriendo un agujero a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nada más que la tapa del inodoro. Se secó, hizo correr el agua y fue a la entrada. Echó el pestillo, miró por la mirilla, cerró con llave la puerta del balcón y se tumbó en la cama. Mierda de escalofríos. Pero ¿qué estaba soñando? Algo le había arrebatado la sensación de seguridad. Y aunque sabía que no era más que un sueño, no conseguía quitárselo de encima.
Eran las seis.
Después de pasar casi una hora en la cama sin sentirse mejor, decidió levantarse e intentar trabajar un poco.
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Por delante de las cámaras cinematográficas de los nazis pasaron tres niños, podían tener unos ocho años, y no tenían ni idea de que alguien tuviera intención de matarlos. Se detuvieron al ver las cámaras, miraron directamente a la lente y sonrieron de oreja a oreja, como la gente que se pone detrás de los periodistas en una calle llena de gente y saluda a los espectadores sentados en su salón. Allí se quedaron un ratito, sonrientes, dejando que el mundo entero los mirase por última vez. Finalmente, se pusieron en marcha, riendo, y se fueron a por sus padres.
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Los lituanos eran ladrones. Vendían drogas y violaban gente. No había sido siempre así, pero era así cuando Agnes empezó su tesis, dos años atrás. Cuando era pequeña, en Islandia podían vivir entre cinco y diez lituanos, aparte de sus propios padres. A veces se reunían para celebrar la fiesta nacional —los primeros años, la antigua, el 16 de febrero (fue el día de 1918 en que se creó la República lituana); después de 1991, se reunían para festejar la nueva, el 11 de marzo, y al final, las dos—. Si invitaban también a estonios y letones, llegaban a juntarse treinta personas. En una ocasión asistió Jón Baldvin Hannibalsson, ministro de Asuntos Exteriores, que fue el primero en reconocer la independencia de los países bálticos. Algunos tuvieron la impresión de que bebía muchísimo y era un poco raro, pero nadie se atrevió a criticarlo en voz alta. En los años noventa, Jón era casi Dios a