Illska. Eiríkur Örn Norddahl

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Illska - Eiríkur Örn Norddahl Sensibles a las Letras

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y los dejaron morir entre las llamas—. Arrojaron a los niños a los hornos de la panadería antes de huir. Y dispararon a la gente a las piernas para que se quemaran vivos, igual que los niños en los hornos. Aquí vivían otros habitantes, nuevos. A veces era todo como en un sueño, y entonces no sabía si era yo el que no existía o si era el mundo, la tierra bajo mis pies, los coches, las casas y los pájaros. Si era el Señor quien soñaba o eran las cámaras de vigilancia, las bases de datos y los satélites. ¿Se me vería en Google Earth? En la pacífica aldea de Oradour-sur-Glane vivían menos de 700 personas cuando los nazis decidieron visitarla. Reunieron a todos en la plaza del pueblo, vaciaron las casas una tras otra, y luego separaron a los habitantes —quemaron a las mujeres y los niños y ametrallaron a los hombres en garajes, restaurantes, almacenes y la panadería. A las rodillas y después, prendían fuego. Solo por hacer algo—. Pero este no era el pueblo. Este no era más que una copia del pueblo. Pero el pueblo estaba muy cerca. Las siluetas de las casas se difuminaban mientras los recuerdos del lugar se hacían enormemente nítidos. Lo sucedido —o, en cualquier caso, lo que el mundo recordaba de lo sucedido— se fue haciendo poco a poco más y más claro hasta que nadie tuvo ya la menor duda. Miré el mundo que se erguía de las cenizas, miré las cenizas que saltaban empujadas por el viento y me pregunté por qué había tenido que suceder aquella monstruosidad. Aquí, unos hombres derrotados habían visto su última oportunidad para desatar su ira sin freno alguno. Y arremetieron con toda la agresividad que les quedaba —la masacre de Oradour fue como la réplica de un violento orgasmo que retrocedía y volvía hacia Berlín con los sollozos en la garganta—. En una placa ponía que las ruinas se reforzaban regularmente; algunas, incluso, habían sido reconstruidas. Las casas estaban quemadas, los coches estaban oxidados y quemados, la vegetación asomaba por las grietas y el sol tostaba las paredes —pero la ceniza había desaparecido—. Y las ruinas no se habían derrumbado porque los especialistas las mantenían «in perfect ruined condition», como ponía en la placa (entre comillas). Levanté los brazos al cielo y la baguette se cayó al suelo. Luego di media vuelta y seguí buscando la realidad.

      CAPÍTULO 16

      Lituania, Patria nuestra, sois la salud misma, nadie sabe cuánto merecéis ser venerada, sino solo quien os ha perdido. Hoy vemos vuestra perfecta belleza y la describimos porque os ansiamos.

      ¡Santísima Virgen, vos que protegéis la clara ciudad de Czestochowa y brilláis sobre la Puerta de la Aurora en Vilnia! Vos, que defendéis el castillo de Nowogrodek y a sus devotos habitantes. Milagro- samente acudís para concedernos salud en la infancia, cuando nuestra madre os imploró protección, alzamos muertos nuestros párpados y al instante pudimos franquear el umbral del santuario para dar gracias al Señor por la vida que había sido devuelta a nuestros cuerpos, y por igualmente milagrosa acción nos permitiréis acogernos de nuevo al cálido regazo de la tierra patria. Hasta entonces podéis conducir nuestras apesadumbradas almas a estas colinas cubiertas de bosques, sobre estos verdes prados que se extienden por doquier junto al azul Niemen; hasta los campos henchidos de cereal, amarillos de trigo y plateados de centeno, donde crecen la amarilla mostaza y el alforfón blanco como la nieve, donde brota el trébol de virginal rojo, donde todo parece envuelto en cintas de verde hierba y donde reposan asimismo silenciosos perales.

      Agnes abrió la botella de agua Ramlösa, bebió un trago y bostezó. Se puso el anorak —hacía 25 grados bajo cero—, volvió a cerrar los ojos y recogió la mochila en el momento mismo en que el autobús de línea se detenía enfrente del hostal de sus padres, en Jurbarkas. ¿Eso era volver a casa?

      ***

      —Hola. ¿Me oyes?

      —Sí. ¿Hay imagen?

      —No veo nada.

      —Espera, voy a encender el aparato. Tiene que funcionar.

      —¿Me ves?

      —Sí. Un poco oscuro, pero te veo. Hola.

      —Hola.

      —¿Me ves ahora?

      —No.

      —Espera, voy a intentarlo otra vez.

      —…

      —…

      ***

      Este es el texto del libro. Yo soy el texto, soy el texto y estoy escribiendo el texto en el libro. Yo no soy el autor del libro. El autor del libro es Eiríkur (podéis llamarle por teléfono para confirmarlo, si hace falta). Todo es como Hitler.

      ***

      —¿Hola?

      —¿Estás ahí? ¡Hola!

      —¡Hola!

      —¿Qué tal andas? ¿Te encuentras bien?

      —Regular. Pero ya estoy en casa. La primera semana fue la peor. Pero ahora, prácticamente se ha pasado.

      —¿Te dieron Tamiflu?

      —No.

      —¿Qué te dieron?

      —Nada. Analgésicos. Hay poco Tamiflu y no te lo dan a menos que estés muriéndote.

      —¿Qué dices? Hay un montón de ruido. No te oigo.

      —Que no te dan Tamiflu a menos que estés a punto de morir.

      —¿Por qué no?

      —El médico dijo que hay muy poco.

      —¿Pero no desapareció la fiebre del pollo hace tiempo?

      —La fiebre porcina.

      —A esa me refiero.

      —Sí. Más o menos. Pero las normas son las normas.

      —Joder.

      Y se cortó.

      ***

      El valor de la exportación de productos del mar es el concepto que ocupa el lugar preeminente en toda la existencia de la nación islandesa durante el siglo xx, y durante los años de la guerra este valor se quintuplicó. Los británicos llegaron a Islandia y construyeron un aeródromo. Los estadounidenses llegaron a Islandia, construyeron otro aeródromo y abrieron carreteras, regalaron pantis y chicle a las chicas y dieron a Islandia nuevos hijos, nuevas hijas —Fulanito Hermannsson y Menganita Hermannsdóttir—. Los estadounidenses trajeron a los islandeses música rock, parties constantes y genes nuevos. Cuando terminó por fin todo el jaleo, y casi 80 millones de personas habían muerto —Dresde y Guernica borrados del mapa, París, Londres, Varsovia, Stalingrado y Berlín sin una casa en pie, por no mencionar Pearl Harbor, Hiroshima y Nagasaki—, los islandeses recibieron compensaciones por el chicle y los pantis, pensiones para los hijos ilegítimos y sobornos para construir un aeropuerto militar en Keflavik. En 1940 había 1700 casas de turba en Islandia. Mil setecientas casas de mierda. Porque no había nada más con que hacerlas. En 1950 no quedaban más que un puñado. En el continente, la gente seguía viviendo como podía en las ruinas de los bombardeos.

      ***

      Rodeado de cajas de cartón, muebles desmontados y planchas de madera pegadas con cinta adhesiva, alfombras y utensilios de cocina, Ómar estaba sentado en el suelo con el portátil sobre las piernas. Había estado conectado un rato a una red

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