Illska. Eiríkur Örn Norddahl
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El rótulo apareció dos días después. El tercer día dijeron que el jefe de la banda criminal responsable del robo era un joven sueco que pretendía vender el rótulo a un millonario sueco, con la finalidad de realizar actos terroristas en Estocolmo. A Ómar, tal explicación le pareció de lo más inverosímil. Y precisamente en plena campaña librera de Navidad. Tenía que tratarse de una campaña viral. Enseguida se anunciaría que todo era parte de una campaña publicitaria para vender el nuevo libro de Stieg Larsson. Porque ¿Stieg Larsson no iba a sacar un nuevo libro? ¿O a lo mejor había muerto? Ómar decidió pasarse por una librería camino del súper y comprobar si Stieg Larsson seguía con vida o, en caso contrario, si sacaba un nuevo libro.
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Los islandeses opuestos a la llamada «exposición de salvajes» estaban muy molestos con todo aquello y se consideraban equiparados a las «negras». Pensaban que ellos no se contaban entre los pueblos primitivos sin cultura, que comen alimentos asquerosos y tienen costumbres extrañas. Los islandeses no solo formaban una nación contemporánea, eran también un pueblo antiguo con una gran historia. Eran los autores de las sagas nórdicas. Un pueblo espiritualmente superior. Muy distinto de esos salvajes de las Indias Occidentales que apenas eran capaces ni de pintar sus cuevas, por no hablar de ponerse a escribir.
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Era ya Nochebuena cuando Ómar acabó de vaciar la última caja. Había manoseado hasta el último objeto contenido en casi treinta cajas de cartón, lo había examinado todo por arriba y por abajo, había estrujado, estirado, sobado, adivinado y especulado. Había repasado extensas partes de los diarios usando Google Translate —sin encontrar nada especial—. No eran más que la crónica de cosas sucedidas. Sin condenas. Sin cotilleos. Sin secretos emocionantes. Sin alusiones misteriosas ni mensajes cifrados. Lo que más extrañó a Ómar fue que en ningún sitio se mencionara la segunda guerra mundial ni el Holocausto, que estaban presentes en todas las demás cosas. Era como si esto fuera la única parte de la vida de Agnes que hubiera quedado libre del Holocausto. Como si lo que quiso encerrar en sus diarios fuera una cotidianeidad total en la que la gente no moría por millones —donde los sucesos no estaban en grado superlativo. El mundo sin Hitler—. Sin hambre. Aquello era quizá como salir al campo, como buscar refugio, como escapar a un lugar donde solo hay cantos de pájaros, rocas y hierba.
Ómar se sentó junto a la ventana de la cocina. Levantó el pasador y empujó el marco de la ventana, con los vidrios llenos de hielo, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el invierno. Observó la vivienda. Ahora tenía que poner en orden todos los trastos. Meterlos en los armarios. Montar los estantes. Había albergado cierta idea de encontrar algo así como un hallazgo definitivo, pero este no se produjo. Bueno, vale.
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Mucho después de que los islandeses se avergonzaran de compartir espacio con esquimales groenlandeses y mujeres caribeñas de piel oscura, se pusieron a cultivar la misma imagen que antes les había hecho sentirse avergonzados: la de aborígenes en una especialísima relación con la naturaleza, una gente que come alimentos extraños, practica costumbres raras y apenas pertenece de lejos a la llamada «civilización» del mundo occidental. No, los islandeses creen en elfos que viven en las colinas y hablan con los muertos. Los islandeses creen en las fuerzas mágicas de montañas y glaciares. Devoran comida podrida y beben hasta emborracharse con un ansia insaciable. Los islandeses son salvajes. Porque eso vende. Porque es cool. Ya no es cool ser danés. Todos son daneses. Escandinavia es como salsa bearnesa y glutamato de sodio. Ya no son raros. Islandia es como tamarindo y hierba limón. Pero eso no es más que un camelo. En realidad, Islandia no es más que Dinamarca. Nada más que salsa bearnesa. Elaborada y distribuida masivamente en botes de plástico. En venta en el hipermercado. Porque así es como lo queremos. Porque es cómodo. Y además hay un montón de canales de televisión. E internet. También nosotros queremos estar en Facebook. Y nadie puede estar en Facebook a menos que sea salsa bearnesa.
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Agnes se había empeñado en que, en lugar de los «tradicionales» regalos de Navidad, harían una aportación económica a una ONG internacional de ayuda a la infancia para comprar alimentos. Así, harían el mundo un poco mejor, podrían aportar algo a la balanza que tiene dolor y tragedias en un platillo y en el otro la generosidad incondicional. Así podrían contribuir a aumentar la felicidad en el mundo.
Ómar estaba sentado debajo del árbol de Navidad del salón. No había tenido ganas de poner las lucecitas de adorno, pero la estrella coronaba la cúspide del árbol y Ómar llevaba puesto el gorro de Papá Noel, rojo y con purpurina. Sacó el acuse de recibo de su aportación. Cinco mil coronas habían ido a parar a la ayuda alimentaria de Unicef. No había sido idea suya. Él habría preferido hacerle a Agnes un regalo de Navidad. Habría querido que también ella le hiciera un regalo de Navidad. Y ahora, ni siquiera podía disfrutar de las ventajas morales que acarreaba vengarse de la sociedad de consumo. Porque lo que él quería era un regalo de Navidad. Además, todo había sido idea de ella. Exigencia suya. Las diez mil coronas que se suponía que entregaban conjuntamente procedían de ella —no porque ella hubiera trabajado para conseguir ese dinero, sino porque ella exigió que fuera así—. Pero lo único que quería Ómar era un regalo de Navidad.
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Lo que no querían los islandeses de Copenhague, a principios del siglo pasado, era ser otros. Ser el pequeño otro. Querían ser los que miraban, no los que eran mirados. Querían ser el gran otro. Querían ir ellos al Tivoli a ver a los papúes tatuados comer carne cruda y follarse a sus parientas. Pero, evidentemente, eso no era posible mientras los daneses hicieran cola para ver a los islandeses comer manuscritos y penetrar ovejas. Y por eso reaccionó la Asociación de Islandeses con semejante energía e indignación —como si los daneses estuvieran confundiéndose—. Como si los islandeses no comieran manuscritos ni follaran ovejas. Como si no fueran ellos los que tejían esos jerséis de lana.
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Cuando un año dio paso al siguiente —2009 se convirtió en 2010—, Ómar estaba sentado en las escaleras de la casa que compartía con Agnes en Sæbraut. Faltaba aún un mes para que volviera, pero, al menos, ahora todo estaba listo. Podía irse a vivir allí. Él lo había colocado todo en su sitio, había pasado la aspiradora y había fregado, había comprado papel higiénico, arroz y sal, y todo lo que tenía que haber en cualquier casa, y ya solo faltaba Agnes. Había visto el programa de fin de año y le había parecido psa-psa. Ahora dieron las doce y miró los fuegos artificiales que llenaban el cielo nocturno. Escuchó las explosiones que se confundían en un único estruendo pulsátil, como si la tierra tuviera violentas palpitaciones, bebió sorbitos de champán que había comprado con motivo de la festividad, subió la cremallera de su mono Kraft y soltó el humo del cigarrillo.
Había empezado a fumar demasiado.
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Victor Cornelins era pequeño cuando llegó a Dinamarca por primera vez, como pieza de exposición de las colonias danesas en el Tivoli. No era islandés de cuna, sino que procedía de las Indias Occidentales. Victor era un chico lleno de curiosidad y se lo pasó muy bien en la exposición. Le gustaba contemplar a los salvajes de mundos tan extraños como Islandia, las Feroe y Groenlandia, y le encantaba desplazarse a sus pabellones para ver las barcas balleneras feroesas, los trineos de perros de Groenlandia y los zapatos de piel de Islandia. Pero no le gustaba demasiado, como quizá pueda parecer evidente, dejarse mirar como si fuera un nórdico cualquiera de esos que comen cabeza de cordero socarrada, tocino de foca, testículos de cordero y cecina de cordero.
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Agnes cumplió los