Illska. Eiríkur Örn Norddahl
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Luego llegó la crisis.
Luego, las elecciones.
Y ahora, el Partido Liberal pertenecía a la historia de los tiempos pasados. En consecuencia, un análisis de este partido era simple «material» para los libros de historia y no para la historia viva a la que se quería dedicar Agnes. Agnes quería formar parte del mundo. Quería influir en la marcha de la historia. Si no hubiera sido por los 45 años de ocupación de Lituania por la Unión Soviética, se habría definido (o se habría podido definir) a sí misma como historiadora marxista. Y lo era en realidad, aunque no pudiese decirlo en voz alta porque el gulag se le cruzaba en la conciencia. Pero no había pensado en obtener imágenes del pasado, no era de esa clase de historiadores. La tarea principal de los estudiosos era influir sobre el mundo, no solo describirlo.
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De modo que: Proporcionalmente, en el Holocausto murieron tantos gitanos como judíos.
Eso dicen a veces, no solo en sentido irónico, sino que lo afirman incluso estudiosos respetados y especialistas en el Holocausto. Pero no hay forma de comprobarlo. Porque existe una inmensidad de investigaciones y teorías sobre el número de judíos muertos en el Holocausto —desde los cinco hasta los casi seis millones—. De ellos, se conoce el nombre de unos tres millones, pero el margen de error está en torno a los 700 000. Que no es una cantidad desdeñable de personas: dos veces Islandia. Dos veces Kaunas. Por otra parte, se calcula que el número de gitanos muertos en su Holocausto estuvo entre los 90 000 y el millón y medio. El margen de error es de 1 410 000. Unas cuatro Islandias. Cuatro Kaunas.
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Pensó que, aunque fuera demasiado tarde para que la tesis destruyera al Partido Liberal, que se había destruido él solo, era factible que llegara a convertirse en una especie de parábola que podría servir de advertencia para otros. Antes o después, los populistas de derecha volverían a moverse sigilosamente. Y entonces la tesis ya estaría allí. Como un conjuro contra prejuicios e idioteces. Recítese dos veces al día con el estómago vacío, durante dos semanas.
Pero, pese a todo, no le apetecía escribir sobre un movimiento político muerto. Así que sería más emocionante escribir otra tesis de mierda sobre los tanques de la segunda guerra mundial, o sobre la degeneración de la Revolución francesa.
Fue entonces cuando empezó a hablar con Arnór. Había empezado a pensar que le apetecía cambiar la tesis. Escribir sobre la gente de extrema derecha en vez de sobre los populistas xenófobos. Escribir sobre gente como Arnór. Gente como los idiotas del Club. Pero también, aunque lo hiciera dando rodeos, sobre el elemento xenófobo generalizado que se extendía desde la derecha más extrema y recorría todos los partidos políticos, toda la burocracia y todas las instituciones de Islandia. Pero ya no estaba segura de nada.
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Pero la explicación más plausible de esos márgenes de error es esta: los gitanos siguen estando perseguidos en Europa; es decir, no nos podrían resultar más indiferentes. Los gitanos son unos pobres desdichados y unos marginales que no pueden levantar cabeza en ningún sitio, perseguidos en todas partes por igual, sea en Islandia o en Lituania. Carecen de recursos para defenderse por sí solos. No pertenecen a las instituciones políticas de sus sociedades y no tienen acceso a nuestra justicia. En muchos sitios, ni siquiera tienen derecho de sufragio. Son muy pocos los que han dedicado su tiempo a estudiar el tema de los gitanos —y lo que les hicieron— durante el Holocausto, porque pertenecen al grupo de los salvajes y estamos convencidos de poder referirnos a su naturaleza de ladrones, su vida de puterío y su machismo. Creemos saber todo lo que sucede detrás de las puertas cerradas de sus caravanas, sin siquiera haber echado un solo vistazo a su interior. Son el pequeño otro, aquel que miramos, pero nos negamos a ver. Aquel de quien contamos historias a fin de agrandar nuestra propia moralidad, nuestra amplitud de miras y nuestra civilizada forma de vida.
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Unos días antes de su partida, la llamaron para decirle que se iba a crear una Asociación de Lituanos de Islandia. Para «mejorar la imagen de los lituanos», como especificaron. Agnes deseaba liberar su pasado de Snorri Sturluson y Mindaugas. De violadores y víctimas. Liberarse del Contubernio Báltico y del Contubernio Nórdico (por no mencionar el Contubernio Balcánico del que les acusaban algunos islandeses un tanto despistados) en Eurovisión. Liberarse del Holocausto, la Unión Soviética, Hófí, Bogdan, Dorrit, la crisis y la guerra del bacalao. Liberarse de la Revolución Cantada y de la Revolución de las Cacerolas.
Respondió con evasivas a las preguntas de la mujer del teléfono, que insistía en que confirmase si iba a participar o no. Afortunadamente, estaría ya en Jurbarkas cuando se celebrara la reunión fundacional. Era imposible. No tenía sentido. Este pueblo. Estos pueblos. Racistas y violentos. Y estúpidos. Unos estúpidos de mierda que solo sabían ladrar.
Mierda.
Naturalmente, no odiaba a nadie. A lo mejor era por eso precisamente por lo que no podía integrarse en la Asociación de Lituanos de Islandia. Porque le costaba demasiado reconocer ante sí misma que hiciera falta un grupo de presión específico para decirles a los islandeses que los lituanos no eran simples violadores. Para que la gente comprendiera que no existía diferencia real entre los delitos islandeses y los lituanos —que los lituanos no eran más bestias ni sus delitos eran en absoluto más premeditados que los cometidos por islandeses—. Un grupo de catorce individuos robando pantalones vaqueros y cosméticos en un centro comercial no eran una mafia, sino una pandilla.
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Los gitanos de Europa —igual que los inmigrantes procedentes de países pobres— son un problema que hay que atajar. No saben leer y mean en el agua que beben, venden a sus hijas a los prostíbulos y empujan a nuestros hijos a la droga. Y encima visten unas ropas grotescas.
Igual que Hitler no entendía que los polacos eran un pueblo amigable, de blancos, y no unos salvajes inmorales, tampoco se dio cuenta de que los judíos formaban parte de la franja superior de la clase media occidental. Uno puede permitirse muchas cosas contra los pobres que nunca se permitiría contra gente culta de clase media.
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A favor de la crisis podría decirse, sin embargo, que, gracias a ella, los islandeses sintieron en sus propias carnes lo que era que otros los señalaran con el dedo y se burlaran de ellos. De pronto, solo se escribía de los islandeses en el extranjero para afirmar que eran unos reyes de las finanzas degenerados que les habían arrebatado el dinero mediante engaños a organizaciones benéficas y pobres ancianos de toda Europa. Los islandeses, a los que nunca les había molestado lo más mínimo que los medios de comunicación convirtieran en delincuentes a los lituanos —«¿Vas a seguir negando que fueron ellos los que violaron a esa mujer?»—, se sintieron de pronto terriblemente asustados por su