Illska. Eiríkur Örn Norddahl
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El Gobierno gastó cientos de millones en la campaña Inspired by Iceland, para convencer a los extranjeros de que Islandia no estaba pasando por tiempos difíciles a causa de las erupciones volcánicas (o las complicaciones económicas), pero el subtexto —y el significado— eran evidentes para todos: Nosotros no somos salvajes. Somos personas civilizadas. Guapos y fuertes. No nos odiéis. Nosotros no somos el otro. Nosotros somos nosotros. ¿No te acuerdas? ¿Björk, Sigur Rós? Somos Halldór Laxness. Comemos con cuchillo y tenedor. Somos hippies desnudos sumergidos en piscinas de agua termal. Raritos, pero no malos.
***
¿Qué creéis que fue de los gitanos tras la liberación de Auschwitz, y Ravensbrück, Dachau y todos los demás? Simplemente los llevaron de un campo de concentración a otro para que se fueran amansando durante unos cuantos años más, mientras las autoridades aliadas se convencían de que no eran simples carteristas que se hacían pasar por víctimas.
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VIOLAN A UNA MUJER Y SE BURLAN DE ELLA
El Tribunal Supremo confirmó ayer la detención, hasta el lunes, de dos lituanos sospechosos de violar a una mujer de 45 años la noche del sábado al domingo. Los hombres fueron detenidos el domingo por la tarde, una vez la policía hubo visionado las cámaras de seguridad de la discoteca a la que había acudido la mujer.
La mujer acusó a los dos hombres y contó a la policía que estaba en una discoteca del centro de Reikiavik. Se le acercaron dos hombres, uno de los cuales empezó a hablar con ella en inglés. Al cerrar la discoteca, los hombres la acompañaron por la calle Laugavegur. Fueron juntos a un callejón, en la esquina de Laugavegur y Vitastígur, donde los hombres la agredieron violentamente. Uno de ellos, que la mujer identifica como el más fuerte, la empujó contra el capó de un vehículo, derribándola sobre este. Al mismo tiempo la golpeó en el rostro y le tiró del pelo. Mientras tanto, el otro hombre le bajó los pantalones y los dos hombres, juntos, le arrancaron el chaquetón, la camiseta y el sujetador. El más fuerte intentó introducir su miembro sexual en la vagina de ella, y la mujer afirma que le produjo mucho dolor. El otro hombre intentó también introducirle su miembro en la vagina, mientras el más grande la sujetaba por el cuello e intentaba meter su miembro en la boca de la mujer.
La lastimó y le golpeó el rostro con el miembro hasta que la mujer no tuvo más remedio que abrir la boca. El otro hombre se dio la vuelta, se subió sobre ella y le puso el trasero en el rostro. Le metió el pene en la boca y le dijo en inglés que la dejarían libre en tres minutos si colaboraba. Una vez terminada la agresión, los dos hombres la dejaron libre. La mujer añadió que los dos se habían burlado de ella durante la violación y después de esta.
Agnes se levantó, fue al baño y vomitó.
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Una vez me preguntaron qué imagen tenía yo de mí misma. Si yo era la que creía ser o la que los demás creían que era. La respuesta a esta pregunta, en esa ocasión, fue que yo era la que creía que los demás creían que era. Los filósofos hablan del Otro, con O mayúscula, esa persona imaginaria que se encuentra en algún sitio en lo alto de la imaginaria cima de alguna montaña mirándonos con la boca abierta de perpetuo asombro acusador. El Otro es un producto de nuestra imaginación, pero eso no lo hace menos verdadero. Es el mensajero de lo que creemos que creen de nosotros los demás. El Otro es el ojo en la pared, el agujero de la cerradura, la mirilla, la webcam. Si en algo adquiere forma corpórea, es en las cámaras de vigilancia ocultas y disimuladas, esos ojos desconfiados que velan por nosotros, pero sin decirnos nunca lo que piensan, sin preguntar nunca la hora ni pedir fuego, aunque nos acechen en todas las esquinas.
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Cuando los israelitas estaban sumidos en la postración, tras la expulsión de Babilonia, Dios les dijo: Vosotros sois mis testigos, los faros de la eternidad, y yo soy Dios. En los escritos midráshicos, se esclarece así: Si vosotros sois mis testigos, yo soy Dios, y si no sois mis testigos, yo, por así decir, no soy Dios.
Porque ni siquiera el Señor de los Israelitas existe si nadie lo mira.
CAPÍTULO 15
Estaba en el tren, esperando alguna novedad en el perfil de Agnes. De vez en cuando miraba por la ventana la yerba, los árboles y los postes de la electricidad. Ya no recordaba adónde viajaba. Recordaba haber sufrido de niño. Recordaba que el mundo se me había hundido muchas veces. Recordaba veranos tan repletos de sensaciones tan permanentes que apenas podía pensar en ellos sin perder la respiración —no de pena, sino de felicidad—. No recuerdo nada más. Oradour. Iba a Oradour. Anoche estuve en la ciudad natal de Franco, en el norte de España. Ferrol. Luego tomé el autobús hasta Santiago de Compostela. Luego, en tren por Burgos y San Sebastián. Ahora me estaba acercando a Burdeos y en mi billete decía «Limoges». Pero pensaba ir más allá. Quería ir a Oradour-sur-Lane. En 1944, los nazis borraron el pueblo de la superficie de la tierra y mataron a todos sus habitantes. Quizá sería mejor que no me detuviese nunca. Que continuara viajando de un pueblo a otro hasta morir. De hambre, tal vez. Quizá sería mejor estar siempre solo a partir de ahora. Al parecer, era capaz de ser yo mismo plenamente siempre y cuando no hubiera nadie cerca. En tanto en cuanto nada me perturbara. Pero era obvio que era incapaz de hacerlo si me relacionaba con otros. Tenía que estar solo. El tren estuvo parado tres horas y media en Burdeos. De tanto en tanto, el jefe de tren decía algo por el sistema de altavoces, y los pasajeros franceses protestaban airadamente con violentas gesticulaciones antes de enfrascarse de nuevo en Le Monde, el iPad y las noveluchas policiacas de quiosco. Yo no sabía el motivo de la parada del tren. El revisor se encogió de hombros cuando se lo pregunté. Sentía deseos de preguntarle a alguna otra persona, pero no me atreví. Sabía que los franceses no eran, ni de lejos, tan maleducados como me habían contado, pura mentira —aunque esa mentira la tenía muy enraizada—. En lo más hondo, estaba seguro de que alguien se pondría furioso conmigo si le preguntaba algo. Maté el tiempo jugando en mi móvil a Second Life, el juego de realidad virtual. Busqué el antiguo cuartel general del Front National, que había sido transformado en casino, según leí en internet. Cuando lo abrieron se produjeron enfrentamientos. Los enfrentamientos se recrudecieron en una semana de guerra en la que los contendientes utilizaron todas las armas disponibles: bombas, cohetes y cerdos explosivos. Porque las posibilidades no son tan amplias en la vida paralela como en la real. Tardé —o, para ser exactos, mi avatar digital tardó— hora y media en encontrar el casino que en tiempos sirvió de centro neurálgico del Front National. Y cuando por fin lo encontré, no había nada de especial. No había ni una plaza con una solemne inscripción explicando los sucesos históricos acaecidos en ese lugar, en esa parcela al otro lado de la realidad. Nada de eslóganes mencionando libertad, justicia, cerdos explosivos o fraternidad. Yo (es dudoso en qué plano, llegada la historia a este punto) callejeé por París, con escala en una playa nudista, en Nuevo Berlín y en una exposición de pintura, mientras buscaba un colegio electoral que sabía que ya no existía —pero en todo ese tiempo estaba varado en la estación de Burdeos a bordo de un tren, esperando llegar al pueblo que habían borrado del mapa—. Apagué el móvil y en ese momento se oyó silbar el tren, se cerraron las puertas y poco después se puso en marcha. Respiré aliviado. Unas horas después estaba en un soportal abierto. Me puse la baguette debajo del brazo y salí a la plaza, olisqueando todo en el camino. Enfrente de la panadería había un café y al lado de este, dos restaurantes. La plaza tenía suelo adoquinado. Yo estaba en la realidad. Pero este pueblo no era. No era el pueblo original. Este