Handel en Londres. Jane Glover
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A finales de 1716, tanto Handel como el rey estaban de regreso en Londres. Al parecer Handel traía consigo el texto de un oratorio en alemán sobre la Pasión escrito por Barthold Heinrich Brockes: Der für die Sünde der Welt gemarterte und sterbende Jesus, y, sin nuevas óperas en el horizonte, dirigió sus energías a componer su Pasión. Es probable que Mattheson, su viejo amigo de Hamburgo, desempeñase un papel decisivo en el encargo, y que también fuese una pieza clave en las interpretaciones, que registró con fidelidad, que tuvieron lugar en varias ciudades alemanas durante los años siguientes. Pero de poco le podía servir a Handel una obra de esas características en Londres (si su público tenía problemas con la ópera en italiano, mucho menos les gustaría una adaptación de la Pasión en alemán), y de hecho esta incursión en un texto germano sería un caso aislado: Handel nunca volvería a escribir nada en su lengua materna. A diferencia de su gran contemporáneo Johann Sebastian Bach, que pasó la mayor parte de su vida laboral en ambientes eclesiásticos alemanes, adaptando una y otra vez textos en alemán para sus más de doscientas cantatas y que pronto destacaría en la composición de Pasiones, el camino elegido por Handel lo había alejado para siempre de sus raíces.
Los teatros de Londres reabrieron sus puertas en diciembre de 1716, y la temporada se clausuró en junio de 1717. No se estrenó ninguna obra nueva de Handel ni de ningún otro compositor, y la ópera parecía haber entrado finalmente en decadencia. Un espectáculo más ligero, la mascarada –un baile de máscaras con un poco de música– parecía constituirse en la nueva moda. En todo caso, el público estaba en aquel momento más interesado, y de hecho dividido, en el deporte de observar las riñas en su familia real. El príncipe de Gales fue objeto de un intento de asesinato; en el teatro Drury Lane una bala le pasó justo por encima del hombro, aunque el incidente no hizo más que aumentar su atención periodística, la percepción de su valentía y, por ende, su popularidad. El 17 de julio, el rey ofreció lo que en su caso suponía una fiesta rara y muy ostentosa. Él y su séquito viajaron por el río desde Whitehall hasta Chelsea, cenaron en la residencia campestre de lord Ranelagh y regresaron del mismo modo en las primeras horas de la mañana. El Daily Courant incluyó en la lista de invitados a varias duquesas y barones («Personas de calidad»)11, pero hubo ausencias flagrantes. Un informe de este espectacular acontecimiento, relatado a la corte berlinesa por el embajador prusiano, Friedrich Bonet, terminaba con un comentario contundente: «Ni el príncipe ni la princesa participaron en esta fiesta»12. La brecha entre padre e hijo parecía en ese momento profundamente abierta.
Lo que sin duda sus Altezas Reales debieron haber lamentado perderse de aquella fiesta fluvial nocturna fue la música, hoy conocida como la Water Music (Música acuática), compuesta por Handel especialmente para la ocasión. El rey había disfrutado durante mucho tiempo de las mascaradas, y también, en Hannover, de las fiestas acuáticas en el lago de su palacio electoral, Herrenhausen, y fue del propio monarca de quien partió la idea de hacer algo parecido en el Támesis. Pidió al barón Kielmannsegg que lo organizara, y Kielmannsegg se dirigió juiciosamente a Heidegger, que estaba a cargo de las mascaradas en la tierra firme del King’s Theatre. Heidegger declinó la oferta, y Kielmannsegg no solo tuvo que organizarlo él mismo, sino que tuvo también que hacerse cargo de los gastos. El barón llamó a Handel, y el resultado fue un éxito. Como lo relató Bonet: «Junto a la barcaza del rey estaba la de los músicos, unos cincuenta en total, que tocaban todo tipo de instrumentos, como trompetas, trompas, oboes, fagots, flautas alemanas, flautas francesas, violines y contrabajos; pero no había cantantes. La música había sido compuesta especialmente por el famoso Händel, oriundo de Halle, y Principal Compositor de Corte de Su Majestad»13.
Aquellos cincuenta músicos trabajaron duro esa noche. Según el Daily Courant, «a Su Majestad le gustó tanto [la música] que ordenó que se repitiera tres veces a la ida y a la vuelta. A las once Su Majestad desembarcó en Chelsea, donde se había preparado una cena, y también ahí hubo otro excelente consort de música, que duró hasta las dos; después de lo cual Su Majestad volvió a subir a su barcaza y regresó por el mismo camino, acompañado por la música, que continuó sonando hasta que llegó a tierra firme»14.
Y el disfrute de esta música no se limitó en absoluto al rey y a sus «personas de calidad», ya que el río entero se llenó de barcos de todos los tamaños, que formaban una ordenada multitud acuática para acompañar al monarca mientras este navegaba tranquilamente por la poderosa arteria de Londres.
La música de Handel para este extraordinario evento era la más importante que había compuesto hasta entonces para instrumentos solos, «sin cantantes», como había observado Bonet. Pero, a pesar de estar lejos de su feudo teatral o ceremonial, Handel superó con creces el insólito desafío de crear una música que pudiera tocarse y escucharse al aire libre en una barcaza en movimiento; como en tantas ocasiones, sus principios rectores fueron la textura y el contraste. Además del habitual soporte orquestal de cuerdas, oboes y fagots, había conjuntos de trompetas, timbales, trompas y flautas, con flautas de pico sopranino, y en total compuso veintidós movimientos independientes, que conforman casi una hora de música. La adición de los potentes instrumentos de metal fue una solución práctica para la interpretación al aire libre, y los vigorosos movimientos en los que intervenían debieron sonar impactantemente a ambas orillas del río, pudiendo ser también disfrutados por la flotilla de súbditos del rey que navegaba detrás. Los números de textura más sutil en los que intervenían flautas o flautas de pico estaban probablemente destinados al «excelente consort de música» que acompañó la cena en la residencia de lord Ranelagh. El orden en el que originalmente se interpretaron estos veintidós movimientos no está claro, pero es muy probable que Handel, calculador como siempre, basara sus decisiones sobre qué tocar y cuándo en función de las circunstancias acústicas más apropiadas. No fue sino mucho más tarde, al publicarse la música por vez primera en 1788, cuando fue organizada en grupos conectados por tonalidad e instrumentación (de ahí la idea de que existen tres suites separadas). Toda la música es de la más alta calidad, y Handel supo combinar su natural exuberancia y sentido del espectáculo con el respeto por su monarca y con un absoluto sentido profesional acerca de las exigencias de la ocasión. No es de extrañar que el rey se sintiera tan complacido por el efecto que producía que ordenase que se repitiera una y otra durante toda la noche.
La ausencia de los príncipes de Gales aquella noche de julio podría haber sido atribuida (aunque no lo fue; el antagonismo paternofilial era demasiado obvio como para buscar excusas) al estado de salud de Carolina, pues estaba embarazada de su quinto hijo, el primero en nacer en Gran Bretaña. En octubre dio a luz a su segundo hijo varón, consolidando la línea hereditaria masculina y la dinastía de Hannover. Sin embargo, este desafortunado infante iba a ser el catalizador final en la quiebra de la relación entre el rey y el príncipe. En un primer momento hubo desacuerdos sobre el nombre del niño. Carolina deseaba llamar a su hijo Guillermo, pero el rey insistió en que fuera llamado Jorge. Al final se llegó a un incómodo