Ni una gota de humedad. Adriana Bernal
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Frente al umbral, que no es tal, pasado y presente confluyen.
Frente al umbral, tras de él, fabulé cientos de versiones relacionadas con este instante. Aquí, ahora, donde no hay tal lugar, esgrimo la Teoría de la Pérdida, petrificada ante el dolor de su ausencia.
Frente al umbral, dieciséis años después.
¿He vuelto?
¿Cómo se vive cuando quién ha muerto es tu verdugo?
UMBRAL: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Nuestro correlato estuvo marcado hasta el final por el dolor disfrazado de profundo amor. “Es por tu bien” —aunque no lo fuera—, era una de sus frases. Aquello tardé en entenderlo décadas y tras muchas lecturas e incontables sesiones de psicoanálisis. Hoy, poco importa.
Dominique fue quien me enseñó, entre otras muchas cosas, que “pagar es corresponder”. Sin embargo, sus últimos treinta días en este plano fueron los momentos más complejos de nuestro convivir. Y de vivir.
Mientras ella partía —¿a dónde?—. Yo regresaba —¿de dónde?—.
Las explicaciones metafísicas afortunadamente no eran sino fabulaciones acotadas, pues un año antes entre charla y charla con mi madre —a quien veía con cierta regularidad en cualquier otro espacio que no fuera su casa— sin demasiado preámbulo le dije a bocajarro: “Sí voy a estar, madre. No estás sola. Tú no. En cuanto te sea posible, dame un juego de llaves, las traeré conmigo”. Así fue. Los meses transcurrían y de una argolla extra de mi llavero, pendían las llaves antiguas que abrían la puerta de la casa materna. Antiguas no sólo por añejas y de hierro, sino porque —literal— eran lo más semejante a ese llavero al que aludía el Grillito Cantor. Pesaban. Me pesaban y, a pesar de ello y de lo vivido detrás de las cerraduras, debía estar. Mi educación familiar a la antigüita, dura, firme, que me hizo “una mujer de bien” indicaba que me tocaba estar. Debía estar, pero ¿podría estar? No lo sabría hasta que lo viviera, aunque Dominique había sido contundente: “Pagar es corresponder”.
“No hay tiempo que no llegue ni plazo que no se cumpla”. Dieciséis años sin girar la llave por la cerradura y, de pronto, en diez días lo hice en dos ocasiones: nueve y cinco días antes de su partida, respectivamente.
Hoy, tres días después de su funeral, estoy aquí. He vuelto a utilizar las llaves. Madre me ha pedido ayuda. Ella se ha ido y lo primero que he hecho es solicitarle al cerrajero de la colonia que cambie la chapa de entrada.
PARTIR: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Dieciséis años después. De golpe. Frente a las escaleras y sus diecinueve escalones hacia el vacío. Atónita. Recuerdo el divertimento infantil de subirlas “de cojito”, zigzagueando como si jugara Twister. De golpe y porrazo. En aquel entonces, debía sostenerme e impulsarme con una mano, los escalones estaban alfombrados y no es que pudiera “agarrarse vuelo”. Corría el riesgo de que, si brincaba más de lo común, me ganaría un golpe. Otro. De golpe y porrazo. Autoinflingido. El diseño de la escalera no era precisamente ergonómico. Una sonrisa nostálgica me reconforta. No subo como en antaño. Un paso a la vez. Un escalón a la vez. Reaprehender aquel espacio era algo que debía hacerse de a poco. No de golpe y porrazo.
Llego al segundo piso. Frente a mí una recámara. Aquella que alguna vez fue mi recámara. La de mi primera niñez. Al costado izquierdo su recámara. Dudo en entrar. ¿Realmente quiero seguir adelante? Inhalo decidida a saciar mis pulmones de fuerza esperanzadora y lo que recibo es una bocanada de humedad. La casa apesta a humedad. Un olor muy peculiar entre el encierro, el polvo acumulado, el olor a medicina y maderas viejas.
No puedo moverme. Aquella mi primera habitación niña, no lo había sido en dos décadas y sin embargo, todavía lo es. Ahí sigue la repisa blanca que antaño fungía de juguetero-librero, ya no tan blanca pero con las mismas esquinas garigoleadas con filos dorados, atestada de chucherías: estatuillas de viajes, abanicos, papeles, libros, muñequitos. “Todo cambia para seguir igual”, me digo tratando de entender. ¿Qué quiero entender? Mientras recorro el espacio desde afuera de la habitación, sostengo un soliloquio: “Puedo enumerar exactamente el orden de las cosas ahí aventadas. Sé exactamente que hay en cada estante, en cada puerta, en cada cajón. ¡Carajo! ¿Esto es en serio? ¿Cómo fue que se hicieron esto, que nos hicimos esto?”. En la casa materna el tiempo se congeló hace veinticinco años, por lo menos.
Asomo la cabeza hacia el interior. No me atrevo a dar un paso hacia el interior. ¿A cuál interior? ¿Cuántos interiores habitan un espacio interior? Miro a mi costado derecho. La televisión Sharp de treinta y dos pulgadas cubierta por una densa capa de polvo y una carpetita que alguna vez fue blanca daba cuenta. Cada objeto ahí, da cuenta sin que nadie se diera cuenta. La parte de arriba del televisor es otro receptáculo para un titipuchal de cachivaches, incluidos montones de llaveros que, a estas alturas de mi vida, ignoro si abren alguna de las múltiples chapas de la casa mas convencida de que, si estaban ahí, era porque alguna vez abrieron algo y “no habría que deshacerse de ellas, porque algún día podrían reutilizarse”. Llaves. Cerraduras. Polvo. Miniaturas. Objetos. Vintage involuntario. Óxido. Moho. Humedad. También en esta familia coleccionábamos óxido. Respiro resignada y camino —por fin— hacia el interior de la habitación a sabiendas de que llegaré al lugar que temía: la última habitación de la casa, la del fondo, esa que fue en mi adolescencia mi segunda recámara. Al fondo de la casa. Al final de esta. Pequeño espacio inhabitable. Inevitable. ¿Y quién carajos es la vida para obligarme a esos recorridos? ¿Me obliga la vida? ¿Me obligo yo? ¿Me obliga alguien?
OBLIGACIÓN: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Me quedo en medio. Atravesada por el marco de la puerta que dividía a las habitaciones de la infancia y la adolescencia. Mis opciones son limitadas: a la izquierda infantil, el clóset de mamá; a la derecha adolescencia, el otro clóset que ocupa casi la mitad de la recámara, ahora estudio de Dominique. Clóset. Armario. Las casas pueden ser grandes armarios. Sin armar. Desarmados. Armarios: los grandes acumuladores. Y mientras acumulan, ocultan. Objetos y personas. Dentro, el armario. ¿Afuera? ¿Hay un afuera? Estiro los brazos para sostenerme del librero: levanto la mirada, como para porfiar con la memoria: ahí están, en su caja original y empolvados, mi juego Destreza y el rompecabezas de cinco mil piezas de un paisaje que nunca logré terminar de armar. ¡Me fascinaban los rompecabezas! Una mueca casi sonrisa se configura en mi rostro. Giro como si generara una panorámica. A oteada de recuerdo, el presente: objetos, fotografías como en un altar, una computadora de los ochenta con su mueble, papeles, papeles, papeles y más papeles. Unos encima de otros. Apilados. Acumulados. Cables, cables, cables. Pañuelos desechables, muchos, dobladitos, obsesivamente utilizados, obsesivamente cuidados para reciclar, “porque cada que usas un Kleenex debes usarlo al máximo, han muerto muchos árboles para estos pañuelos y lo menos que debemos hacer como consumidores es usarlos al máximo para que haya valido la pena. Si es que vale la pena”. Ese espacio vacío está lleno. De Kleenex. Para reciclar. Vacíos llenos.
Me siento en cuclillas. ¿Cuántas veces, en esa misma intersección, me senté en la misma posición? Saco de la bolsa izquierda de los pantalones la cajetilla de cigarrillos. Enciendo uno mientras busco el cenicero más cercano. Mi madre dejaba ceniceros por cualquier lado, de cualquier tamaño y, de hallarlo, es muy probable que contenga una o dos colillas. No los vaciaba. Una bocanada