Ni una gota de humedad. Adriana Bernal

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Ni una gota de humedad - Adriana Bernal Novela

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polvo. Sin humedad. Penetrante. El olor es penetrante. ¿Sólo el olor? No tengo respuestas a la andanada de porqués agolpados en mi mente. Vuelvo al clóset. Tampoco es que haya mucho más hacia dónde mirar. Lo recorro. Cuento las puertas, las puertitas y las puertotas. Sé qué hay en cada una de ellas. Y no sé por donde empezar. Pero tengo que empezar.

      Mamá me lo había pedido: “Ve tú y encuéntralos. Tú conocías sus escondites. A ti te va a decir dónde están. Tú lo vas a encontrar”. “¡Cuántas certezas!”, pienso. ¡Han pasado años! ¡Ha pasado la vida! Y yo, miro sin mirar, sin moverme de mi eje, sin saber qué puerta abrir primero. Opciones sobran: siete puertas por abrir en el cuerpo. Del armario: cinco puertas en la parte superior. Del clóset: cuatro cajones, seis repisas. Doce jaladeras doradas. Un armario. Una vida. Al interior, en cada poro de la madera, del armario: Dominique.

      “¡Que alguien llame al Ejército de Salvación, por piedad!”. Y, después de pensarlo, suelto tremenda carcajada. “Eso se necesita acá: ¡un ejército!”, grito a sabiendas de que no soy escuchada. Y se burlarían. “¿Por qué piensas en el Ejército de Salvación?”, dirían. “¿Por qué no?”, respondería yo. Lo obvio es simple. ¿A quién quieren llamar? ¿A una casa hogar? ¿Van a organizar una venta de garage? ¿Ustedes? ¿Quiénes? ¡El Ejército de Salvación! ¡Já! Mi chiste sólo lo entiendo yo. Pero poco importa. ¡Hay tanto que importa tan poco! En este jodido instante tengo de dónde escoger y puedo, además, elegir. En mis manos están los objetos, los recuerdos y la decisión de con qué quiero toparme primero: ¿Habrá cambiado algo con los años? ¿Cuánto habrá aumentado el guardarropa? ¿Estaría dañado algo por la humedad, por el moho de las paredes?

      No olvido la petición de mi mamá, pero mi pulsión es otra. Necesito ir al clóset de Dominique y abrir la primera puerta delgadita, de izquierda a derecha. Abrir sólo la primera puerta y saber que siguen ahí sus trajes de montar y de esquiar. Sus trajes. Su promesa de que serían para mí. Sólo para mí. Sus objetos fetiche que serían míos por herencia. Su significado: la posibilidad de otra historia. Trunca. Incompleta. Aprendí a querer esa vestimenta como si fuese propia y a venerarla: “Serán tuyos, sólo tuyos, cuando yo ya no esté en este mundo”, me decía, “con lo que implique, con lo que signifique”. ¿Y para qué los quiero ahora? ¿Qué haría con ellos? ¿Ese significado tan introyectado, tan inventado, es realmente, hoy día, un significado real? ¿Esas prendas dejadas en prenda, me significan? ¿Qué voy a hacer con ellas? ¿Por qué la pulsión es ir hacia las prendas cuando, de encontrarlas, no serían sino la constatación de que ahí seguían? ¿Seguía ella en éstas? ¿Para qué quiero las prendas? ¿Prendas en prenda? Y mis manos y piernas se mueven entonces justo al lado opuesto del armario.

      Avanzo los dos pasos necesarios. Literal. Estoy dentro del ahora estudio, por llamarlo de algún modo. Lejos está de merecer un sustantivo tal. Un mueble de oficina, una silla con ruedas de 1960, un lapicero y cajones atestados de papeles no hacen de una habitación un estudio. Respirar. Intento respirar dentro de ese espacio. Mano derecha a la jaladerita dorada de la izquierda, la primera jaladerita y, con valor, abrir la puerta para encontrar, para tirar, para recordar: el olor se me impregna en la nariz. Toso. “Pucha, a ver si es cierto que algo de lo que hay aquí adentro, sirve”, pienso. “A ver si no voy a acabar tirando todo a la basura…”, y clavo la mirada al fondo del armario. La pared se está descarapelando, la pintura parece piel hecha jirones: una maleta azul Samsonite, dos bolsas de plástico de Aurrerá con casetes, una caja antigua de los cincuenta con una máquina de tubos eléctricos en el piso y arriba colgados cien ganchos para ropa oxidados con diversas prendas, en su mayoría cubiertos por una bolsa plástica amarillenta; otras más, fueran portatrajes, fundas de plástico —o lo que queda de ellas—, me hacen imaginar lo peor: la ropa estaría carcomida, quemada, hongueada, apestosa, quizá.

      La vida corre en cámara lenta. Descuelgo uno a uno los ganchos. Conforme los acomodo encima del sillón, reconozco cada una de las prendas en ellos. Algunas están para tirarlas; otras, para la beneficencia. Uno sobre otro, los recuerdos; sacos y blusas de memorias. Pantalones para vestir el pasado. Kaftanes bajo los que cabían inmensidad de miedos. Bolsas plásticas, faldas con etiquetas, nuevas, negras y café. Me desespero, ¿dónde está lo que busco? Cada gancho descolgado, una esperanza y una frustración. “¡Que no sea este porque está desecho!”, digo para mí. “¿Y si no están aquí?”, pensaba. “¡Tienen que estar!”, me exigía. Ese orden es otro orden. Obsesivo. Milimétrico. Por colores.

      La última puerta. El último espacio. El último gancho, acomodado en un resquicio de la sección del armario. Esa división, según yo, era la destinada al gusano de la aspiradora. Fijo mi mirada en la esperanza: una enorme bolsa blanca con morado de Suburbia, muy ancha y pesada. La descuelgo. El gancho es de plástico. Abajo de esa bolsa una más: transparente, de Tintorerías Real. Abajo de esta, una más, de plástico transparente, grueso, y por fin, abajo de esta aparece lo que creía perdido: el pantalón de montar beige, la casaca negra; abajo de esta, la chamarra verde olivo con forro floreado café con beige los pantalones del mismo color para esquiar. Ahí, también están cada una en su bolsa Strover con jareta y las botas negras de montar con su correspondiente horma de madera y metal. Es increíble, más de cincuenta años guardadas y se conservan sin una mancha, sin una gota de humedad.

      ¿Y para qué querría yo encontrar aquello?

      ¿Y para qué lo necesito, aun sin ni una gota de humedad?

      Sí, están ahí. Ellas, las prendas.

      Sí, estoy ahí. Yo, en prenda.

      HUMEDAD: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

      II. OBJETOS ¿VINCULANTES?

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      Dispersa y ceñida a la atmósfera atemporal, el timbre del teléfono celular me regresa de golpe al presente inmediato: “Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum… aquí es la casa de esta/ familia muy normal”. Mi madre. El ring-tone de mi madre. Cuando ese timbre va de menos a más, no cesa ni se silencia hasta que se toma la llamada por vacua que resulte —o no— la “conversa” posterior.

      Madre vocifera en tono soprano dramática:

      —Dime que los encontraste. Porque los encontraste, ¿verdad?

      Alterada desde días atrás, habla a trompicones, en hipérbaton y a gritos. Está desquiciándome:

      —Cálmate, madre, por piedad, cálmate. No he encontrado nada aún; bueno, sí, sus trajes.

      Sumo rabia y angustia a su estado de ánimo.

      —¡Qué bien que encuentras lo tuyo, encuentra lo que no lo es! ¿No dimensionas lo que va a pasar como no aparezca todo lo demás? ¿Sí te das cuenta? ¿Entiendes? ¡Caray, lo único que se te pide!

      ¿Por qué no se me iba la señal, me quedo sin crédito o le cuelgo? Pasmada, al otro lado de la línea miro alrededor, al techo, como esperando una señal divina. Una especie de milagro que me libre del chirrido verborréico de madre al otro lado de la línea. No para de hablar y yo sólo atino a dar vueltas sobre mi propio eje, a la espera de que se fundan realidad y ficción y aparezca esa flecha, ese foco que soluciona los entuertos en las caricaturas.

      —Silencio madre, por un segundo. ¿Me dejas hablar? Un segundo. ¡Mamá, mamá! Dios, por favor, ¡Mamá!

      Ella no escucha:

      —¿Y las llaves?, ¿dónde están las llaves de las puertitas?

      Es

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